lunes, 31 de octubre de 2016

339. Leer un poema (II). 'A un olmo seco'


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Antonio baja angustiado las escaleras del Hôtel de l’Académie y se lanza a la calle en busca de un médico. Es 14 de julio y las gentes abarrotan París para celebrar la fiesta nacional. Entre la algazara colorista, una sombra de gris aliño indumentario se afana por hacerse entender en medio de la muchedumbre exultante. Los rostros con los que se topa abandonan momentáneamente la expresión jubilosa para detenerse en su desesperada y enojosa petición de ayuda, mas todos niegan con la cabeza, compasivos pero indiferentes, y recuperan luego la jovialidad. A Antonio le cuesta avanzar entre el gentío, París es un caleidoscopio frenético de risas, bandas de música, banderas y caras alegres, ajenos a su tormento. ¿Es posible que el mundo sea una verbena mientras Leonor vomita sangre en su habitación? A la mañana siguiente, más tranquilo, Antonio sostiene la mano de su esposa, mientras ésta reposa en un camastro de la Maison Municipale de Santé, donde se acoge a los extranjeros enfermos. Tuberculosis, informa Antonio a Francisca y a María, esposa y hermana del amigo Rubén Darío, que no ha querido visitar a la enferma a causa de su insuperable hipocondría. Mes y medio después, Antonio y Leonor han vuelto a Soria y el poeta debe abandonar su beca parisina. Los médicos recomiendan el aire puro de la meseta castellana pero el invierno soriano es riguroso. Antonio alquila una casa en el Espolón, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Mirón, en lo alto del cerro, desde donde se divisa toda la ciudad y la hoz del Duero. Todas las mañanas, Antonio empuja el carrito de Leonor, que ya no puede andar, para su toma de sol diaria. Qué distinto este paseo de aquel otro, a la ribera del Duero, cuando el poeta la seguía a distancia en ilusionado cortejo. Ahora Leonor se recorta en el carrito “afilada, fina, casi transparente […] con su tez pálida y su belleza quebradiza, y sus manos exangües y la mirada infantil, un poco asombrada, de sus ojos que miraban ya desde la profundidad de sus ojeras”. Pero Antonio no pierde la esperanza. En una carta a su madre, desahoga su sufrimiento pero lo reviste de nobleza: “siempre tenemos motivos para sufrir; pero los únicos dolores que no denigran y que llevan su consuelo en sí mismos, son los que pasamos por los demás”. Asimismo proyecta un viaje a Madrid para que el prestigioso doctor Felipe Hauser atienda a su esposa. Pero sobre todo, confía en la primavera y su milagro de vida. Como la de ese olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, del que, no obstante, con las lluvias de abril y el sol de mayo, han brotado unas pocas hojas verdes. Antonio escribe su poema el 4 de mayo de 1912. No hubo tal milagro. El 1 de agosto, a las diez de la noche, la muerte cortó la gracia de la rama verdecida en el olmo de la esperanza de Antonio Machado. Leonor es enterrada en el cementerio de El Espino. Acababa de cumplir 18 años. Momentos antes, su cuerpo recibía las exequias fúnebres en Santa María la Mayor, la misma iglesia donde casi tres años atrás había contraído matrimonio con Antonio, la novia vestida con su traje de seda negro y su velo blanco adornado con un ramo de azahar, el novio de rigurosa etiqueta, ignorantes ambos, todavía, de que, a veces, la vida se troncha antes de tiempo por el soplo inmisericorde de las sierras blancas.

martes, 25 de octubre de 2016

338. Lluvia constante



Desde hace un tiempo, recorre los escenarios españoles la primera adaptación en castellano de Lluvia constante, una obra escrita por el dramaturgo y guionista norteamericano Keith Huff, dirigida por David Serrano. Nuestros particulares Hugh Jackman y Daniel Craig son ahora Sergio Peris-Mencheta y Roberto Álamo, quienes dan vida a dos policías a los que les une un fuerte vínculo de amistad desde la infancia que se irá resquebrajando por un cúmulo de desgraciados acontecimientos.

