lunes, 25 de septiembre de 2017

377. Doblaje



Hace ya más de cuatro años que nos dejó huérfanos de su voz el gran Constantino Romero. Desde entonces, Clint Eastwood nos parece un impostor, Terminator un robot de pega y Darth Vader un pobre asmático enlutado. Y, sin embargo, todos ellos nacieron con sus  voces originales, aunque a nosotros nos parezcan las de unos extraños. Qué gran mago del ventrilocuismo cinematográfico, don Constantino Romero, capaz de conseguir que la voz doblada de Roger Moore fuera más auténtica que la que el agente 007 traía de serie en su propia predisposición genética. Qué demiúrgico poder el de insuflar, mediante el prodigio de la voz,  una vida nueva a quien ya la posee y convertirlo en otro más genuino, más cierto y verdadero, degradando al legítimo a la condición de mero avatar. Y qué duda y contradicción ontológicas nos produce escuchar eso que llaman la versión original de las películas. ¿Acaso no es auténtico y único y más Apollo Creed que nunca el que peleaba en el ring con la voz de Constantino?
También en el mundo del libro existen los dobladores, ataviados aquí con las gafas del traductor. Y aunque, sobre el papel, resultaría deseable leer los libros en su idioma original (¡cuánto nos hemos perdido al leer a Homero traducido!), hay veces que los traductores consiguen doblar las voces primigenias con un tino tal que, a buen seguro, algunas de ellas perderían galones en su primer idioma. Léanse, si no, las traducciones de Jorge Luis Borges o las excelentes de la editorial Acantilado.
Pero aquí hablamos de voces y, en último término, nosotros mismos, los lectores, somos también dobladores consumados. Cuando, en el privado ejercicio de la lectura, bisbiseamos los párrafos del narrador, o cuando reproducimos mentalmente los diálogos de los personajes, o cuando asistimos como testigos de lo hondo al inquietante monólogo interior del protagonista, en todos esos casos, somos nosotros quienes ponemos la voz, quienes ideamos un timbre, quienes modulamos los registros, quienes aplicamos el diapasón a la frecuencia que mejor nos encaja. Y es por eso que, igual que imaginamos paisajes, fisonomías y caracteres, así también fantaseamos con las voces de los libros, que ya no podrán ser nunca otras, ni siquiera las de las adaptaciones cinematográficas, aunque las doblase el mismísimo Constantino Romero. Por ese motivo nos decepcionan los actores, sus rasgos y dicciones, porque no son ya los que habíamos inventado en nuestro irrepetible e infranqueable estudio de doblaje. Algo así como cuando, a la inversa, a la voz de nuestro locutor radiofónico favorito le descubrimos una cara y se nos rompe para siempre el sortilegio. 

Pero el más radical ejercicio de doblaje que existe en el mundo es el que hacemos con nosotros mismos. La sociedad misma está llena de dobleces y de roles artificiales que desempeñar. Y en todas esas situaciones, nos doblamos para ejercer del personaje que aspiramos a ser en cada momento en nuestra existencia poliédrica. Y, sin embargo, sólo hay una única y verdadera voz interior, aquella que nos define esencialmente, que nos conmina a elevarnos por encima de las otras voces tras las que nos ocultamos. Esa voz surge del único estudio de doblaje del que no se sale nunca impune: aquel en cuya voz reconocemos nuestra autenticidad, el tuétano de nuestro ser, nuestra inexorable conciencia.

