miércoles, 28 de diciembre de 2016

346. Nunca llueve en Alicante



No se trata aquí de remedar aquella vieja canción de Albert Hammnod sustituyendo el sur de California de su título por el sudeste levantino español. Aunque la verdad es que Alicante y su contumaz sequía podrían figurar sin ningún problema en cualquier antología de canciones sobre el duro estiaje. Porque en esta ciudad, donde conviven mi exilio agridulce y la nostalgia de la lluvia de Tarragona, lo cierto es que no cae una sola gota. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con confundirnos a todos –fagocitarnos–  en su luz cegadora.
Pero resulta que esta última semana sí ha llovido en Alicante. Vaya que si ha llovido. Y alguna vez nos ha cogido esta lluvia salvífica tras la acogedora protección del aula. La lluvia para los estudiantes alicantinos no es aquella monotonía de lluvia tras los cristales que imaginara –reviviera– Antonio Machado para los niños madrileños o sorianos. Aquí la lluvia es un acontecimiento. Así que el día que llueve en Alicante, permito a mis alumnos que abandonen sus pupitres y les invito a apostarse tras los ventanales de la clase para contemplar el agua, que por aquí es poco menos que el bautismo auroral del mundo. No hay algarabía ni juego en este paréntesis de la lección. Los estudiantes observan la lluvia y apenas hablan. Algunos toman del hombro a su compañero y así, en esa posición de camaradería, admiran juntos la lluvia con reverencial silencio. Nada se oye en el aula; sólo veintitantas respiraciones contenidas y el cielo tejiendo su pespunte sobre los cristales.

Fue la lluvia la que me dio la idea. Al día siguiente traje a clase todos los libros que encontré de todos los escritores que habíamos trabajado durante el trimestre. Repartí los libros azarosamente. Los estudiantes los manoseaban, pasaban sus páginas a capricho, a veces se detenían en algún pasaje y reconocían algún texto que habíamos leído; aquellos se detenían en la solapilla o en las contraportadas y se topaban con el retrato del autor, extrayendo similitudes entre la expresión de su cara y la naturaleza de su obra en una suerte de frenología literaria; esos otros admiraban las ilustraciones que inspiraban los pasajes narrativos; más allá, un estudiante hallaba impresa una dedicatoria del autor presidiendo algún poema y se preguntaba quién sería la misteriosa destinataria, imbricando la vida en la literatura. Los libros iban y venían. Por un día la Literatura no se limitaba sólo a unos apuntes teóricos en un cuaderno de notas, escritos con aquella caligrafía de urgencia; ni las obras eran sólo un compendio de textos antologizados por el profesor en el desgarbado collage de unas frías fotocopias. Por un día, los autores tenían rostro más allá de los manuales, y los títulos no se enumeraban exentos en hileras cronológicas sino que hacían su epifanía en el atrio de sus propias portadas.

Fue la lluvia. Observando a mis alumnos aquel día, embebidos ante los ventanales frente al milagro del agua, recuerdo haber pensado que parecía la primera vez en sus vidas que vieran llover. El día que llevé todos aquellos libros al aula, el gesto de sus miradas era el mismo que ante el aguacero de la víspera. ¿Acaso los libros no son también una ventana y la literatura la fértil lluvia que espera el espíritu en barbecho?

Nunca llueve en Alicante. Pero llueve. Vaya que si llueve.

domingo, 18 de diciembre de 2016

345. 'Box8'