Dani (Roberto Álamo) está obsesionado con proteger a las personas que le rodean. Así, se empecina en que su querido Rodo (Peris-Mencheta) supere su problema de alcoholismo y forme una familia. Para ello, lo acoge en su casa y no duda en ejercer de celestino, apelativo que le viene pintiparado puesto que también actúa como protector de las prostitutas que trabajan en uno de los peores barrios de la ciudad. Cual quijote trasnochado, intenta “desfacer” entuertos y lucha contra los malvados dragones –chulos- que explotan a las indefensas damiselas –prostitutas-. Este celo de protección lo conduce a serle infiel a su esposa y a tener un fuerte enfrentamiento con un proxeneta, hechos que marcarán el inicio de su declive ya que su familia será atacada en su propia casa y, como consecuencia, su hijo pequeño se debatirá entre la vida y la muerte en el hospital. A partir de este momento, la locura se apodera de Dani quien es incapaz de pensar con lucidez. Está cegado por el rencor y desea vengarse a toda costa. He aquí un ejemplo de una de las mayores ironías de la vida: conseguir el efecto contrario de lo que se pretendía con nuestros actos, a pesar de actuar de buena fe. Cada decisión de Dani tiene una consecuencia peor, de modo que acaba inmerso en un bucle de desastres y desgracias que lo alejan de la anhelada protección que desea para su familia y lo acerca cada vez más a la destrucción. ¿Es posible que él sea el elemento destructivo, la plaga que pudre todo lo que toca, la semilla que en lugar de dar vida hace brotar la desgracia? Bien pudiera afirmarse que es un héroe clásico encadenado a la fatalidad, a un fatum despiadado que le hace ver que su no existencia es la única solución para proteger a sus seres queridos.

En todo este terrible proceso Dani está acompañado por Rodo, un personaje muy interesante que intenta ayudar a su amigo y que es testigo de todos los errores que va cometiendo. Durante estos días, su amistad se va deteriorando y surgen momentos de violencia física y emocional entre ellos. Mientras el fuerte, Dani, se va debilitando; el apocado, Rodo, va fortaleciéndose cuando toma conciencia de que no encuentra su lugar en la vida porque está ocupado por su amigo. Todo lo que anhela le pertenece a Dani, por lo que la desaparición de su compañero supondrá que Rodo halle la felicidad que nunca ha conocido, a pesar de que la dicha estará teñida del inevitable dolor por el trágico final de Dani. Esta desgarradora situación que viven ambos policías va acompañada por una “lluvia constante” que únicamente cesa cuando cada personaje encuentra y asume su camino: la autodestrucción de Dani y la salvación de Rodo. Es un agua purificadora que barre lo sucio y da paso a lo limpio, a la nueva vida de Rodo con la esposa e hijos de Dani.

La originalidad del espectáculo radica en que se plantea como un juicio en el que el público es el jurado. Los personajes dialogan directamente con los espectadores y se comprometen a contar toda la verdad, a pesar de lo doloroso que les pueda resultar. Este relato está plagado de monólogos y saltos en el tiempo que le dan mucho dinamismo a la representación. Todo ello con un decorado minimalista en el que las luces recrean diferentes espacios,  puesto que lo importante es lo que se cuenta, la palabra y no lo accesorio.

La interpretación de los actores es excelente. Sin duda, el esfuerzo y el trabajo de preparación  tienen su recompensa en una actuación brillante, con fuerza y garra, que los deja extenuados cuando se acaba la función y recogen, felices y emocionados, la aprobación del público que - empapado por su genial actuación-   inunda el teatro con una lluvia constante de aplausos.



viernes, 14 de octubre de 2016

337. Etimologías (I). 'Tiquismiquis'



La palabra ‘tiquismiquis’, que usamos para referirnos a las personas que pecan de un exceso de escrúpulo, procede del latín macarrónico ‘tichi, michi’. Se trata de una deturpación del latín clásico ‘tibi, mihi’, que significa literalmente ‘para ti, para mí’. En su significado original, con ese vacilante ‘para ti, para mí’, ya se barruntaba al tocapelotas consumado en el que acabaría consolidándose el tiquismiquis canónico. Hoy, el tiquismiquis es una figura señera de la cultura ‘progre’, campeador invencible en las lides del idioma.
Hará unos cuantos años, el padre de un alumno me recriminó que obligase a su hijo a escribir el título de una obra de Gonzalo de Berceo con mayúsculas en determinadas palabras. Se trataba de los Milagros de Nuestra Señora. Aducía, ofendido, que en su familia no había más señora que su señora esposa y que no reconocía por suya a la otra Señora que yo aconsejaba escribir en mayúscula por tratarse de la Virgen María. Menos mal que entre las obras de Berceo quise prescindir aquella vez del Planto que hizo la Virgen María el día de la Pasión de su Hijo Jesucristo. Otra vez, una madre me reprochó que entre las lecturas obligatorias de aquel año apareciesen las Leyendas, de Bécquer, porque ellos eran Testigos de Jehová y tenían vedado el contacto con los fantasmas y espíritus que el luciferesco Gustavo Adolfo había gestado en su sacrílego  magín.
Hay que ir con pies de plomo con los tiquismiquis convencidos. Si al estornudo de alguien respondes cortésmente con un “Jesús”, el tiquismiquis puede poco menos que desintegrarse cual demonio aspergido de agua bendita y te reconvendrá que la próxima vez te limites a decir simplemente “salud”. Si felicitas a alguien por su santo, el tiquismiquis blandirá su orgullo ateo defendiendo tamaño ultraje. Si a un alumno le llamamos de “usted”mostrándole el respeto que merece y eliminando con el lenguaje las diferencias jerárquicas por las que tanto aboga la nueva pedagogía, el estudiante se sentirá ofendido porque lo tratas de viejo. Si se lo dices al viejo de verdad, se ofenderá aún más. Pero habrá viejos (perdón, personas de la tercera edad) a quienes el tuteo significará una falta de respeto a las canas. Si uno defiende que el género no marcado es el masculino y que, por lo tanto, es absurda esa duplicación de “ciudadanos y ciudadanas”, te tacharán de machista. Uno ya no sabe si habla español o castellano porque se use el término que se use siempre habrá algún tiquismiquis agraviado. Tampoco sabemos si vivimos en España o en un Estado plurinacional (pero “Estado” mejor con minúscula para no ofender a los antisistema): somos el único país del mundo donde el nombre de su propia nación es un problema. Si lees a Joyce eres un pedante; si a Nabokov, un pedófilo; si a Reverte, rindes servidumbre a la literatura de masas. Si comes rabo de toro, un cómplice de los asesinos toreros. Si eres vegano, eres un flipado místico. Si usas corbata eres casta. Si te dejas rastas, un piojoso. Si no  das de mamar a tu bebé, una mala madre; si lo amamantas, una esclava de la sociedad patriarcal que asume su rol a costa de irritarse los pezones. Si Piqué se corta una manga, un traidor a la (P)atria; si vistes la camiseta de la (S)elección, un facha. Si invitas a una chica, otra vez un machista; si no la invitas, no eres un caballero. Si la falda corta, carne de esquina. Si larga, una monja. Si me quieres, un posesivo; si me amas, un cursi.

