domingo, 26 de junio de 2016

328. Élites culturales



La palabra “élite” procede del francés y los franceses la pronuncian [elít], con la sílaba tónica en la “i”. Siguiendo la pronunciación etimológica, el castellano adaptó el término a la forma llana “elite” [elíte]. Pero como el vocablo circuló durante algún tiempo como extranjerismo en su forma original, élite, se extendió la pronunciación de la palabra como si fuera esdrújula, interpretando erróneamente esa tilde francesa a la manera española. Es por eso que hoy el uso de “élite” se considera correcto, aunque antietimológico.
Digo esto por si algún ilustrado, afrancesado, puntilloso, resabido o pedante me reprochara en el título de este artículo la tamaña herejía de vulnerar la fonética gala o de claudicar al humillarla a la ignorancia del vulgo. Quien en esas zarandajas repara es el mismo que le reprocha a uno no ver las películas en versión original, sobre todo si son vietnamitas o iraníes, comer palomitas en un cine, no usar los palillos con el sushi, seguir la Eurocopa de fútbol, cantar un gol en lugar de un aria de Verdi, leer a Pérez-Reverte o saltar en un concierto de Loquillo. Y se arrogan una suerte de superioridad intelectual y hasta moral con quienes hacemos todo eso, juzgándonos gente mediocre y sin sensibilidad sin tan siquiera conocernos. Populacho.
El primer error de estos paladines de la alta cultura es creer que ambos mundos son incompatibles o irreconciliables, como si uno no pudiera vibrar con su equipo de fútbol por la tarde e irse por la noche a ver una obra de teatro de Harold Pinter. Es el mismo desprecio que demostraron los estudiosos de antaño por todo lo que tuviera que ver con la literatura de corte popular, sólo por ser popular, hasta que el Romanticismo restituyó el Romancero. Pero, claro, Menéndez Pidal debió de ser un paleto.  El otro error es la generalización. Ni todos los aficionados al fútbol son los vándalos que arrojan bengalas al campo ni todos los que leen a Joyce son unos dechados de virtudes. Hemingway iba a los toros y nadie piensa que fuera por ello un depravado; es el mismo que luego era capaz de escribir El viejo y el mar
Lo peor de todo esto es que muchos de los que despotrican desde la alta atalaya de su refinamiento cultural, lo hacen por pura impostura. Las redes sociales, especialmente, se han convertido en un escaparate donde demostrar al mundo lo cultas e instruidas que son algunas personas. Aquí una cita de Séneca, a quien nunca han leído, allá una reflexión de Rousseau, a quien vieron por última vez en el COU, acullá (¿veis? Yo también sé decir “acullá”), un aforismo de Hume. Y entre perla y perla, vomitan su perfumada bilis de hombres superiores sobre el atroz envilecimiento de los que leen un best seller o van a ver el último blockbuster americano (¿veis? Yo también sé decir blockbuster y hasta cine pop corn; y encima lo veo, ¡a la hoguera conmigo!).

Los que verdaderamente pertenecen a la élite cultural, aquellos que han alcanzado, merced a su formación, pasión, sacrificio y esfuerzo, un vasto bagaje humanístico, no se dedican a juzgar a nadie porque, entre otras cosas, saben apreciar los matices y la complejidad del mundo cultural, que no está formado por compartimentos estancos, absolutos o excluyentes. Y tampoco necesitan reivindicarse en Twitter o Facebook porque no tienen complejos y su propia preparación les hace sentirse plenos. Mientras el listillo de turno continúa su cruzada contra la turba inculta que va al fútbol y la exhibe, como adalid que es, en las redes sociales, al verdadero hombre de la élite cultural no se le ve nunca por esos lares. Anda en las bibliotecas, entre libros.