Hay libros que atesoran la virtud –y aquí la virtud es necesidad– de sacudirnos la muelle tibieza ante el mundo, de pellizcarnos la conciencia, de obligarnos a despertar de la anestesia voluntaria con que hemos sido inoculados, de despegarnos de un tirón  la tirita con que ocultamos torpemente la llaga que somos para dejarla así, en carne viva, palpitante en el escozor de su vergüenza. Box8: contra el silencio, obstinadamente (Fundamentos), de Marisol Sánchez Gómez, es uno de esos libros contra la alienación. El libro transita por los angostos ribazos de las escarpaduras periféricas, allí por donde la maquinaria del discurso oficial y oficioso es incapaz de hollar los caminos sin caer en el abismo. La autora da su voz, la voz de “una mujer blanca, occidental, feminista y con estudios universitarios […] que pertenece al teórico mundo de los privilegiados por raza, por cultura, y por haber nacido por pura casualidad y buena suerte, en el momento adecuado en el lugar adecuado”, a los que no la tienen, y esa voz que es grito, multiplica su eco hasta llegar a los lugares más inhóspitos de la Tierra, en los que no habríamos pensado ni una sola vez en nuestra vida, y penetra también en los intersticios más sutiles del individuo mismo, en sus contradicciones y aspiraciones frustradas.
Box8 es un libro de los márgenes. Todo en él está en la frontera de todo (magníficos los capítulos dedicados a las fronteras interiores y exteriores). Su apasionamiento no es panfletario; la defensa de los invisibles (mujeres, negros, pobres, homosexuales, presos y demás desahuciados por la sociedad patriarcal capitalista) no se realiza mediante la frase ingeniosa hecha para el eslogan o para el aplauso fácil. Bien al contrario, todo el argumentario de Marisol Sánchez se alimenta de diferentes disciplinas que convergen en su común misión, como la Sociología, la Psicología, la Antropología, la Política, la Economía, la Filosofía, la Ética o la Literatura, el cine y el arte en general. Hallamos entonces un corpus científico que legitima la necesaria radicalidad de su discurso, sin la habitual servidumbre de apelar sólo a la sensibilidad de los lectores. Porque Marisol Sánchez apela también a nuestra inteligencia y este posicionamiento ante el lector certifica una honestidad que pondera sin trucos nuestro compromiso ante las tesis defendidas. 
Particular presencia tiene el ideario feminista, catalizado en muchas ocasiones por las teorías de la pensadora y poeta Adrienne Rich (1929-2012), que se erige en la figura central del libro. Especialmente interesantes son la desmitificación del falso empoderamiento de la mujer y su necesidad de la otredad, como falacia para su afirmación vital, entre otros postulados.
Son también muy interesantes las reflexiones de la autora sobre el lenguaje. Éste aparece en el libro como una suerte de ontología, cuya naturaleza demiúrgica da cuerpo a los desheredados del mundo. Sólo existe lo que se puede nombrar y es precisamente el silencio que sobre ellos se cierne, el que perpetúa su desalojo y olvido.

El libro puede leerse también como una excelente antología miscelánea de textos científicos y literarios, labor esta, la de antóloga, que no nos sorprende si pensamos en la excelente vocación antologizadora que jalona la trayectoria editorial de la autora y cuyo último brillante exponente ha sido la publicación de 20 con 20 (Huerga y Fierro) donde se recogen las propuestas de veinte poetas españolas actuales sin sumisiones a los cánones establecidos por los gurús del cortijo literario. No podía ser de otro modo. Porque Marisol Sánchez también se mueve, como los desamparados de su libro, en los márgenes. Benditos, incómodos, disidentes márgenes.

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[Enlazo también la magnífica reseña que sobre este mismo libro ha escrito el poeta Ramón Bascuñana en su excelente blog El alma de la piel]

domingo, 11 de diciembre de 2016

344. 'La carne'



El problema de mi lectura de la nueva novela de Rosa Montero no reside tanto en el libro mismo ni en su autora, como en quien escribe ahora estas líneas. Uno se entera un día de que Rosa Montero ha publicado una novela en Alfaguara titulada nada más y nada menos que La carne, centrada en la antesala de la vejez, y recibe la noticia con el alborozo que suscita la promesa de un libro cuyo sólo título produce ya una sacudida en el lector. La carne. No me negarán que con ese pórtico crudo, directo, inclemente, descarnado, si se me permite la redundancia, fisiológico hasta el naturalismo, el lector sienta que va a enfrentarse a un texto que va a zarandear eso que ahora llaman los finolis nuestra zona de confort.
Y así es. Con un título tan sugestivo, inspirador y rebosante de potencialidad, yo me esperaba poco menos que una epopeya de la carne, la épica derrota de la piel en su decrepitud, el enseñoramiento de lo orgánico sin medias tintas, la enfermedad sin paliativos retóricos. Esperaba esa novela que nos recordara que, pese a nuestro afán de trascendencia, pese a nuestra espiritualidad específica, pese a nuestra supuesta elevación, somos eso: carne, futura podredumbre y humores en descomposición.
En lugar de todo eso, sin embargo, hallamos a una sexagenaria obsesionada por el gigoló que ha contratado para darle celos a su ex pareja.  La novela se convierte entonces en una agridulce historia de amor, algo aburguesada, salpicada de cierto humorismo de acíbar marcadamente femenino, donde la protagonista reivindica, pese a las limitaciones de su carne ya decadente, su necesidad de amar; se trata de la tragedia derivada de la oposición entre una predisposición al amor que ha permanecido intacta con el paso de los años y la realidad del cuerpo, que en su declive, no acompaña esa plenitud. 
No es, por tanto, que no subyazcan en la novela todas las expectativas que el título sugería. Detrás del enfoque edulcorado se atisba toda esa fatalidad, pero se pierde la grandeza odiseica del viaje de la carne, quizás porque la propia autora ha decidido cubrir, bajo la ternura y patetismo que nos genera su personaje, el drama latente. Sólo al final del libro, hacia la página 185, que inicia uno de los mejores capítulos de la novela, la autora parece hacer jirones ese velo tras el que se esconde el rigor de la terrible verdad.
Una de las partes más interesantes de la novela es el juego metaliterario que en ella se establece. Soledad, la protagonista, es comisaria de una exposición que organiza la Biblioteca Nacional sobre escritores malditos. El repaso por las vidas de estos escritores se engarza con los sentimientos de la propia Soledad, en un juego de espejos que enriquece la trama. Resulta también llamativa la incorporación del personaje de Rosa Montero en uno de los pasajes de la novela, en un divertimento tan legítimo como innecesario. Tan innecesario como el escuálido dietario donde la protagonista anota sus observaciones de espionaje sobre el gigoló del que está enamorada, que hubiera resultado perfectamente compatible sin el mecanismo estructural del diario, que se antoja algo forzado.