En fin, es curiosa la etimología de “tiquismiquis”. La usamos por aquello de la corrupción del latín macarrónico. Pero, sobre todo, porque en aquellos tiempos, el latín todavía no tenía la palabra “gilipollas”. Con perdón.

lunes, 10 de octubre de 2016

336. 'El azar y viceversa'



No sé si a estas alturas, cuando el libro de Benítez Reyes alcanza ya la segunda edición y ha sido comentado en los principales medios de comunicación por el entusiasta criterio de los más renombrados críticos y escritores, no sé, digo, si convendrá insistir de nuevo en los evidentes paralelismos que la obra atesora respecto al género picaresco en general y al Lazarillo de Tormes en particular. Podemos ponernos profesorales y academicistas y decir que Antonio, su personaje, es, como Lázaro, un chiquillo de baja extracción social, huérfano de padre, y cuya madre debe salir adelante no siempre de la mejor manera; que Antonio, como Lázaro, trabaja para muchos amos, –incluido el ciego de rigor–, aunque durante los años de la segunda mitad del XX se les llame eufemísticamente jefes, y que esta circunstancia permite el desfile de los tipos más variopintos y sugestivos, desde los que suscitan una dulce ternura hasta los mezquinos y despreciables; que la novela, como el Lazarillo, es itinerante en el espacio y en el tiempo, lo que proporciona un rico friso social y político que no sólo aspira al costumbrismo colorista sino a la denuncia acerada. Si siguiéramos con el cotejo, hallaríamos emparentados también los pensamientos de Antonio con aquellas reflexiones sentenciosas de Lázaro, que en su sencillez y abrumador sentido común, ya las quisiera un Sem Tob para su colección de proverbios. Se podría, en fin, continuar con la comparación, y decir que en El azar y viceversa hay, como en el Lazarillo un “caso”, aunque mucho más lacerante que el que trataba de justificar Lázaro, y también hay un “vuestra merced”, aunque aquí se le llame de “usted” y su alcurnia no esté en el título nobiliario. Y hasta el humor, hábilmente dosificado, comparte carcajada con la novela picaresca del siglo XVI.
Todo ese ejercicio de literatura comparada es muy plausible, pero siendo ciertas cada una de sus premisas, El azar y viceversa entronca con el Lazarillo, sobre todo, en que al igual que en éste, su protagonista aspira también a convertirse él mismo en un personaje clásico de nuestra literatura. Y creo que en esta aseveración hay más justicia y verdad literaria que en todo el aparato de concomitancias y supuestos homenajes a la obra anónima que pretendan hallarse desde el púlpito académico. El personaje de Antonio rebosa autenticidad y humildad. Es un ser, a la vez, asombrado y extrañado del mundo que habita que, aunque hostil, no le impide mantener un código de principios que evitan su envilecimiento. A ratos desata nuestra compasión, pues Antonio es un ser herido por el desamparo, y hasta algunos de los personajes más entrañables a los que sirve, aunque con entidad propia, parecen tocados por el aura contagiosa de nuestro personaje.
La novela esconde, además, un pesimismo filosófico que parte ya del mismo título. Porque, ¿qué es el viceversa del azar sino el determinismo existencial? Los avatares cambiantes del personaje, auspiciados por el capricho de la fortuna, se antojan al final meros juegos de un demiurgo que lo tenía todo planificado de antemano: es el reverso del azar. Ese pesimismo da lugar a los momentos más hermosos y líricos de la novela que tachonan, como bellas treguas dentro del torrente narrativo (a veces excesivamente desbordante y presuroso) el tejido argumental.

