lunes, 18 de septiembre de 2017

376. Infiel



Si vas a serle infiel, hazlo con un libro

La despertó en mitad de la madrugada aquella desazón de otras noches que tan bien conocía. Cubría su cuerpo tan sólo con la camisa blanca de él, en la que había decidido enfundarse para conjurarse contra la añoranza de su ausencia. La prenda, varias tallas mayor que la suya, la vestía hasta los muslos y conservaba aún el aroma de él. Quizás hubiera sido aquel olor varonil, aquella mezcla como de cuero y naturaleza agreste, la que había agitado su sueño y había desatado aquella íntima y lúbrica turbación que ahora la desvelaba sumergiéndola en impúdicas evocaciones. Pero sabía muy bien lo que tenía que hacer.
Se deslizó desde la cama hasta el suelo y, descalza, los flecos de la camisa flanqueando sus caderas, anduvo por el pasillo hasta la habitación que hacía las veces de biblioteca en la casa. Una vez dentro, se acercó con paso reverencial hasta las estanterías y fue examinando los anaqueles con las manos cruzadas en la espalda, como una general que pasara revista a su batallón o una diosa en túnica blanca que decidiera caprichosa los destinos. A veces, se detenía ante alguno de los libros y acariciaba con los dedos su lomo un instante, apenas un roce, para luego desdeñarlo y pasar de largo. Unos pasos más adelante repitió su ritual pero, esta vez, se detuvo más tiempo en las caricias y, después, resuelta, tomó con su dedo índice la cabezada del libro y lo extrajo de la hilera.
Ya en la cama, ella se desabrochó la camisa y retiró luego, lentamente, la faja del libro y el forro que la estorbaban; después colocó el libro a horcajadas sobre su pecho semidesnudo y, tras las páginas preliminares, donde satisfizo la curiosidad del descubrimiento, se centró en el cuerpo de la obra. Pendía del libro un marcapáginas de seda rojo cosido a la tripa y algo deshilachado en su parte inferior. Mientras ella leía, boca arriba, sujetaba el libro con pulso irregular, lo que facilitaba el movimiento pendular del marcapáginas, que en su cadencia oscilante rozaba sus pezones; estos respondían enhiestos a los besos rítmicos de la tela.
No sabemos, y ella no supo tampoco, en qué momento dejó de sujetar el libro con ambas manos ni adónde fue a parar la mano que había quedado libre. Ella sólo recuerda, ahora que ha amanecido y se ha descubierto en negligente postura con el libro dormido sobre su pecho, que en un momento dado, el libro le había susurrado palabras que olían a tinta y a lignina, y que ella,  cada vez más enfervorizada por aquellas frases musitadas al oído, había pasado las páginas del libro muy deprisa, cada vez más deprisa, frenéticamente deprisa, y que hubo un momento en que ella alcanzó el colofón del libro, lo leyó ya casi sin fuerzas, las pupilas se le volvieron hacia atrás, los ojos se le quedaron en blanco y cerró el libro con tal fuerza que la tapa al cerrarse sonó como una detonación atronadora que coincidía con el último estertor de su cuerpo convulsionado.

Ahora, todavía tumbada sobre la cama, ella mira la fotografía de su esposo en la mesita de noche. Mientras lo mira, se echa un dedo a la boca, lo muerde, y sonríe, traviesa, como si pidiera perdón por la trastada cometida por una niña. Después se levanta, toma el libro y lo devuelve a su lugar en la estantería. Antes de salir de la biblioteca, le guiña un ojo y con el dedo índice colocado en sus labios como cuando se manda callar a alguien, le pide que le guarde el secreto. Después cierra la puerta de la biblioteca y el aire que produce al cerrar, agita levemente, en el libro, el ufano marcapáginas de seda rojo.

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