lunes, 26 de marzo de 2018

397. El cartógrafo



En esta época nuestra en la que algunos desean levantar muros y hacerse fuertes tras las fronteras, conviene no olvidar el daño que han hecho en Europa y en el mundo entero las cartografías nacionalistas. El turista juega a poner el dedo al azar en el mapa para decidir el destino de sus próximas vacaciones y la yema que pasa con cuidado por los contornos limítrofes de algunos países ya no nota la cicatriz de antiguas y dolorosas suturas. El niño que fui a quien el maestro pide que sitúe sobre el mapa colgado de la pizarra aquella nación, ese tipo de cosas que se hacían antes en las aulas y que ahora  prohíben los imbéciles de la nueva pedagogía, intuye en los caprichosos perímetros de las líneas divisorias –una línea sinuosa allí, una raya picuda allá, un jirón en aquella linde–, el arbitrario boceto de un loco esquizofrénico. El adulto que hoy soy no  reconoce ya el rostro de la Europa de su infancia, sus facciones, la orografía de su piel. En su lugar, hay nuevos costurones que delimitan nuevos nombres y nuevas capitales y destruyen una cartografía sentimental donde uno creía que todo era seguro, inamovible, cierto. Los mapamundis son puzles trágicos cuyas piezas encajan coaguladas con la sangre derramada de los inocentes.
“Buenos tiempos para los cartógrafos, malos tiempos para la humanidad”, dice uno de los personajes de El cartógrafo, la obra de teatro dirigida por Juan Mayorga y protagonizada por Blanca Portillo y José Luis García-Pérez. En la actual Varsovia, Blanca investiga la leyenda según la cual la nieta de un cartógrafo impedido y oculto ayuda a su abuelo a dibujar el mapa del gueto judío de la ciudad durante la ocupación nazi. La obra transcurre durante esas dos épocas, con continuos saltos en el tiempo que facilitan unas excelentes transiciones, perfectamente ensambladas. La niña memoriza durante sus paseos los detalles del gueto, que luego traslada a su abuelo en la habitación clandestina donde se esconde. La obra es un alegato contra el olvido. Así, el cartógrafo reconviene a la niña cuando ésta se fija sólo en la generalidad de los paisajes y la insta a detenerse en las cosas pequeñas para hacer de su mapa, un mapa real, un mapa de personas, de sueños, de congojas, de miserias, de injusticias, un mapa vivo que se duela de la barbarie para legar su aflicción a las generaciones venideras. La sensibilidad de Blanca recoge de algún modo esa empresa del cartógrafo judío y trata de que su proyecto de memoria no quede en saco roto. Sobre el mapa de la actual Varsovia, trata de reconocer los límites del gueto, cotejándolo con antiguas fotografías, y se lamenta y avergüenza de que el urbanismo implacable haya borrado de ese mapa aquellos rincones de sufrimiento, sellando su recuerdo, como si allí nunca hubiera pasado nada: la Gran Sinagoga es ahora la central de Peugeot. El drama de la historia del cartógrafo se convierte, además, en trasunto del drama personal de la propia Blanca y de su marido, que han perdido un hijo y que tratan de obviar su tragedia, silenciada tácitamente en sus conversaciones. Asumir esa tristeza es también trazar una cartografía de su propia persona: ellos son también esa tristeza, forma parte de su geografía. La escena en que Blanca pide que su marido trace con tiza el perfil de su cuerpo tumbado sobre el suelo rebosa, en ese sentido, de un simbolismo conmovedor. Especialmente emotivo es también el momento en que la obra se interrumpe, se encienden las luces y los actores abandonan el rol de sus personajes para describir los horrores del holocausto porque es imposible representar esa barbarie sobre un escenario y, quizás también, por temor a desvirtuar con la ficcionalización, sucesos que superan en sí mismos a la propia realidad imaginada.
El cartógrafo sigue de gira por España, colonizando su particular mapa. Los únicos que queremos, los que se construyen con el teodolito de la cultura.

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