lunes, 18 de septiembre de 2017

376. Infiel



Si vas a serle infiel, hazlo con un libro

La despertó en mitad de la madrugada aquella desazón de otras noches que tan bien conocía. Cubría su cuerpo tan sólo con la camisa blanca de él, en la que había decidido enfundarse para conjurarse contra la añoranza de su ausencia. La prenda, varias tallas mayor que la suya, la vestía hasta los muslos y conservaba aún el aroma de él. Quizás hubiera sido aquel olor varonil, aquella mezcla como de cuero y naturaleza agreste, la que había agitado su sueño y había desatado aquella íntima y lúbrica turbación que ahora la desvelaba sumergiéndola en impúdicas evocaciones. Pero sabía muy bien lo que tenía que hacer.
Se deslizó desde la cama hasta el suelo y, descalza, los flecos de la camisa flanqueando sus caderas, anduvo por el pasillo hasta la habitación que hacía las veces de biblioteca en la casa. Una vez dentro, se acercó con paso reverencial hasta las estanterías y fue examinando los anaqueles con las manos cruzadas en la espalda, como una general que pasara revista a su batallón o una diosa en túnica blanca que decidiera caprichosa los destinos. A veces, se detenía ante alguno de los libros y acariciaba con los dedos su lomo un instante, apenas un roce, para luego desdeñarlo y pasar de largo. Unos pasos más adelante repitió su ritual pero, esta vez, se detuvo más tiempo en las caricias y, después, resuelta, tomó con su dedo índice la cabezada del libro y lo extrajo de la hilera.
Ya en la cama, ella se desabrochó la camisa y retiró luego, lentamente, la faja del libro y el forro que la estorbaban; después colocó el libro a horcajadas sobre su pecho semidesnudo y, tras las páginas preliminares, donde satisfizo la curiosidad del descubrimiento, se centró en el cuerpo de la obra. Pendía del libro un marcapáginas de seda rojo cosido a la tripa y algo deshilachado en su parte inferior. Mientras ella leía, boca arriba, sujetaba el libro con pulso irregular, lo que facilitaba el movimiento pendular del marcapáginas, que en su cadencia oscilante rozaba sus pezones; estos respondían enhiestos a los besos rítmicos de la tela.
No sabemos, y ella no supo tampoco, en qué momento dejó de sujetar el libro con ambas manos ni adónde fue a parar la mano que había quedado libre. Ella sólo recuerda, ahora que ha amanecido y se ha descubierto en negligente postura con el libro dormido sobre su pecho, que en un momento dado, el libro le había susurrado palabras que olían a tinta y a lignina, y que ella,  cada vez más enfervorizada por aquellas frases musitadas al oído, había pasado las páginas del libro muy deprisa, cada vez más deprisa, frenéticamente deprisa, y que hubo un momento en que ella alcanzó el colofón del libro, lo leyó ya casi sin fuerzas, las pupilas se le volvieron hacia atrás, los ojos se le quedaron en blanco y cerró el libro con tal fuerza que la tapa al cerrarse sonó como una detonación atronadora que coincidía con el último estertor de su cuerpo convulsionado.

Ahora, todavía tumbada sobre la cama, ella mira la fotografía de su esposo en la mesita de noche. Mientras lo mira, se echa un dedo a la boca, lo muerde, y sonríe, traviesa, como si pidiera perdón por la trastada cometida por una niña. Después se levanta, toma el libro y lo devuelve a su lugar en la estantería. Antes de salir de la biblioteca, le guiña un ojo y con el dedo índice colocado en sus labios como cuando se manda callar a alguien, le pide que le guarde el secreto. Después cierra la puerta de la biblioteca y el aire que produce al cerrar, agita levemente, en el libro, el ufano marcapáginas de seda rojo.

domingo, 10 de septiembre de 2017

375. Leer a Landero



Escritores noveles: abandonad toda esperanza. Después de leer a Luis Landero, cualquier cosa que escribáis os va a parecer un sucedáneo literario, la alegoría platónica de la caverna, el caviar de beluga del Mercadona, la burda estampa de vuestras aspiraciones, el Ecce Homo de Borja. Entonces, ¿es mejor no leer a Landero para no alimentar frustraciones, lastimeros ayes de impotencia, papeleras rebosantes y oleadas de suicidios? Pues todo lo contrario. Nunca ha sido tan necesario como hoy para el escritor novel (y para los no tan noveles), leer a Landero. Porque sólo leyendo a Landero y a los otros grandes maestros de la literatura, seremos capaces de ponderar nuestros propios textos y recibir nuestra buena bofetada de humildad antes de decidir dar a la imprenta aquel libro del que nos sentimos tan orgullosos y que no pasa de deplorable pasquín para el autobombo y la tonta vanidad. 
Existen muchas maneras de entender la literatura. Pero para mí hay un requisito que me parece insoslayable: la literatura entendida como arte. Nicanor Parra tituló a su décimo poemario Artefactos jugando con la etimología: los poemas estaban escritos, hechos, con arte. Igual que el pintor utiliza su paleta y el escultor su cincel para sus obras artísticas, el escritor, que es otro artista, se sirve de la palabra para crear belleza. Todo lo demás podrá considerarse literatura pero nunca pasará a los manuales, porque sólo resiste a la inquina del tiempo aquello que en su belleza perpetúa su atemporalidad y su universalidad. El resto es accidente, circunstancia, consumo, usar y tirar. Se puede comulgar o no con las novelas de Landero, con su carácter sugestivo, evocador, con su ritmo demorado, con su prosa envolvente, con su elegancia cervantina y galdosiana; hay quien dirá que prefiere la sucesión vertiginosa de lances argumentales y lo cifre todo en el imperio de la acción; no hallará eso en Landero. Pero nadie podrá negar el uso exquisito que el autor extremeño hace de la palabra, elevada a categoría artística; y todo ello sin exhibicionismos retóricos ni prurito de deslumbrar, sino, simplemente, con el reverencial respeto a la materia prima de su labor literaria: las palabras. Especialmente sus obras memorialísticas son una fiesta del verbo, delicado como sus personajes, que acuna y acaricia al lector y lo lleva en volandas merced a un formidable dominio de los resortes narrativos. Da la sensación de que Landero podría dilatar sus libros hasta el infinito sin que tuviera que pasar necesariamente nada trascendental en el argumento y que, no obstante, el lector lo seguiría sin rechistar, leal, mecido por la prosa, narcotizado por el simple devenir de las frases, instalado en el mágico estado de sucederse él mismo en el acto de la lectura, como una verdad ontológica. La palabra, con Landero, no se siente violentada, no se somete a escorzos extraños ni al artificio; fluye retroalimentada por su propia inercia, como un río de aguas calmas, literatura en estado puro. Resulta complicado acabar un libro de Landero y tomar otra lectura porque, casi siempre, uno debe asumir la renuncia a esa pureza. Podemos entretenernos con otras historias originalísimas, podemos sentirnos amarrados a las incógnitas de una trama o sentirnos retados por el juego intelectual que otro autor nos proponga, pero casi siempre sentiremos que nos falta algo, que hay un destierro cruel tras acabar las novelas de Landero y que casi todo lo que leamos después alberga unos visos de provisionalidad, como el hotel de una ciudad extranjera o el vestíbulo de un aeropuerto, meros trámites antes de volver a casa.