En definitiva, La carne es una novela correcta, que quizás peca en la ligereza con que aborda un tema, presumiblemente más potente y lleno de posibilidades en su hondura. La carne se deja leer, entretiene, pero se queda a medias. En lugar de su holocausto, en esta carne rozamos sólo la epidermis y la lectura cicatriza enseguida. 

domingo, 4 de diciembre de 2016

343. 'Gritos en la llovizna'



Cuando se rescatan obras primerizas de autores consagrados, se corre el riesgo de crear una falsa expectativa que busca reconocer en esos libros los albores de las virtudes literarias que hoy admiramos en sus obras de madurez. Es lo que ha sucedido con Gritos en la llovizna, del chino Yu Hua. El escritor asiático lleva desde el año 2002 cosechando diferentes reconocimientos, como el prestigioso premio James Joyce Foundation o el Grinzane Cavour con su obra ¡Vivir!, que luego fue adaptada al cine por el director Zhang Yimou y galardonada en el Festival de Cannes con el Gran Premio del Jurado. ¡Vivir! y Crónica de un vendedor, están consideradas las obras más influyentes de la década de los 90 en China (solapilla de Seix Barral, dixit). Sus libros han sido traducidos a más de 20 idiomas y hay quien habla de Yu Hua como un candidato firme al Nobel de Literatura.
Y, claro, se entiende que Seix Barral haya querido aprovechar el buen momento del autor chino, para traducir al español aquellas obras que permanecían aún inéditas en nuestro idioma. Pero es que Gritos en la llovizna es un libro de 1992, cuando Yu Hua no era todavía Yu Hua. Y querer buscar en esta opera prima los embriones literarios que dieron lugar al gigante novelista es como llenar la bañera de sal y decir que se ha bañado uno en el Mar Muerto.
Gritos en la llovizna narra las vicisitudes de tres generaciones de un clan familiar en la China rural. El libro es un anecdotario de interés muy desigual, que sólo encuentra su aliciente en esos felices hallazgos líricos, llenos de delicadeza y primorosa factura, que sólo la literatura asiática es capaz de generar. Algunos de estas historias parecen querer transmitir algún tipo de enseñanza práctica o filosófica, si bien muy atenuadas por una premeditada sugestión y, en cualquier caso, poco contundentes para un lector occidental. Muchas de las andanzas de los personajes están teñidas de un tremendismo rayante en lo escatológico, al que se contrapone la sensibilidad de Sun Guanglin, el gran protagonista de la novela, que trata de sobrevivir en un mundo rudo, brutal y primitivo y en su vorágine de instintos desatados. Resultan llamativos algunos pasajes de la novela que, si no fuera por la distancia cultural, podrían pasar por una suerte de realismo mágico, una especie de surrealismo asiático, como aquel en el que Sun Guangcai, el padre de Sun Guanglin, empeña el cadáver de su padre Sun Youyan para recibir un préstamo, o aquel otro en que el propio Sun Youyan siente un día que su alma ha abandonado el cuerpo y se retira a su cama para aguardar a la muerte.
También son reseñables el modo de vida de la sociedad patriarcal china, su autoritarismo y modelos familiares y los tabúes sexuales.
Sin embargo querer ver en la novela un testimonio de la transformación social china bajo el mandato comunista, parece algo pretencioso. El marco político aparece tangencialmente, si bien su presencia resulta latente en todo el libro como un telón de fondo siempre opresivo, amenazante y asfixiante.
También es destacable la dualidad espacial del campo y de la ciudad. Esta última aparece siempre como una especie de entelequia que sólo se atisba. El campo, en cambio, se presenta como una realidad casi ontológica que se funde con los hombres de forma primaria.

