lunes, 28 de mayo de 2018

405. Las letras se van de boda




En el santuario de Santa María del Abecedario hoy contraen matrimonio dos letras muy queridas, la señorita d y el señor Q. Es verdad que el embarazo de ella ha precipitado el enlace, pero ello no emborrona la solemnidad del acto. El novio ha aparecido una media hora antes, vestido con elegante frac de cola y ha esperado con claros signos de emoción e impaciencia a la novia en el altar. Ésta ha llegado con algo de retraso (además del menstrual) luciendo su panza en estado de buena esperanza, en cuyo contrapunzón se gesta ya un precioso dígrafo. La acompaña su padre, el señor E, del brazo central. Los invitados han ido desfilando ante los fotógrafos, bien encopetados en sus elegantes astas de tipografía de imprenta. Entre ellos, suscitaron palabras de admiración la señora Ñ, tocada de su distinguida virgulilla,  el señor g, con sus jazmines en el ojal, o la señora p y su lazo prendido en el pelo. Acudieron invitados desde diferentes puntos del mundo. Las letras francesas, portuguesas, rumanas, neerlandesas, noruegas, galesas, eslovacas, griegas, vietnamitas y otras, eran fácilmente distinguibles por sus sombreros circunflejos. Los más pequeños también han acudido, de la mano de sus padres, con sus trajes de letra ligada. Ya, en la misa, se ha podido ver entre los concurrentes alguna lágrima, sobre todo del formal f, quién lo diría. Otros, en cambio, se han dedicado a chismorrear cotilleos en la oreja del vecino de bancada, como el señor g, quien no debía sentirse muy acostumbrado a su atuendo de gala, pues no hacía más que aflojarse el cuello. El sacerdote, monseñor T, con su casulla capitular ha pronunciado un emotivo sermón donde, a modo de parábola, se ha referido al simbolismo del ápice como metáfora de la unión culminante de dos astas. También ha advertido a los novios de las dificultades del matrimonio y de la convivencia, tan llenos de sinuosas espinas, así como de la debilidad de los vértices inferiores y sus peligrosas tentaciones. Por último, el párroco ha tenido unas palabras de recuerdo para las letras ausentes, como la che y la elle, tristemente desaparecidas. Después, los novios han comulgado paganamente ante el travesaño de la t. Cuando el cura les ha dado su bendición, la nueva pareja se ha besado y el público ha aplaudido fervientemente. A la salida del santuario, los novios han sido recibidos con una profusa lluvia de apóstrofes, puntos, comas y con una sonora traca de tildes prendidas en sus sílabas tónicas.
Ya en el banquete, se ha ofrecido un cóctel de bienvenida, con barra libre gentileza del señor H, el padre del novio y arrobas de comida. También se ha amenizado la cena con un espectáculo de flamenco a cargo de R y A, con un memorable zapateado de apófiges y patas. Tras el baile nupcial, la fiesta ha continuado hasta altas horas de la madrugada. Tal ha sido la animación, que muchas letras han salido del restaurante con los zapatos en las manos, víctimas de rozaduras y espolones. Otros se han retirado, bamboleándose por el efecto del alcohol, asidos en cursiva los unos a los otros, en franca camaradería, cogidos de los hombros, como h y n. Los recién casados anhelaban ya estrenar la almohadilla compartida en la cama de la suite de su hotel. En el cielo raso, cuando la fiesta ha terminado, como  un presagio de buena fortuna, titilan, en lo alto, los asteriscos.

lunes, 21 de mayo de 2018

404. ¿Quién anda en el arca?



Siempre he creído que el verdadero éxito de un escritor no se debe al número de ventas de sus libros ni a la buena recepción de la crítica, ni siquiera a que haya entrado en las páginas de los manuales de literatura. El verdadero éxito de un escritor es ingresar en los diccionarios, en el lenguaje cotidiano de las personas, en sus expresiones coloquiales o en los tecnicismos de una profesión. Es, incluso, olvidar que aquellas palabras que usamos habitualmente proceden, en realidad, de una obra literaria. No debiera haber mayor privilegio para un escritor que sentirse así, mezclado con el habla de las gentes, fundido en el magma del idioma, fagocitado por las palabras, el escritor mismo hecho ya palabra más allá de su biografía.
Si nos ajustamos bien nuestros quevedos podremos ver mejor cómo la lexicografía española homenajea a muchos de los más ilustres escritores universales. Así, si queremos emprender una empresa idealista como conquistar a esa chica imposible que nos arrebata, nada mejor que ponernos quijotescos. Pero antes habrá que acicalarse de la mano de un buen fígaro (que puede ser perfectamente el cervantino maese Nicolás) para convertirnos en un auténtico donjuán o en un tenorio o en un casanova. Convendrá, eso sí, mantener la sensatez y no enamorarnos de una dulcinea y, mucho menos de una lolita. Si el cortejo no resulta bien, siempre se puede echar mano de una celestina o de una trotaconventos que, con sus estrategias maquiavélicas y rocambolescas a buen seguro conseguirán su propósito con las pobres incautas. Quizás convenga también no dar con una novia a la que le vaya el sadismo, aunque para gustos los colores. También sería conveniente que no fuera lectora de Jorge Bucay, no hay necesidad de ser masoquista. Si hay suerte, nos tocará en fortuna una bella e inesperada serendipia. Una vez establecida la relación, hay que guardarle fidelidad, tratando de evitar las tentaciones mefistofélicas y fáusticas: no seamos tartufos. Que ella lleve los pantalones o no en la casa, eso ya es cosa de cada cual. Si hemos decidido ofrecerles el palacio de nuestros corazones, hay que ser buenos anfitriones, regalarles la más grande y mejor habitación del alma porque el amor no cabe en una casa liliputiense. Si nos casamos, montemos un banquete pantagruélico, a la altura de nuestra felicidad. El amor y la convivencia son casi siempre una odisea, pero si se sabe navegar por sus procelosas aguas, no tienen por qué convertirse en una pesadilla dantesca o kafkiana. Como dicen que el amor es ciego, que el perro lazarillo del cariño nos alumbre el camino. 
Recuerdo con ternura y nostalgia cómo mi madre, cada vez que yo llegaba a casa y me oía entrar, pronunciaba siempre desde la cocina o desde alguna de las habitaciones donde realizaba sus labores, la siguiente expresión: “¿Quién anda en el arca?” Mi madre no supo, hasta que yo se lo dije, que aquella frase procedía en realidad del Lazarillo de Tormes, aunque deturpada por quién sabe qué azares. Quizás no haya mayor gloria para el autor de la famosa novela picaresca que esta anécdota. A su anonimato suma luego su ingreso en el acervo popular y se somete a los designios de la tradición oral. Y se convierte en patrimonio de todos, que no es poca cosa si pensamos en esta España cainita nuestra donde tanto cuesta ponerse de acuerdo en algo y sentirnos herederos de un capital cultural común. Y pasa lo de siempre: que La literatura nos ofrece su bálsamo sin necesidad del fierabrás.

