domingo, 20 de noviembre de 2016

342. 'Que casi, casi vuela'



Ignoro a cuánto se pagan los espacios publicitarios en las páginas de un periódico pero a los dueños de la empresa aérea Norwegian ésta les va a salir gratis. ¡Media planaza, no se pueden quejar! Pero, oye, se lo merecen. Eso sí, espero que los noruegos se estiren un poco y, a cambio, me regalen algún vuelo en clase business a la tierra de Ibsen, que tengo la ilusión de navegar entre los fiordos y contemplar El grito de Munch. Pero no divaguemos; a lo que íbamos. A lo mejor ya conocen la noticia y apuesto a que, si les gusta la literatura, algo se les ha tenido que remover por dentro cuando han visto a Gloria Fuertes decorando la aleta trasera del Boeing 737-800 de la compañía de vuelos escandinava. No es la primera figura española que surca los cielos de esa guisa. Norwegian hizo lo propio también con Cervantes, Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano y Clara Campoamor.
Si de mí hubiera dependido, habría optado por don Quijote y Sancho, en lugar de Cervantes. A don Miguel, que en nada era vanidoso, no le habría importado sacrificarse por sus personajes, y además habríamos saldado una deuda pendiente con el bueno de Alonso Quijano que, engañado por Sancho y por aquellos imbéciles integrales que eran los duques, creyó (o no) que había hendido el firmamento a lomos del caballo Clavileño.
Por su parte, a Colón y a Elcano se les dará ahora la oportunidad de navegar otro azul. Y a Clara Campoamor, lo de encaramarse a las nubes hace justicia a la altura de su espíritu y al sueño, todavía inalcanzable, de la igualdad por la que tanto luchó.
Pero a mí quien me enternece de verdad viéndola remontar el éter es a Gloria Fuertes. Habrá que desmentirle, al fin, aquel poema donde decía algo parecido a que los muertos no andan, ni vuelan, ni flotan. ¡Vaya que si vuelan! Y cumplirá ella también, aquella vocación de altura del pajarito cautivo de su poema. ¿Se acuerdan? Aquel pajarillo encerrado en una jaula con un lacito azul, sus dos puertas, sus tres palos, su terrón de azúcar y un columpio lento. “Pero el pajarito / no estaba contento. /¡Él quería árboles! /¡él quería cuentos! /¡él quería ramas!…/ Volar bajo la lluvia, /ver a los fantasmas, /ir a las estrellas, / cantar a las ranas / y buscar amigos, /y un nido tener. / Dobló sus patitas, /rezó arrodillado / pidió al cielo suerte. / Vino el huracán, / sopló viento fuerte / y le abrió la jaula / en un periquete. / El mover sus alas / no se le olvidó. /Y aquel pajarito / feliz escapó”.
O hará bueno aquel otro poema del hombre que fue a pedir trabajo a un circo. Y el dueño del circo le preguntó al hombre que qué sabía hacer. Y éste respondió, ante la incredulidad y fastidio del jefe, que sabía hacer el pájaro. “Eso lo hace cualquiera”, le respondió. Y luego, “déjeme en paz, / tengo que hacer esta mañana / y el pobre hombre / que buscaba trabajo / salió volando por la ventana”.
Pero, sobre todo, se cumple el deseo de Gloria Fuertes de uno de mis poemas favoritos, aquel titulado “Cosas que me gustan”. En el último verso, la poeta madrileña confiesa la vocación insatisfecha de todo poeta que se precie: la de elevarse y trascender:

Me gusta
divertir a la gente haciéndola pensar.
Desayunar un poco de harina de amapola,
irme lejos y sola a buscar hormigueros, 
santiguarme si pasa un mendigo cantando,
ir por agua,
cazar cínifes, 
escribir a mi rey a la luz de la luna,
a la luz de las dos, 
meterme en mi pijama 
a la luz de las tres, 
caer como dormida 
y soñar que soy algo 
que casi, casi vuela.

lunes, 14 de noviembre de 2016

341. 'Patria'



