lunes, 27 de noviembre de 2017

384. 'La librería'



La editorial Impedimenta, con la delicadeza y buen gusto habituales, acaba de publicar la edición conmemorativa de La librería, una de las novelas más significativas de la escritora inglesa Penelope Fitzgerald (1916-2000), finalista del Booker Prize. Conviene leerse el postfacio, a cargo de Terence Dooley, albacea literario y yerno de la autora, pues su testimonio arroja algunos pormenores biográficos que redimensionan la lectura de la obra. Coincide la publicación del libro, con la excelente adaptación cinematográfica de Isabel Coixet.
La novela narra la tenacidad insobornable de Florence Green, quien adquiere una casa abandonada en Hardborough con la intención de abrir en ella la única librería de este pequeño pueblo costero. Su proyecto encontrará la sutil oposición de las fuerzas vivas del pueblo, especialmente el de la insufrible señora Gamart, una aristócrata muy pagada de sí misma, que no parece tolerar que una advenediza se arrogue la potestad de la promoción cultural en “su” feudo. Herida en su prurito de mecenazgo, que es pura impostura de cara a la galería, activará toda su influencia social y política para que el proyecto de Florence Green fracase.
Se ha dicho que la novela de Fitzgerald es un canto a los libros y a su resistencia silenciosa. Pero para mí, esta insistencia de la crítica en querer convertir esta obra en una alegoría de la literatura como trinchera, me parece que tiene más de necesidad romántica que de realidad. Por supuesto, que la cultura del libro subyace detrás de toda la trama pero La librería me parece más el duelo entre dos caracteres enfrentados –la arrogancia de la poderosa señora Gamart frente a la épica humilde y solitaria de Florence Green– que otra cosa. El alegato literario más claro –y más hermoso– de todo el libro se produce en la página 128, cuando Florence responde a una carta del abogado de Gamart donde éste le recrimina la obstrucción que produce en la carretera la aglomeración de clientes agolpados en las cristaleras de la librería, atraídos por la novedad editorial de la Lolita de Nabokov; el abogado añade que como no puede aducirse que la aglomeración responda a motivos de primera necesidad, debe actuar para evitarla. No me resisto a copiar literalmente la respuesta de la librera: “Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida y, como tal, no hay duda de que debe ser un artículo de primera necesidad”.  La alusión a Nabokov y la complicidad literaria con el gran lector Brundish, que le muestra su apoyo, completa la escasa lírica libresca, supeditada las más de las veces al litigio administrativo y a la connivencia apática de un pueblo “que no había querido tener una librería”.

La adaptación de Coixet es hermosísima. La cadencia deliciosa de su ritmo narrativo recoge a la perfección el delicado espíritu de la novela. Además, Coixet tiene la habilidad de insuflar un alma a la trama, algo que eché de menos en la a veces fría prosa de Fitzgerald. Así, Coixet carga las tintas en la relación entre Brundish y Florence, apelando –ahora sí– a un bonito homenaje al mundo de los libros o reformulando la rebeldía de Christine, la pequeña ayudante de Florence que acabará por amar los libros y que completará en un futuro la empresa frustrada de la señora Green en un final de la cinta realmente emocionante. Merece la pena, pues, experimentar el doble ejercicio de la lectura y del visionado de la película porque, en este caso, sí se puede decir que ambos géneros se completan y complementan. Tal milagro obedece, claro está, a la magia de los libros.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

