lunes, 7 de noviembre de 2016

340. Kioscos



La reciente publicación de Aquellos maravillosos kioscos (editorial EDAF) y el excelente pregón de Javier Pérez Andújar en las fiestas barcelonesas de la Mercè del pasado mes de septiembre, han removido en mí la añoranza a la que, por tendencia casi patológica, me voy entregando últimamente. Será el otoño. O más bien la constatación de que, con el paso de los años, los espacios físicos donde uno creció van adquiriendo, cada vez más, un color sepia y sólo existen ya en la topografía del recuerdo. El libro de Miguel Fernández y Juan Pedro Ferrer se suma a ese catálogo de la nostalgia facilona pero eficaz en la línea de Yo fui a EGB y se centra, sobre todo, en aquellos juguetes míticos que se podían adquirir en los kioscos, como el yoyó, las bolas locas, las ranitas, las canicas y otras bagatelas del tesoro infantil. El pregón de Pérez Andújar es aún más emotivo y evoca aquellos kioscos que colgaban de unas pinzas los tebeos y las revistas (“la lectura se tendía en los kioscos, y por eso Italo Calvino decía que había que leer tendido”); el  kiosco era entonces la memoria del pueblo, la librería del pobre.
En mi particular mitología, el primer recuerdo que tengo de un kiosco es el kiosco de Luis, en la patria chica de mi barrio de periferia, en Bonavista. Más que un kiosco, aquello parecía un agujero practicado en la pared, desde donde, envuelto en periódicos, revistas y mil cachivaches, emergía la pequeña figura de Luis, como la epifanía de algún dios venerable surgida de aquel altarcillo sagrado, perfumado con el sahumerio de la tinta y las chucherías. Yo me apostaba bajo el ventanuco, en silencio, a la espera de su aparición misteriosa, y entonces él se manifestaba, fijaba sus ojos bondadosos en mí y, a continuación, sin mediar palabra, rebuscaba entre los cientos de coleccionables caducados que se hacinaban en aquella cueva de tesoros y me regalaba algunos cromos de la serie V de la Tele Indiscreta, deseando yo que, al abrir el sobrecito, me saliera el de Mike Donovan.
A mi revelación de la literatura, también contribuyó, a su manera, el kiosco de Luis. Era el tiempo de las lecturas encuadernadas en grapas, de los tebeos y fanzines, y antes que todo eso, de las novelas semanales de folletín, a las que yo ya no llegué.
Como dice Pérez Andújar, hoy los kioscos de calle, esos de toda la vida ya  “apenas venden revistas, ni periódicos, ni mucho menos libros; no muestran lo que dice la ciudad, sino que enseñan una imagen tronada de la ciudad dentro de un llavero, o decorando un cenicero. Les llaman recuerdos, pero son lo primero que se olvida en las papeleras de los hoteles”.
La palabra kiosco, del francés kiosque, –yo y mi afición a las etimologías–,  procede del turco köşk¸que significa “mirador”, y éste del persa košk, que significa “palacio”. No se me ocurren definiciones más hermosas para esos templos del ocio cabal, en cuyo atrio, más que en ningún otro sitio, se democratizó el acceso a la cultura y el placer de leer.

Entretanto, en la calle 21 del barrio de Bonavista, esquina con la calle 8, el kiosco de Luis mantiene sus persianas bajadas desde que su dueño falta. Yo, cerca ya de la cuarentena, me aposto otra vez, como el niño que fui, ante su escuálido porche, que linda con una fuente que apenas mana agua. Pero ya no se produce el sortilegio. . Los transeúntes pasan indiferentes frente a aquel almacén de sueños. En todos estos años, y son ya muchos, nadie ha adquirido el local, nadie ha edificado sobre sus humildes cimientos, que quizás escondan, todavía, alguna reliquia. Es como si hubiera, sólo en el acto de pensarlo, algo de sacrilegio y profanación.

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