No albergo duda alguna de que Fernando Aramburu ha escrito la novela del año en España. Pero esta apreciación se queda en mera anécdota estadística si vamos más allá y afirmamos, casi con la misma certeza, que Patria es uno de esos hitos novelescos que jalonan el orgullo de nuestra historia literaria. Patria no es sólo una obra maestra que atesora las mayores virtudes del mérito literario. Lo que la convierte en algo verdaderamente especial es, sin embargo, la capacidad de trascender su valor como artefacto artístico. Patria es una novela necesaria porque nuestra lacerante relación con  ETA necesitaba fijar sin interesadas ni tendenciosas ambigüedades eso que ahora llaman el relato de la Historia. Desde el cese de los asesinatos y con la llegada a las instituciones de los partidos proetarras –con la repugnante connivencia, por cierto, de determinadas formaciones políticas–, se corre el riesgo de que el paso del tiempo y la velada manipulación de las palabras, vayan tejiendo un relato distinto que acabe cuajando en el acervo ciudadano de las futuras generaciones. Patria deshace cualquier tipo de anfibología al respecto y se erige sin paliativos también en el símbolo de la derrota literaria de ETA. Pero Patria es una novela y no un panfleto, y es precisamente esa doble dicotomía entre su condición literaria y su valor político, social y humano, lo que hacía de su escritura un ejercicio tremendamente complejo y difícil de manejar. Todos sabemos quiénes son los asesinos y el dolor que infligieron a tantas familias, y esa desgarradora convicción tiene la fuerza de arrastrar al escritor a la tentación de escribir una historia reducida de buenos y malos que habría mermado su credibilidad como producto literario. En la novela de Aramburu se nota la obsesión del autor por evitar cualquier tipo de maniqueísmo y, por eso, todos los personajes, víctimas o victimarios, están revestidos de un relieve humano, individual, verosímil, que supera la restricción de cualquier etiqueta limitadora. Ese compromiso de honestidad literaria se mantiene durante todo el libro. Por eso, en la novela, un abertzale o un euskaldun pueden ser, a la vez, víctimas de ETA. O por eso, un etarra puede ser, a la vez, un asesino y una víctima más, también de ETA. La inclusión de estos matices en un conflicto que muchas veces se ha explicado en términos categóricos, en absoluto ejerce en menoscabo de una tesis clara, pero otorga serenidad, lucidez y verosimilitud al relato. Del mismo modo, la novela ofrece las claves del conflicto vasco sin las grandes disertaciones académicas: el nacionalismo como máquina de exclusión; la manipulación falaz de los ideólogos que salvan el pellejo a costa de la alienación de unos pocos tontos y ciegos; el adoctrinamiento velado; el miedo a la disensión y, por ende, la aniquilación de la libertad de expresión; las mentiras que esconden las grandes palabras, como patria; la importancia capital de la cultura, la educación y el espíritu crítico como salvaguardas del pensamiento único (el personaje de Gorka, hermano del etarra, se erige en adalid de esa posición); la fractura social y familiar; la tibieza y hasta complicidad de la iglesia vasca con los asesinos; pero también los abusos y torturas de la guardia civil; la vascofobia del resto de España en una injusta generalización; la necesidad del perdón y muchos más temas que no puedo abarcar en el espacio de que dispongo. Y todo ello sin el fácil patetismo en el que habría sido sencillo caer.

Algunos de los rasgos aquí mencionados, los corrobora el propio autor en un capítulo, ya casi al final del libro, donde Nerea y Xabier, los hijos del Txato, el empresario asesinado por ETA, acuden a la presentación de una novela que versa sobre el terrorismo. En esa presentación, el autor del libro (¿trasunto del propio Aramburu?) esboza lo que ha pretendido con su novela y Xabier, que está entre los asistentes escuchando, recela de los escritores que aprovechan la tragedia para hacer de ella libros y películas que vender. ¿Es Xabier el noble escrúpulo de Aramburu? Si así fuera sirva este humilde GRACIAS de un crítico literario de provincias para aliviar al autor cualquier recelo de su conciencia.  