Felipe Benítez Reyes ha escrito ese tipo de novela que Julio Llamazares llama “las novelas del poso”. Quizás con el tiempo olvidemos los pormenores de su argumento, tan innúmero en peripencias y lances, y a algunos de sus incontables personajes, pero quedará el sedimento perpetuo de su lectura que es el mejor halago que puede recibir una novela. Que es, en definitiva, lo que convierte a una obra en clásica.

sábado, 1 de octubre de 2016

335. La lección de Henry James



Creo haber citado ya en alguna ocasión las palabras de Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas cuando decía que la condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] –dice Sabato– tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada importante”.  De tan radical aseveración se infiere la incompatibilidad existente entre la labor creativa y la vida misma con sus inevitables obligaciones cotidianas, que lastrarían al escritor en su vocación. Claro que, siempre se podrá argüir, como hace la señorita Fancourt en La lección del maestro, de Henry James, que el arte, cuando es verdadero, es  “la más intensa forma de vida”, pero la sentencia, aunque está bien en su vertiente romántica, no soluciona el prosaico, aunque perentorio, problema de la vida práctica. Ya cada vez es menos frecuente tener en casa a una Zenobia Camprubí que exonere a su marido de las tareas domésticas o que incluso, como la mujer de Juan Ramón, se encargue de la administración burocrática del hogar. Esa mujer generosa y abnegada ya no existe porque, afortunadamente, ellas también tienen sus propios planes para realizarse en la vida, incluido el de la propia escritura, aunque la sociedad patriarcal todavía impone sobre ellas determinados roles que dificultan su crecimiento personal. Si para un hombre de hoy en día es difícil delegar en otros las tareas meramente mecánicas para centrarse en exclusividad en la literatura, no quiero ni imaginar los obstáculos que entrañarán para una mujer escritora los cometidos que la sociedad aún le otorga injustamente sólo a su sexo, como las tareas del hogar o la maternidad. En cualquier caso, si queremos seguir la máxima de Sabato y escribir una obra maestra, sea uno hombre o mujer, ya no bastará con tener el talento para poder acometer tamaña empresa, sino que, además, habrá que ser millonario o habrá que buscarse a una Carmen Balcells para desentenderse totalmente de toda la rémora de la servidumbre cotidiana. Porque, amigos escritores, aspirantes a la obra cumbre de la literatura contemporánea, todo eso está muy bien pero uno tiene que comer, vestirse y pagar hipotecas. Y, en todo caso, habría que valorar hasta qué punto compensa el sacrificio que nos exige Sabato y si el arte debe ir contra la vida. En La lección del maestro, Henry Saint George, afamado escritor que disfruta de las mieles de su prestigio, le confiesa a Paul Overt, notable escritor novel encandilado por el magisterio de aquél, que detrás de la aureola de gran creador que le corona, hay un escritor frustrado que ha sido incapaz de escribir la obra soñada, debido a los imperativos de la vida familiar y social. E insta al joven Overt a no caer en el mismo error si desea escribir algo realmente imperecedero. Éste, que se ha enamorado de la señorita Fancourt, sigue su consejo y detiene el recién iniciado cortejo de la dama para marcharse sin decir nada a nadie a un retiro a Suiza, donde comienza a escribir fervorosamente. A su regreso a Londres, Saint George ha quedado viudo, noticia cuya naturaleza luctuosa entraña, sin embargo, la posibilidad de que Saint George pueda centrarse, ya sin ataduras afectivas, en aquella obra ideal que anhela. Pero, cuál es su sorpresa, cuando Overt se entera de que su admirado escritor va a casarse con la señorita Fancourt. Al sentirse burlado, Overt, que ha escrito una novela excelente pero no una obra maestra, se distancia de Saint George, y vivirá el resto de su vida con la zozobra de que éste sí escriba, a pesar de todo –y casado–, la gran obra a la que aspira. Quizás Henry James, solterón empedernido,  del que este año se cumplen 100 años de su muerte, nos adelantó con esta pequeña novela corta su gran lección: que, pese a todo, el arte no debiera desasirnos nunca de la vida. Porque sólo tenemos una. Y porque aquella otra inmortal de la fama, que predicara Jorge Manrique, no nos la garantiza el libro que anhelamos. Y, en todo caso, no estaremos aquí para comprobarlo.