jueves, 24 de marzo de 2016

317. Hedda Gabler




Uno de los personajes más desconcertantes de la literatura es Hedda Gabler, creada por Ibsen. Hedda Gabler forma parte de la nómina de mujeres que luchan por sobrevivir en una sociedad hecha por y para hombres. Se rebelan ante el papel sumiso que les ha sido impuesto, no se resignan a ser meras espectadoras del teatro de su vida y aspiran a ser las protagonistas con mayúsculas. Nora Roberts, Emma Bovary, Anna Karenina… son algunos de los nombres con los que el público / lector suele empatizar con facilidad.  
Ahora bien, la hija del general Gabler suscita más desconcierto que empatía en un primer momento. Es una mujer con carácter, casada con Jorge Tesman –joven que la adora y que se desvive por cumplir los deseos de su esposa -. A priori, nada hace pensar que Hedda haya sido obligada a elegir esa vida. ¿De dónde procede, por tanto, esa angustia vital, ese inconformismo extremo? A diferencia de otras heroínas, que tienen una vida que les insatisface y sienten la necesidad imperiosa de buscar su propia felicidad, Hedda ha elegido libremente a su esposo y se deduce que ha tenido aventuras amorosas con diferentes hombres antes de comprometerse con Tesman. Parece que este joven bibliófilo representaba la mejor opción que tenía Hedda, pero ¿por qué? Es una mujer que nunca ha conocido el amor, esa “empalagosa palabra”, y su única inclinación en la vida es “aburrirse de muerte”. Únicamente siente atracción por sus pistolas, peligrosas amigas en las que halla consuelo y emoción. Evidentemente, Hedda Gabler es víctima del momento histórico en que vive, marcado por convenciones estrictas que coartan la libertad de la mujer, quien se ve relegada a la función de esposa y madre. Totalmente escandalosas le resultarían al público de 1891 las angustiosas sensaciones que experimenta Hedda al pensar en la maternidad. Ella no encaja en el rígido molde femenino, pero tampoco sabe qué hacer para ser feliz. Ni lo era siendo soltera ni lo es estando casada. La solución no está en lanzarse en brazos de otro hombre ni en abandonar a su nueva familia. El origen del problema es, por tanto, más profundo que las convenciones sociales. La hija del general es víctima de sí misma, de un hastío vital que la condena a la infelicidad y a la insatisfacción perpetuas, un spleen que la aboca a la muerte como último acto de rebeldía. Ensalza la belleza del suicidio, acto heroico según su opinión puesto que pone de manifiesto la libertad del individuo. La única forma de sentirse libre es decidiendo cuándo poner fin a su existencia y a la del hijo que alberga en su vientre. Este desenlace bien puede interpretarse como un triunfo o como una derrota que evidencia que sólo los humildes y conformistas triunfarán en la vida, mientras que los inconformistas desaparecerán ante su incapacidad para adaptarse a un mundo encorsetado por férreas normas.
En cualquier caso, no cabe duda de que Hedda Gabler es un personaje complejo. He ahí el origen de su grandeza y de su actualidad. Henrik Ibsen sigue estando vigente gracias a estos personajes femeninos tan vivos, tan llenos de aristas, tan complejos y tan fascinantes.

El drama que nos ocupa fue estrenado en Madrid en 1901 ante un público dividido entre el fervor de la élite intelectual y el recelo de los más conservadores. Actualmente, Eduardo Vasco nos ofrece una nueva visión de la obra en un espectáculo en el que Hedda cobra vida en la figura de Cayetana Guillén Cuervo, quien nos regala una interpretación bastante acertada junto al resto del reparto. La frialdad nórdica de Hedda se respira en la representación, con un decorado minimalista que cede el protagonismo a la palabra. Sin duda, la compañía Noviembre nos brinda la oportunidad de ver en escena a una de las protagonistas femeninas más inquietantes. El debate está asegurado.