383. La comedia de las mentiras



Asistir al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida es una de esas experiencias que todo amante de la literatura tendría que incluir en su lista de “teatros imprescindibles que visitar antes de morir”. Afortunadamente, años ha que visité la capital extremeña y disfruté como una auténtica romana de la calidad y de la magia que desprende ese maravilloso teatro, testigo mudo de comedias y de tragedias que actualmente siguen interesando al público. Ahora parece que los astros se han alineado a nuestro favor, pues recorre los escenarios españoles una de las comedias que más éxito ha cosechado en la reciente 63 edición del citado festival. Se trata de La comedia de las mentiras, de Pep Antón Gómez y Sergi Pompermayer quienes inspirándose en las obras de Plauto nos presentan su particular homenaje al gran comediógrafo latino. Éste cultivó fundamentalmente la fabula palliata, piezas con acción, personajes y vestimenta griegos en las que hacía uso de la contaminatio, esto es, la refundición de varias obras griegas dotándolas de su personal toque romano. Del mismo modo, este nuevo espectáculo se sitúa en Atenas, si bien la estética está inspirada en los años 60. Los dramaturgos presentan su peculiar contaminatio, aunque más bien centrándose en la tipología de los personajes plautinos que en argumentos concretos de sus comedias.
La acción gira en torno a los problemas de dos jóvenes, Hipólita y Leónidas, que para lograr el éxito amoroso recurren a la inestimable ayuda de su criado Calidoro. Éste pergeña mentiras que se van enredando con más embustes, engaños y disparates hasta lograr los objetivos de los hermanos. Es, en definitiva, una reivindicación de la mentira como salvadora del orden social.
Como ya se ha señalado, los personajes intentan ser fieles a los esquemas de Plauto, pero en ellos hay una vuelta de tuerca más que los acerca al público actual.
Calidoro, el ingenioso esclavo interpretado por Pepón Nieto, aparece caracterizado como un servicial mayordomo que, guiado por el cariño que les tiene a sus jóvenes amos, accede a ayudarlos aunque ello suponga el esfuerzo y el problema de hilar un embuste tras otro. Nieto hace gala de una gran bis cómica y lleva el peso de la representación con una naturalidad digna de elogio. Ahora bien, si los esclavos de Plauto suelen urdir sus planes con antelación, Calidoro va improvisando a medida que la acción se va embrollando. El principal personaje al que debe engañar es Cántara, la tía soltera de los jóvenes a quien su padre –un avaro comerciante- ha dejado a cargo de sus hijos. Presenta rasgos de las matronas romanas, pero predomina en ella la frustración por haber sido abandonada por su amado hace cuarenta años. No obstante, acaba cayendo en las garras del deseo y evoluciona radicalmente desde un recatamiento absoluto hasta una exaltación del carpe diem. María Barranco da vida a este personaje que intercala una reivindicación feminista en las antípodas de Plauto.
Hipólita, personaje muy alejado del catálogo plautino, es antipática, borde, dada al manejo del insulto, controladora y caprichosa.  Angy Fernández, con gran gracejo, encarna a esta joven que impone su voluntad a su querido Tíndaro, fiel enamorado de ella que se caracteriza por su platonismo, su facilidad para el desmayo y una especie de atontamiento que encaja perfectamente en el registro interpretativo del divertido Canco Rodríguez.
Leónidas, hermano de Hipólita, también lucha por su amor hacia la meretriz Gimnasia, quien ha sido vendida a otro hombre. Cegado por un ardoroso amor, la rapta y la esconde en su casa. La interpretación de Raúl Jiménez queda eclipsada por la de Marta Guerreras, que presenta a una prostituta que nos recuerda a las ninis que desfilan –tristemente- por la televisión actual. Especialmente brillante es el monólogo en el que defiende la dignidad del oficio más antiguo del mundo.
Por último, no podía faltar el personaje del miles gloriosus. Pacp Tous interpreta a Degollus, militar que ha pagado por Gimnasia. Se presenta en casa de Cántara  reclamando su compra, mas toda su cólera desaparece cuando descubre que la solterona tía es su amor de antaño. A partir de ahí, se transforma en un inmaduro que confiesa haber huido por miedo al compromiso.
Todo ello salpicado de juegos de palabras, picardías, equívocos, chistes, hijos perdidos, canciones, piratas, poemas de Safo y mentiras, muchas mentiras que encaminan la comedia hacia un desenlace feliz.