domingo, 19 de junio de 2016

327. Derecho a la lentitud



Cuenta Javier Calvo en El fantasma en el libro, su excelente ensayo sobre el oficio del traductor, que desde hace algún tiempo se ha consolidado el fenómeno de la llamada “fantraducción”. Se trata de grupos organizados de fanes impacientes que, incapaces de esperar a que el libro de su autor o saga favoritos sea traducido, se dedican a repartirse los capítulos de la obra original para traducirlos y reunirlos después en diferentes plataformas de Internet, a la que acceden luego los ávidos lectores. Estas traducciones no profesionales adolecen, por supuesto, de una mala calidad literaria pero a los lectores esto no parece importarles demasiado. Les basta con conocer las generalidades del argumento para aplacar la ansiedad de su expectación.
Más allá de consideraciones legales, lo llamativo de esta moda es esa prisa desaforada, merced a la cual los lectores son capaces de inmolar los valores artísticos de la obra con tal de satisfacer su curiosidad en barbecho. Esta velocidad atroz en el consumo de los productos culturales es signo sintomático de nuestro tiempo. A la novela que se demora en una descripción, que no busca la concatenación vertiginosa de lances argumentales, que se despreocupa de la acción o la dosifica con morosidad, que busca el paladeo de la palabra o la muelle tibieza con la que mecer la experiencia lectora,  a esta novela se la aparta con desprecio y se la tacha de aburrida. Las nuevas generaciones de lectores –y las no tan nuevas– son incapaces de continuar un libro o una película si la trama de ambos no arranca ya en la primera página o en el primer fotograma. Aparte del salvaje pragmatismo de nuestra sociedad, estoy convencido de que parte de esa indisposición para el sosiego proviene de las nuevas tecnologías. La lectura de textos en la red ha favorecido la dispersión y la falta de concentración. El puntero en la pantalla es una apremiante invitación a hacer clic en el enlace palpitante de la esquina; el dedo en el ratón es una epilepsia digital; y las páginas web se superponen las unas a las otras, efímeras, en un paroxismo al más puro estilo HTML.
¿Cómo podrían soportar nuestros adolescentes de hoy, la paciencia de antaño? Cuando el correo electrónico era una carta que podía tardar semanas en llegar a su destino; cuando el casete de los juegos del Spectrum tenía que cargarse durante una hora; cuando la información se buscaba en las enciclopedias; cuando elegir una canción no se solucionaba  seleccionado una pista, sino al azar del estoico rebobinado de las cintas de cromo; cuando las fotos se revelaban; cuando había que esperar a los dieciocho para casi todo; cuando el camión marcaba su ritmo en las carreteras nacionales de un solo carril; cuando se le podía ceder la pelota al portero y éste podía cogerla con la mano y botarla varias veces y mandar al equipo hacia arriba con los brazos antes de decidirse –por fin– a sacar; cuando no había nada más largo que un verano.
En absoluto echo de menos aquellas heroicas y pacientes lentitudes. Pero quizás contribuyeron, sin quererlo, a embelesarme hoy con una puesta de sol; o con el gorrión que se posa en mi alféizar; o con la hojarasca que arremolina el viento en las aceras; o con la raya infinita del mar; o con las ondas que forma la lluvia en los charcos. Y hallar belleza en todos esos raptos que regala la vida. Educados en la lentitud también para leer a Azorín, a Gabriel Miró, a Carpentier, a Martín Gaite o a los poetas que Antonio Moreno y Josep Maria Asencio han recopilado en su preciosa antología Vida callada.

Los lectores de las “fantraducciones” ya sabrán si el malo malísimo ha conquistado al fin el mundo. No saben que fui yo quien conquistó el mundo ayer en un párrafo lento, muy lento, de Avelino Hernández.

lunes, 13 de junio de 2016

326. 'La tierra que pisamos'



Aunque presentada con intención distópica –la hegemonía de un colosal imperio del que España es sólo una colonia más–, lo cierto es que Jesús Carrasco no hace ningún esfuerzo en ocultar en su segunda novela las referencias al nazismo. No sólo los nombres de muchos personajes remiten inmediatamente a la antroponimia alemana, sino que, además, por el libro desfila todo el consabido catálogo de atrocidades con que el imaginario colectivo ha tenido que cargar dolorosamente desde que tuvimos acceso a esa documentación gráfica de la infamia. 
La vida de Eva Holman, esposa de uno de los mandos retirados del imperio, transcurre plácidamente en su casa de la colonia española en un pueblo de Extremadura. Eva vive en paz con su conciencia hasta que aparece en su huerto Leva, un nativo a los que los conquistadores tienen prohibido dar cobijo. Tras el recelo inicial, Eva acepta al intruso y va acostumbrándose a la presencia de aquel hombre misterioso que apenas articula unas pocas palabras inteligibles. Pero es en ese laconismo de Leva donde Eva vislumbra su tragedia vital, que reconstruye a duras penas a través de las anotaciones que realiza en su libreta durante cada penosa entrevista. Jesús Carrasco juega así con tres planos narrativos: la reconstrucción de Eva, que redimensiona la parquedad de Leva hasta convertirla en un relato detallado en el que Eva acaba confundiéndose con un narrador omnisciente; y la narración en primera persona de Eva, que actualiza el argumento. El desgarrador descubrimiento de Eva de la historia de su inquilino derrumba todo aquel engaño inoculado por el imperio con sus verdades indiscutidas y sus legitimaciones morales. El tema no es nuevo y entronca con la desazón de muchos alemanes, incluidos los que no vivieron aquellos años, que llevan décadas tratando de buscar la expiación de sus conciencias en la explicitación sin paños calientes de aquella barbarie y ahondando en las contradicciones identitarias que los laceran.
Al libro de Carrasco se la ha reprochado cierto grado de autocomplacencia en la morosidad de su estilo. Es probable que algo de ello haya en la novela pero esta opción estilística no es censurable en sí misma. Existe una literatura que rehuye la acción trepidante, que no busca la concatenación de lances argumentales y que arrincona la trama para detenerse en la estampa y en el paladeo de la palabra precisa. Esto puede gustar más o menos pero es una elección legítima y yo diría que hasta saludable. El problema de la novela no reside tanto en el regodeo estilístico como en su titubeo. Al Carrasco de Intemperie, con la que inevitablemente debemos comparar esta segunda novela, le reconocimos en su día una voz propia, con su desnudez retórica, su lírica del páramo, su exquisitez lingüística. El de La tierra que pisamos, en cambio, se refocila en la estampa pero por momentos parece desbordársele y entonces sujeta la brida para buscar la contención que sabe que se espera de él; aquella suerte de sobrio y directo tremendismo que se apreciaba en las vicisitudes de los protagonistas de Intemperie, corre aquí el peligro de pervertirse en la recreación morbosa de las escenas más truculentas. Carrasco lo sabe y trata de dosificar la puntada de lo escabroso pero no siempre lo consigue y, muchas veces, se notan las hilachas. Esa inseguridad estilística es el mayor defecto de la novela.