miércoles, 9 de marzo de 2016

316. Carvajal, prometeo de la poesía.




Comentar un libro de Antonio Carvajal produce tanto placer como embarazo porque, junto a la fascinación que generan todo su despliegue poético y su abrumadora erudición, el sufrido reseñador se sabe pequeño y acomplejado y es consciente de que su análisis por fuerza ha de ser incompleto y hasta desatinado. Sin embargo, el gusto de leer a Carvajal bien vale la paternidad de algún error.
Ocios de la senectud. Así reza la contraportada de El fuego en mi poder (Hiperión), el último libro del poeta granadino. Y, en efecto, la obra, amén de otras cosas, es todo un divertimento en cuyo juego es Carvajal el primero que descaradamente se refocila. Al amparo de su experiencia y de su pasmoso dominio de los resortes poéticos, Carvajal malea el poema a su antojo, retoza con los metros (preciosa la balada dedicada al soneto), exhibe ostentosos e inteligentes juegos conceptuales o los enmascara, conquista la intertextualidad, escribe pero también pinta y esculpe. Se divierte.
En pocos libros de Carvajal como en éste se halla con tanta profusión la presencia del arte como elemento redentor y como inspiración. Así, si la Amazona de Écija ha salido victoriosa ante la muerte, así los versos de Carvajal se tornan también inmortales; si en un fresco de Pedro Garciarias unas flores hacia el cielo son ejemplo de “trémulos anhelos”, así los versos buscan también su trascendencia; si el azul de las acuarelas de José Guerrero conquistan las sombras, ¿no es eso acaso el poema?; si los dibujos vegetales de Paco Lagares son las ramas que ofrecen soporte “al aire que se quiere pájaro”, así los versos de Carvajal son mimbre para lo inefable. Otras veces deconstruye la obra que le inspira para adaptarla a la sencillez de sus anhelos vitales. Así, ante una exposición de Antonio Jiménez, probablemente la dedicada a su serie de grandes ríos, Carvajal le dedica una deliciosa oda al Genil y a su seco cauce, procedimiento que repite con el Lanjarón a partir del soneto CXLVIII del Cancionero de Petrarca. 
Y es que la intertextualidad es también piedra angular del libro, desde el mismo título, extraído de un verso de Lope de Vega. Ya hemos mencionado a Petrarca. Pero hay ecos machadianos en sus evocaciones del agua, gongorinos en la “Elegía catanesa” y el juego llega a su culmen en la “Soledad enésima”, que es ya un memorable fasto literario.
El paisaje es también un tema recurrente. En “Paisaje, evocación…”, Carvajal crea delicadas estampas que podrían perfectamente constituir glosas o ampliaciones de cualquier haiku japonés; y en “Herencia del paisaje”, el paisaje de su infancia está ya sólo en la memoria y en las paletas de los pintores, pero también en sus esencialidades, estas sí, perpetuas.
Además de la amistad y el amor, el poeta se preocupa también de los desahuciados por la vida o a las injusticias, como el poema dedicado a Mariana Pineda. Es insuperable la serie de tres poemas sobre los inmigrantes arribados a las costas de Sicilia, que el poeta construye como un genial palimpsesto de las Soledades gongorinas, aunque en el primero de ellos le reprocha al tardogongorismo su oscuridad cuando el tema de marras no puede (no debe) admitir paliativos retóricos.

El libro termina con el crescendo musical de su “Concerto grosso”, que es el colosal colofón de bombo y platillo grande para un libro sencillamente perfecto. 

SUGERENCIAS ARTÍSTICAS PARA ACOMPAÑAR LA LECTURA DE ALGUNOS POEMAS DE ANTONIO CARVAJAL.


Antonio Jiménez: "Nilo" (para el poema "Este río los ríos")

La "Amazona de Écija" (para el poema "Ante la Amazona de Écija")
"Chirivello" (para el poema "Himno a Dionisos")
Pedro Garciarias (para el poema "Balada en una paleta del pintor Pedro Garciarias")
José Guerrero: "Cuenca" (para el poema "Azules de acuarela")
Paco Lagares: "Rama" (para el poema "Piedra en rama")
Manuel Rodríguez: "Lorca y su obra" (para el poema "Las ausencias")

Francisco Fernández Ramírez: "Alhambra" y "El Darro" (para el poema "Herencia del paisaje")