Recordemos que la principal finalidad de Plauto era hacer reír al público con asuntos extraídos de la cotidianeidad, alejados de la solemnidad de la tragedia. Pues he aquí una obra que cumple con ese primordial objetivo plautino. La risa y la carcajada están aseguradas. ¡Les prometo que no miento! 

lunes, 13 de noviembre de 2017

382. Convalecientes de cervantina



No hay vacuna ni aspirina que cure la cervantina. Ese es el estribillo con que la compañía Ron Lalá, en coproducción con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, arranca las palmas del público durante la principal pieza musical que ameniza esa primorosa producción que es Cervantina. Y es verdad que no hay antídoto. Quien esto escribe continúa aún convaleciente de esa maravillosa enfermedad, la cervantina, que se nos ha inoculado como una bendición contra la mediocridad de nuestro tiempo. Porque estar enfermo de Cervantes es mirar el mundo con lucidez, con tolerancia, con espíritu crítico y con deseos de conocimiento. El virus se contagia leyendo las obras del inmortal alcalaíno y, si la cepa hace nido, ya no hay quien se cure. Los gobiernos no quieren que derive en pandemia. ¿A qué gobierno del mundo le interesa que sus ciudadanos piensen, ponderen, denuncien?
Cervantina es un espectáculo memorable. La primera parte se detiene en algunos hitos de la vida de Cervantes. Éste dialoga con la musa inspiradora, que es una usurera que siempre pide más, una diosa caprichosa a cuya pira se deben inmolar tantos sacrificios y renuncias si se quiere recibir su pizca de iluminación. Es también una alegoría de la literatura, a quien hay que entregar la vida entera si se desea la gloria. Todo gran escritor tiene algo de Aquiles ante el profeta Calcante. Cervantes conoció esa expiación. La musa le pronostica, sin embargo, que en España será el escritor más famoso de todos los tiempos y que todo español tendrá un Quijote en su casa aunque nunca lo haya leído. Las instituciones aprovecharán la efeméride de su muerte para escudriñar en los osarios, pero sólo en los centenarios, para la foto oficial. Amarga crítica a la hipocresía intelectual y política y a la desatención de nuestra figura más señera.
Luego todo es un torbellino de ritmo trepidante que alterna diferentes momentos de las obras de Cervantes, acercando los textos clásicos con inusitada frescura, buen gusto y excelente sentido del humor. Las Novelas ejemplares, el Quijote, La Galatea, El viaje del Parnaso y algunos entremeses, entre ellos aquel que la tradición titubea en su atribución, El hospital de los podridos. La transición entre las diferentes obras se realiza con suma naturalidad. Los textos, escritos por el poeta Álvaro Tato, que hace también las veces de actor en la compañía, no chirrían en el ripio, antes al contrario, contienen lo mejor de lo elegíaco y de lo popular. Los actores interactúan con el público, –¿de qué está usted podrido? –, y el público, que está podrido de hipotecas, corruptelas, nacionalismos o del jefe, engrosa ese hospital de los podridos que quieren sanar (enfermar) de Cervantes.
Aunque la obra tiene una vocación divulgadora de la figura de don Miguel (Ron Lalá debería ser una asignatura troncal en el exiguo currículum de la Secundaria), no cae en el didactismo repulsivo de la nueva pedagogía, ese que cree que los alumnos son idiotas. Al revés, los actores respetan la inteligencia del espectador, entre los que también se hallan, no olvidemos esto, los grandes lectores de Cervantes. De tal manera que, al final, la didáctica y el homenaje calan por igual sin la erudición pedantesca y sin el sonrojante payasismo de quienes están bajando el nivel de este país.