Donde sí es reconocible Carrasco es en su preciosa elegía de la tierra; en esa comunión descarnada y contradictoria entre hombre y naturaleza. Cuando uno deposita en la mesita de noche el libro de Carrasco, aquélla se mancha con el rodal de la tierra. Y el lector, una vez acabado el libro, parece que tenga que sacudirse las manos del polvo redentor de los caminos.

domingo, 5 de junio de 2016

325. 'La edad media'



Va siendo ya una feliz costumbre descubrir en cada libro publicado por la editorial Candaya sorpresas literarias que se zafan del adocenamiento con que nos lacera el mercado libresco. La frescura, originalidad y la búsqueda de otros cauces argumentales, estilísticos y expresivos están convirtiendo a Candaya en un referente de la nueva literatura, que ejerce, además, un valiente y tenaz mecenazgo sobre los escritores debutantes. Tal es el caso de La edad media, la primera novela de Leonardo Cano.
En las vísperas del reencuentro de antiguos alumnos del Bosco, el elitista colegio donde estudiaron los protagonistas, el autor contrapone las esperanzas forjadas en aquel tiempo de pupitres, plumieres y vidas por hacer, con la mediocridad y el fracaso vital en que aquéllas han parado, al alcanzarse esa imprecisa “edad media” de la treintena. Para ello, Cano se vale de tres historias cruzadas que convergen al final del libro, aunque están continuamente concerniéndose. La primera de estas historias es la de Fauró, que envía obsesivamente a Julia, a través del correo electrónico, las conversaciones de antiguos chats, que resumen, como rescoldos, la felicidad y la caída de su historia de amor; la segunda la protagoniza Moya, quien lleva una vida anodina como funcionario interino de Justicia; y, entre ambos relatos, la voz de un narrador anónimo describe las vivencias juveniles de los personajes remontándose a su época de estudiantes.
Lo primero que llama la atención de Cano es el difícil y meritorio dominio de los diferentes registros. Los chats de Fauró y Julia están diseñados con una meticulosidad digna de elogio, reproduciendo fielmente cada detalle (erratas, desconexiones, enlaces, y toda su germanía); uno cree de verdad estar asistiendo a una conversación ajena, tal es el nivel de (im)perfección y naturalidad de los diálogos; la historia de Fauró, por lo demás, está inteligentemente dosificada en el relato del paulatino desmoronamiento de su relación amorosa y de su frustración laboral. Cuando el libro, en cambio, regresa a Moya, el lenguaje se vuelve notarial, ralo, premeditadamente gris, monocorde, funcional (memorable el pasaje donde se describen los modos y usos de las grapadoras), lenguaje que comulga y refuerza la vida banal de su abúlico protagonista, anquilosado en el cieno de la burocracia, humillado por sus superiores, por las tareas mecánicas de su profesión y por el ejemplo de otros compañeros del Bosco que, a diferencia de él, sí han conseguido medrar. Nunca un estilo tan plano –conscientemente plano– llegó a ser tan eficaz. En su exasperante diapasón hay un algo a punto de estallar, como se verá. Finalmente, el tercer narrador evoca el pasado estudiantil de los personajes. Y el registro, una vez más, se adapta a su objetivo literario. El abuso inmoderado del polisíndeton confiere a estos pasajes un ritmo atropellado que no sólo consigue reproducir ese lenguaje atolondrado y a borbotones que emplean los estudiantes en sus alocuciones sino también otorgar al relato una sucesión rápida de instantáneas, de flashes, como si de un cinerama vertiginoso se tratase, que casa muy bien con el propósito evocador de estos episodios. Se trata de una evocación más canalla que nostálgica de los años 80 y Leonardo Cano se ha guardado mucho de caer en el catálogo de tópicos en el que tan fácil hubiera sido incurrir, inmersos como estamos en esta especie de revival ochentero y egebeísta que también está alcanzando a la literatura.

La ópera prima de Leonardo Cano es un sumario de renuncias, resignaciones y promesas incumplidas que el propio Moya podría inventariar en ese archivo de vidas a medio hacer que es La edad media