lunes, 14 de mayo de 2018

403. Veinticinco años embrujados




¿Y cómo no estarlo? ¿Cómo no seguir hechizados un cuarto de siglo después por una de las obras más entrañables, inteligentes y cruelmente conmovedoras del maestro Juan Marsé? Justo este mes se cumplen 25 años desde que la extinta (o más bien fagocitada) Plaza & Janés publicara El embrujo de Shangai. Al año siguiente de haberse dado a la imprenta, la novela ya había obtenido el Premio de la Crítica y en 2002 fue llevada al cine por Fernando Trueba.
Con unos mimbres aparentemente sencillos, Marsé construyó una obra perfecta, lo que demuestra lo prescindibles que resultan los juegos de artificio cuando, sencillamente (y qué difícil es esa sencillez) se respeta la pureza de lo literario. Porque la novela de Marsé es literatura en estado puro, acrisolada en el precioso matraz de la palabra sin impostura. El embrujo de Shangai es una novela dentro de otra novela y es un alegato en defensa de la fantasía, de su consuelo en tiempos de grisura, sobre todo si esos tiempos se enmarcan dentro de la durísima posguerra española.
El catálogo de personajes es inolvidable: el capitán Blay, el estrafalario excombatiente del lado perdedor, lúcido chalado obsesionado con las represalias, que vive por ello escondido en un armario y que sale a la calle oculto entre vendas, haciéndose pasar por la víctima de un atropello de tranvía. El capitán Blay es un personaje con reminiscencias quijotescas; su locura reivindicativa no está exenta de mordacidad. Luego está el niño Ramón, el narrador de la obra, que acompaña y cuida cual lazarillo al capitán en sus dislates y que recibe el encargo de éste de dibujar a la niña tísica de la torre de la calle de las Camelias, con el propósito de acompañar su retrato a la hoja de firmas que está recogiendo para la retirada de una chimenea contaminante y conmover los corazones de los firmantes. Esta niña es Susana y encarna el perfecto prototipo del erotismo ligado a la enfermedad, en la línea del gusto decadentista de principios del siglo XX. En ella se aúnan inocencia y perversión, creando en el lector una mezcla de compasión y perturbación a partes iguales.
Pero el verdadero catalizador del leit motiv de la obra es Nandu Forcat, antiguo maqui, que se aloja en casa de Susana y que explica a los dos niños las aventuras de Kim, padre de la niña y cabecilla de los exiliados en Francia cuya figura está nimbada de la mitología que ha forjado el imaginario colectivo. Enfundado en su quimono, que parece ejercer de atuendo ritual para la magia de las palabras, Forcat relata el viaje de Kim a Shangai, aderezando su historia con todos los componentes de la novela negra, espías, nazis, lugares exóticos y mujeres fatales. Las palabras de Forcat, revestidas de un lirismo embelesador y de una premeditada ingenuidad, casi romántica, en sus ardides narrativos, alejan por unas horas a los dos niños de aquella habitación y de la vida sin horizontes de los años 40 y estimulan su imaginación en un momento donde la ruina general y la enfermedad ahogan las ilusiones en su yermo. 
El embrujo de Shangai reivindica el poder salvífico de la literatura pero también su enorme vulnerabilidad, siempre expuesta a la crudeza de una realidad que no admite paliativos y que, a veces, se ensaña con quienes quieren huir de ella o cambiarla. El final, una mezcla de desolación y esperanza, es la metáfora de una lucha en claroscuro donde la épica de la palabra trata de erigirse en luz para los desheredados de la felicidad, sin importar que, tal vez, esa luz sea una mentira. Un embrujo.