Es difícil pasarlo mejor en un espectáculo teatral. Todo él rebosa de amor a la cultura; carcajadas, música, palmas, dicción perfecta, preciosa iluminación, interacción con el público, ritmo, sorpresa. Yo sigo enfermo pertinaz. Y no hay vacuna ni aspirina que cure la cervantina. Dadme por muerto. Es decir, por muy vivo.

lunes, 6 de noviembre de 2017

381. Diez años de 'Página Dos'



Hay costumbres domésticas que, a fuerza de repetirse, tienden a sacralizarse. Y todo acto sagrado requiere de su ritual. En mi casa, a la fórmula “¿nos hacemos un Página Dos”? le sigue todo el ceremonial correspondiente: las velas, el incienso de vainilla, la tetera y las pastitas de té. Así que, cuando empieza la música de apertura del programa, nuestro salón ya está a oscuras, el aroma del incienso se mezcla con el del roiboos pakistaní y en las paredes llenas de libros, junto a los haces de luz de la televisión, las llamas de las velas recortan dos sombras sinuosas que alargan o reducen sus siluetas al capricho cimbreante del fuego. El mito de la caverna de Platón en el salón de casa. Y, efectivamente, sentimos que hay en nosotros más verdad en esas sombras nuestras que en los cuerpos prisioneros de nuestro peso.
Junto a la sintonía del programa, desfilan, a modo de índice, las imágenes de la promesa literaria de la nueva edición. Una voz masculina murmura una melodía que nos mece en la expectativa; podría sonar perfectamente en la entrada de la grieta de la Pitia, como una antesala de las palabras, siempre oraculares, del escritor entrevistado. Antes de su definitiva epifanía, la cámara se detiene en esos espacios de la desolación que ya son una de las señas de identidad del programa: un ventanal roto, una fábrica abandonada, un solar cubierto de maleza, un grafiti solitario, la hojarasca a merced del viento, las vías del ferrocarril, un skyline de los tejados de una ciudad cualquiera. Gatos, antenas y cables eléctricos. Toda una estética desconsoladora que parece estar allí para ser redimida por la literatura. Como si la palabra necesitase de los yermos para brotar más libre y soberana. Y, después, Óscar López, el peregrino del oráculo que sabe hacer las preguntas correctas. Y el escritor interpelado, que desgrana su obra y abre caminos al lector. Escritores conocidos, mediáticos. Pero también “los otros”, los que no existen y hace tiempo han emprendido su epopeya solitaria y casi invisible: los editores independientes, los guionistas, los ilustradores, los traductores, los libreros, los outsiders de la literatura, corajinosos y coherentes con su credo más allá de los focos y la fama. “El impostor” nos descubre los entresijos íntimos de la literatura; una receta literaria nos recuerda el sabor antiguo de aquel libro que leímos –que degustamos–; Desirée de Fez hilvana fotogramas con la tinta de las novelas; otros escritores nos orientan más allá del canon; Óscar nos lleva de compras a las librerías; viajamos a los rincones geográficos de los libros y, así, estos se trascienden y están vivos en las calles y cafés, en las plazas y estaciones que habitaron sus personajes, tan reales como el caminante que los recrea en su ruta. Las efemérides resucitan a nuestros escritores, si es que alguna vez hubieron muerto y en el miniclub los ojos asombrados de dos niños explican mejor que ellos mismos el virus inoculado por la literatura, incurable y eterno, mientras sujetan el libro que acaban de leer. Ellos, custodios del futuro y supervivencia de la literatura.

Página Dos cumple una década. El tiempo pasa deprisa y se diluye como las volutas de nuestra varilla de incienso, que observo ahora, apenas una brasa extinguiéndose ya entre las cenizas de su propia consumición. La vela también va menguando y los vasos albergan los posos fríos del té. También Página Dos amarilleará sus bordes algún día. Deseamos que eso pase muy tarde; eso es, al menos, lo que se desea en los cumpleaños. Pero cuando eso ocurra, el papel de esa página dos, permanecerá en nuestro recuerdo con la prístina blancura del satinado. Porque Página Dos es todos los libros que hemos leído gracias a su amistad semanal. Y si se dice que somos los libros que hemos leído, entonces somos, también nosotros, Página Dos.