lunes, 29 de agosto de 2016

333. El señor Cayo



Miguel Delibes publicó El disputado voto del señor Cayo en 1978, un año después de las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco. Quizás por ello, el libro recibió una “acogida calurosa”, como el mismo autor reconoce en una nota a la edición de sus Obras Completas. Sin embargo, esa misma valoración podría aplicarse a la novela cada vez que se celebran nuevos comicios, pues la distancia entre las necesidades de la ciudadanía y el vacuo mensaje político, denunciada en el libro, sigue pareciendo insalvable después de trece (o catorce) procesos electorales.
¡Qué envidia nos suscita el señor Cayo! El señor Cayo es vecino de uno de los tantos pueblos abandonados del norte de Castilla. Vive de lo que la tierra le ofrece; él mismo fabrica su miel, cultiva su huerto, elabora sus propios quesos, se alimenta de la carne de sus animales, bebe agua fresca del río y cura las enfermedades con las propiedades que le regalan hierbas y flores. 

"–Joder! [dice Rafa, uno de los militantes del partido político que ha venido a convencer al señor Cayo]. En este pueblo todo sirve para algo. 
Natural –replicó el señor Cayo reanudando la marcha–: Todo lo que está, sirve. Para eso está, ¿no?”

A este anciano autosuficiente, cuyo hablar reposado demuestra cuán alejado está de la tiranía de la urgencia y de las tontas necesidades que se ha creado el urbanita, vienen a persuadirlo de la oportunidad que tiene de cambiar, a mejor, su vida: 

Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir el proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil”
Y “el señor Cayo, [que] le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada, dijo tímidamente: 
Pero yo no soy pobre. "

Al señor Cayo los políticos no le sirven para nada. El diputado Víctor lo ve claro hacia el final del libro y se replantea incluso la utilidad de su vocación y de todos sus principios: “Hemos ido a redimir al redentor”, dice en su lúcida borrachera. Y critica el prurito de superioridad cultural que se arrogan las nuevas generaciones: “¿De veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor del saúco?”. En esa reflexión palpita la conciencia de la aculturación con que el sistema desea imponerse sobre ese mundo ya periclitado, pero lleno de sabiduría y verdad, que representa la simbólica figura del señor Cayo.

El sainete político al que estamos asistiendo estos últimos días da buena cuenta de una situación aún peor que la que denunciaba Delibes en su libro: los políticos ya ni siquiera piden el voto a los ciudadanos, se lo piden a sí mismos, en una suerte de endogamia vergonzante que aún nos aleja más de su insoportable inoperancia e ineptitud. El problema de los políticos de hoy es que les falta altura en todo, en lo intelectual y en lo moral. Quién fuera el señor Cayo y pudiera uno refugiarse en la soledad de los cerros y de los valles, lejos de tanta estupidez y mandarlos a todos a tomar por saco con un gráfico y sonoro y contundente y terapéutico corte de mangas.

lunes, 15 de agosto de 2016

332. Amor y Sintaxis



En los tiempos que corren, si un sujeto cualquiera quisiera encontrar el amor de su vida –su complemento directo–, ya no le bastaría con ser paciente. Hoy se quiere todo, y se quiere aquí y ahora; por eso, las elecciones amorosas suelen ser fallidas por lo que tienen de precipitadas. Los sujetos se enamoran de cualquiera con tal de decir que están enamorados, aunque no lo estén. Se han sustituido los complementos directos por los complementos circunstanciales, los del aquí te pillo aquí te mato, los de quita y pon. El que dice estar enamorado, está, en realidad, en modo copulativo y sólo busca en el otro  unos buenos atributos; un buen complemento agente que sepa cumplir en la cama; alguien que se cuide, que vaya al gimnasio y que esté delgado porque toma sus complementos de régimen moral (que no se avergüence de, que no se arrepienta de, que no se comprometa a, que no pregunte por, que no piense en). Hay quien, no hallando a su complemento, se consuela con alguna página porno en Internet, un complemento indirecto de los que se miran pero no se tocan, y pasan olímpicamente de los complementos predicativos de los curas, de los psicólogos y de los padres.


Como Bécquer, sé que voy contra mi interés al confesarlo, pero hace ya tiempo que me acecha una crisis de fe gramatical. Recuerdo que un día, mientras analizaba una oración con mis alumnos en el instituto, al mismo tiempo, en Atenas estaba ardiendo la Plaza Sintagma. Aquella gente hacía, fuera del aula, la revolución, cansada de conjugar sus almas en voz pasiva, y esas personas llenaban una plaza que se llamaba igual que las cajitas o los diagramas sintácticos que pintaba –tiza domesticada–, sobre la pizarra. Esas cajitas domeñaban el idioma y les ponían etiquetas a los te quieros, a los estamos hartos, a los nos sentimos perdidos de mis estudiantes. Mientras la palabra, allí fuera, se hacía viva en las gargantas de aquellos hombres de la plaza, mientras emocionaban en un poema, mientras daban consuelo a algún desdichado, mientras confesaban un amor, mientras lo correspondían, mientras perdonaban, mientras educaban e instruían, mientras todo eso hacían las palabras en el mundo de ahí fuera, nosotros, entre aquellas cuatro paredes, estábamos poniéndoles cajitas –aprisionándolas–, aplicando el bisturí de la gramática, realizando taxonomías del lenguaje del mismo modo que un entomólogo anotaría el nombre científico de la mariposa que tiene clavada con una chincheta, reseca ya y apelmazada, sobre el expositor –el cementerio– de corcho. “Pido la paz y la palabra”, decía Blas de Otero, pero no para el metalenguaje sino para la vida misma. Los pronombres recíprocos deben hablar de la solidaridad entre los hombres, y los vocativos son el olifante que los reúne, y las raíces léxicas se hicieron para que arraigase en los corazones el amor universal; el pretérito imperfecto debe quedar atrás para construir el futuro perfecto, un mundo sin determinantes posesivos ni modos imperativos ni subordinados sustantivos. Un mundo donde la palabra no sea diseccionada sino donde ella misma diseccione el mundo. Un mundo donde mis alumnos puedan desperezarse de una vez por todas de la superficialidad que los circunda, de la mediocridad que los lacera, de la estupidez que los aborrega, de la afasia crítica que los esclaviza. Un mundo, en definitiva, donde aspiren a algo más que a seguir siendo sujetos elípticos, sujetos omitidos. Sujetos elididos. 