lunes, 7 de noviembre de 2016

340. Kioscos



La reciente publicación de Aquellos maravillosos kioscos (editorial EDAF) y el excelente pregón de Javier Pérez Andújar en las fiestas barcelonesas de la Mercè del pasado mes de septiembre, han removido en mí la añoranza a la que, por tendencia casi patológica, me voy entregando últimamente. Será el otoño. O más bien la constatación de que, con el paso de los años, los espacios físicos donde uno creció van adquiriendo, cada vez más, un color sepia y sólo existen ya en la topografía del recuerdo. El libro de Miguel Fernández y Juan Pedro Ferrer se suma a ese catálogo de la nostalgia facilona pero eficaz en la línea de Yo fui a EGB y se centra, sobre todo, en aquellos juguetes míticos que se podían adquirir en los kioscos, como el yoyó, las bolas locas, las ranitas, las canicas y otras bagatelas del tesoro infantil. El pregón de Pérez Andújar es aún más emotivo y evoca aquellos kioscos que colgaban de unas pinzas los tebeos y las revistas (“la lectura se tendía en los kioscos, y por eso Italo Calvino decía que había que leer tendido”); el  kiosco era entonces la memoria del pueblo, la librería del pobre.
En mi particular mitología, el primer recuerdo que tengo de un kiosco es el kiosco de Luis, en la patria chica de mi barrio de periferia, en Bonavista. Más que un kiosco, aquello parecía un agujero practicado en la pared, desde donde, envuelto en periódicos, revistas y mil cachivaches, emergía la pequeña figura de Luis, como la epifanía de algún dios venerable surgida de aquel altarcillo sagrado, perfumado con el sahumerio de la tinta y las chucherías. Yo me apostaba bajo el ventanuco, en silencio, a la espera de su aparición misteriosa, y entonces él se manifestaba, fijaba sus ojos bondadosos en mí y, a continuación, sin mediar palabra, rebuscaba entre los cientos de coleccionables caducados que se hacinaban en aquella cueva de tesoros y me regalaba algunos cromos de la serie V de la Tele Indiscreta, deseando yo que, al abrir el sobrecito, me saliera el de Mike Donovan.
A mi revelación de la literatura, también contribuyó, a su manera, el kiosco de Luis. Era el tiempo de las lecturas encuadernadas en grapas, de los tebeos y fanzines, y antes que todo eso, de las novelas semanales de folletín, a las que yo ya no llegué.
Como dice Pérez Andújar, hoy los kioscos de calle, esos de toda la vida ya  “apenas venden revistas, ni periódicos, ni mucho menos libros; no muestran lo que dice la ciudad, sino que enseñan una imagen tronada de la ciudad dentro de un llavero, o decorando un cenicero. Les llaman recuerdos, pero son lo primero que se olvida en las papeleras de los hoteles”.
La palabra kiosco, del francés kiosque, –yo y mi afición a las etimologías–,  procede del turco köşk¸que significa “mirador”, y éste del persa košk, que significa “palacio”. No se me ocurren definiciones más hermosas para esos templos del ocio cabal, en cuyo atrio, más que en ningún otro sitio, se democratizó el acceso a la cultura y el placer de leer.

Entretanto, en la calle 21 del barrio de Bonavista, esquina con la calle 8, el kiosco de Luis mantiene sus persianas bajadas desde que su dueño falta. Yo, cerca ya de la cuarentena, me aposto otra vez, como el niño que fui, ante su escuálido porche, que linda con una fuente que apenas mana agua. Pero ya no se produce el sortilegio. . Los transeúntes pasan indiferentes frente a aquel almacén de sueños. En todos estos años, y son ya muchos, nadie ha adquirido el local, nadie ha edificado sobre sus humildes cimientos, que quizás escondan, todavía, alguna reliquia. Es como si hubiera, sólo en el acto de pensarlo, algo de sacrilegio y profanación.