Así que, escritor novel, lee a Landero. Porque necesitamos que te frustres, que emitas ayes de impotencia, que colmes las papeleras de tu despacho y que, en último término, –¿por qué no? – nos hagas el favor de suicidarte. Literariamente (o no).

lunes, 4 de septiembre de 2017

374. El país de ninguna parte

Con esas palabras se refería Federico García Lorca a la Alpujarra en alguna de las ocasiones en que el poeta granadino visitara Lanjarón entre 1917 y 1935. Era costumbre familiar tomar los baños en el balneario, principalmente la madre, que hallaba en las propiedades curativas del agua alivio a sus dolencias. Lanjarón conserva la memoria de aquellas visitas en el Hotel España, donde se alojaba la familia Lorca y en sus numerosas fuentes, que mezclan los versos del agua con los de Federico. En Lanjarón se dice que el joven Lorca –apenas dieciocho años– halló su primer amor, Maria Luisa Natera, de catorce, las manos de ambos apenas rozándose sobre el teclado de un piano donde compartían su pasión por Chopin.
Desde hace ya 12 años, el Balneario de Lanjarón organiza los cursos sobre cultura y agua. Asistir a ellos es darle la razón a Federico: uno siente, efectivamente, que se encuentra en el país de ninguna parte. En una sociedad empeñada en la contumacia de las banderas, el viajero encuentra en la universalidad del agua y del conocimiento la única patria posible: el país de ninguna parte y el de todas las partes a la vez. En el curso de Lanjarón, uno puede escuchar en arameo todas las voces del agua usadas por los judíos de Al-Andalus en la Biblia. O traspasar los vórtices del tiempo para hallar el origen del agua en el universo. O conocer que el agua en Japón es mucho más que la ola de Hokusai. O que el sueño de los viajes en el tiempo es científicamente posible –ciencia y poesía de la mano, ¿acaso estuvieron alguna vez separadas?–. O caminar por Sierra Nevada, los ojos peregrinos sobre los trazos sorollescos del artista. O bucear por la historia del cine. O denunciar la degradación de nuestra España vacía (vacía de tanto). O pasear por el entorno natural de Lanjarón esmaltándola de literatura. O sentir vivo a Zorrilla. O degustar gotas de microrrelatos. O hallar en el haiku la destilación de la poesía. Y hacerlo con el cuerpo ungido por el agua salutífera del balneario, hisopos ambos, el de la cultura y el del agua para el bautismo definitivo y la promesa del recuerdo perenne.
Y, entre tanto talento, don Antonio Carvajal, agua nutricia de estos cursos, llenando con su presencia de clepsidra cada charla, cada cena, cada palabra. Y recordarlo  subido a la concha que preside la sala de fiestas, –en la concha de Venus amarrado–, flor de Gnido su verbo que enamora y perturba, narrando la famosísima historia de “La Motrilova”, figura señera del imaginario colectivo que ya está pidiendo un romance en perfectos octosílabos.
El próximo año, fíjense si les aviso con antelación, el curso versará sobre agua y superstición, como no podía ser de otra manera en su decimotercera edición. Dicen que Thomas Mann se enjuagaba las manos con agua de violetas antes de escribir. Que el agua estancada en las obras de Lorca presagia la muerte y la esterilidad. Que los griegos colocaban sendas monedas en los ojos de los cadáveres para que las almas de éstos pudieran pagarle al barquero Caronte.  Pero en Lanjarón, las palabras huelen a espliego y romero, el agua corre viva desde sus manantiales de salud y a Caronte –tan largo me lo fiáis–, lo invitamos a una buena sobredosis de agua Capuchina.