domingo, 7 de agosto de 2016

331. Leer un poema (I). Una jarcha



Como se sabe, las jarchas son breves composiciones anónimas y orales cantadas en lengua mozárabe (mezcla de castellano primitivo y árabe) por la población hispánica que habitaba Al-Andalus durante el dominio musulmán. Dado su carácter oral, que hoy conservemos ejemplos de estas canciones obedece, como casi siempre, a esas coyunturas milagrosas que nos regala la historia de la Literatura cada cierto tiempo. Se cree que un poeta cordobés, nacido en Cabra entre los siglos IX y X, llamado Muqaddan Ibn Muafa, puso de moda entre los poetas cultos el cultivo de la moaxaja, composición limitada en su origen al contexto andalusí y escrita en árabe. Su carácter estrófico con versos de vuelta la separaba de las largas tiradas monorrimas de la qasida clásica. Los puristas, pues, abominarían del invento, pero a nosotros nos obsequiaron con el impagable prodigio de salvar del olvido a las jarchas mozárabes, pues la peculiaridad de la moaxaja es que toda ella está pensada para colocar en su remate la jarcha que le preexistía. De hecho, los versos de vuelta de la moaxaja riman con la propia jarcha. O dicho de otro modo, la moaxaja es la glosa de la jarcha. Así, se podría considerar a los moaxajistas, los primeros recopiladores de la literatura oral hispánica. Sin su concurso, no conoceríamos hoy la primera manifestación de nuestra lírica. Probablemente no pudieron sustraerse a la hermosura de aquellas canciones que entonaba el pueblo invadido y se vieron en la necesidad de fijarlas por escrito de algún modo. La calidad en el engaste de la moaxaja con la jarcha, demuestra en cada caso la pericia del moaxajista, que unas veces parece natural, en otras se ven demasiado claros los puntos de sutura y en otros casos apenas tienen que ver la una con la otra. Por supuesto, al fijar la jarcha, sólo se hizo con una de las tantas versiones que debieron de circular de cada una de ellas, pues su naturaleza oral hace previsible su vida en variantes. De hecho, hay moaxajas de autores distintos y de épocas distintas que contienen la misma jarcha con alguna pequeña diferencia. El descubrimiento de las jarchas por Stern en 1948 convirtió a nuestra lírica en la más antigua de Europa.
Aunque el tema habitual de las jarchas son las lamentaciones de una mujer ante la ausencia del amado, tomando como confidentes de su dolor a la madre o a las hermanas, también las hubo de carácter erótico, como ésta que nos ocupa. La muchacha que canta esta jarcha demuestra gran elasticidad, pues es capaz de colocar las argollas que adornan sus tobillos a la altura de las orejas. El poeta árabe que seleccionó esta jarcha para su moaxaja se mantuvo en un pudoroso anonimato, quizás por la procacidad de la misma pero se antoja un buen poeta, pues su moaxaja, llena de referencias báquicas y descripciones de jardines umbríos a la luz de la luna, casa muy bien con la voluptuosidad de la jarcha de la que parte. Ésta apenas contiene palabras en romance (muy reconocible el “non t’amarey” del inicio).
El visir Al-Mu’Allim pasea por el barrio mozárabe de Sevilla. Sus ricos atuendos llaman la atención de unas lavanderas que, entre risas, cuchichean pícaramente a su paso. Una de ellas entona entonces nuestra jarcha, que el visir escucha algo azorado. Aprieta luego Al-Mu’Allim el paso, dejando atrás un coro de carcajadas mezcladas con el rumor del agua. Pero el visir ha anotado en su cabeza la canción y sonríe al evocarla. Se la cederá a su rey Al-Mu’tadid, que gusta de escribir atrevidas moaxajas.  Y en el puesto de frutos secos, ¿qué canta aquélla?: “¡Ben, ya sahhara! / Alba / q’está kon bel fogore,/ kand bene pid amore” (“¡Ven, oh hechicero! / Un alba que tiene tan hermoso fulgor, /cuando viene pide amor”). Hermosa jarcha, piensa el visir. Y decide que ésa se la queda para él y su moaxaja.

Y aunque la vendedora de frutos secos estaba pensando en su amado, a nosotros la jarcha nos evoca otra alba con hermoso fulgor: la del bellísimo amanecer de nuestra lírica, sol que brota de la tierra misma, en el balbuceo mágico del idioma castellano.