Gritos en la llovizna es, en definitiva, un libro interesante si se quiere bucear en los orígenes literarios del gran novelista chino y su lectura tiene sentido en esa visión de conjunto. Aisladamente, sin embargo, la llovizna se queda en chirimiri y los gritos en susurros…

domingo, 20 de noviembre de 2016

342. 'Que casi, casi vuela'



Ignoro a cuánto se pagan los espacios publicitarios en las páginas de un periódico pero a los dueños de la empresa aérea Norwegian ésta les va a salir gratis. ¡Media planaza, no se pueden quejar! Pero, oye, se lo merecen. Eso sí, espero que los noruegos se estiren un poco y, a cambio, me regalen algún vuelo en clase business a la tierra de Ibsen, que tengo la ilusión de navegar entre los fiordos y contemplar El grito de Munch. Pero no divaguemos; a lo que íbamos. A lo mejor ya conocen la noticia y apuesto a que, si les gusta la literatura, algo se les ha tenido que remover por dentro cuando han visto a Gloria Fuertes decorando la aleta trasera del Boeing 737-800 de la compañía de vuelos escandinava. No es la primera figura española que surca los cielos de esa guisa. Norwegian hizo lo propio también con Cervantes, Cristóbal Colón, Juan Sebastián Elcano y Clara Campoamor.
Si de mí hubiera dependido, habría optado por don Quijote y Sancho, en lugar de Cervantes. A don Miguel, que en nada era vanidoso, no le habría importado sacrificarse por sus personajes, y además habríamos saldado una deuda pendiente con el bueno de Alonso Quijano que, engañado por Sancho y por aquellos imbéciles integrales que eran los duques, creyó (o no) que había hendido el firmamento a lomos del caballo Clavileño.
Por su parte, a Colón y a Elcano se les dará ahora la oportunidad de navegar otro azul. Y a Clara Campoamor, lo de encaramarse a las nubes hace justicia a la altura de su espíritu y al sueño, todavía inalcanzable, de la igualdad por la que tanto luchó.
Pero a mí quien me enternece de verdad viéndola remontar el éter es a Gloria Fuertes. Habrá que desmentirle, al fin, aquel poema donde decía algo parecido a que los muertos no andan, ni vuelan, ni flotan. ¡Vaya que si vuelan! Y cumplirá ella también, aquella vocación de altura del pajarito cautivo de su poema. ¿Se acuerdan? Aquel pajarillo encerrado en una jaula con un lacito azul, sus dos puertas, sus tres palos, su terrón de azúcar y un columpio lento. “Pero el pajarito / no estaba contento. /¡Él quería árboles! /¡él quería cuentos! /¡él quería ramas!…/ Volar bajo la lluvia, /ver a los fantasmas, /ir a las estrellas, / cantar a las ranas / y buscar amigos, /y un nido tener. / Dobló sus patitas, /rezó arrodillado / pidió al cielo suerte. / Vino el huracán, / sopló viento fuerte / y le abrió la jaula / en un periquete. / El mover sus alas / no se le olvidó. /Y aquel pajarito / feliz escapó”.
O hará bueno aquel otro poema del hombre que fue a pedir trabajo a un circo. Y el dueño del circo le preguntó al hombre que qué sabía hacer. Y éste respondió, ante la incredulidad y fastidio del jefe, que sabía hacer el pájaro. “Eso lo hace cualquiera”, le respondió. Y luego, “déjeme en paz, / tengo que hacer esta mañana / y el pobre hombre / que buscaba trabajo / salió volando por la ventana”.
Pero, sobre todo, se cumple el deseo de Gloria Fuertes de uno de mis poemas favoritos, aquel titulado “Cosas que me gustan”. En el último verso, la poeta madrileña confiesa la vocación insatisfecha de todo poeta que se precie: la de elevarse y trascender:

Me gusta
divertir a la gente haciéndola pensar.
Desayunar un poco de harina de amapola,
irme lejos y sola a buscar hormigueros, 
santiguarme si pasa un mendigo cantando,
ir por agua,
cazar cínifes, 
escribir a mi rey a la luz de la luna,
a la luz de las dos, 
meterme en mi pijama 
a la luz de las tres, 
caer como dormida 
y soñar que soy algo 
que casi, casi vuela.

lunes, 14 de noviembre de 2016

341. 'Patria'



No albergo duda alguna de que Fernando Aramburu ha escrito la novela del año en España. Pero esta apreciación se queda en mera anécdota estadística si vamos más allá y afirmamos, casi con la misma certeza, que Patria es uno de esos hitos novelescos que jalonan el orgullo de nuestra historia literaria. Patria no es sólo una obra maestra que atesora las mayores virtudes del mérito literario. Lo que la convierte en algo verdaderamente especial es, sin embargo, la capacidad de trascender su valor como artefacto artístico. Patria es una novela necesaria porque nuestra lacerante relación con  ETA necesitaba fijar sin interesadas ni tendenciosas ambigüedades eso que ahora llaman el relato de la Historia. Desde el cese de los asesinatos y con la llegada a las instituciones de los partidos proetarras –con la repugnante connivencia, por cierto, de determinadas formaciones políticas–, se corre el riesgo de que el paso del tiempo y la velada manipulación de las palabras, vayan tejiendo un relato distinto que acabe cuajando en el acervo ciudadano de las futuras generaciones. Patria deshace cualquier tipo de anfibología al respecto y se erige sin paliativos también en el símbolo de la derrota literaria de ETA. Pero Patria es una novela y no un panfleto, y es precisamente esa doble dicotomía entre su condición literaria y su valor político, social y humano, lo que hacía de su escritura un ejercicio tremendamente complejo y difícil de manejar. Todos sabemos quiénes son los asesinos y el dolor que infligieron a tantas familias, y esa desgarradora convicción tiene la fuerza de arrastrar al escritor a la tentación de escribir una historia reducida de buenos y malos que habría mermado su credibilidad como producto literario. En la novela de Aramburu se nota la obsesión del autor por evitar cualquier tipo de maniqueísmo y, por eso, todos los personajes, víctimas o victimarios, están revestidos de un relieve humano, individual, verosímil, que supera la restricción de cualquier etiqueta limitadora. Ese compromiso de honestidad literaria se mantiene durante todo el libro. Por eso, en la novela, un abertzale o un euskaldun pueden ser, a la vez, víctimas de ETA. O por eso, un etarra puede ser, a la vez, un asesino y una víctima más, también de ETA. La inclusión de estos matices en un conflicto que muchas veces se ha explicado en términos categóricos, en absoluto ejerce en menoscabo de una tesis clara, pero otorga serenidad, lucidez y verosimilitud al relato. Del mismo modo, la novela ofrece las claves del conflicto vasco sin las grandes disertaciones académicas: el nacionalismo como máquina de exclusión; la manipulación falaz de los ideólogos que salvan el pellejo a costa de la alienación de unos pocos tontos y ciegos; el adoctrinamiento velado; el miedo a la disensión y, por ende, la aniquilación de la libertad de expresión; las mentiras que esconden las grandes palabras, como patria; la importancia capital de la cultura, la educación y el espíritu crítico como salvaguardas del pensamiento único (el personaje de Gorka, hermano del etarra, se erige en adalid de esa posición); la fractura social y familiar; la tibieza y hasta complicidad de la iglesia vasca con los asesinos; pero también los abusos y torturas de la guardia civil; la vascofobia del resto de España en una injusta generalización; la necesidad del perdón y muchos más temas que no puedo abarcar en el espacio de que dispongo. Y todo ello sin el fácil patetismo en el que habría sido sencillo caer.

Algunos de los rasgos aquí mencionados, los corrobora el propio autor en un capítulo, ya casi al final del libro, donde Nerea y Xabier, los hijos del Txato, el empresario asesinado por ETA, acuden a la presentación de una novela que versa sobre el terrorismo. En esa presentación, el autor del libro (¿trasunto del propio Aramburu?) esboza lo que ha pretendido con su novela y Xabier, que está entre los asistentes escuchando, recela de los escritores que aprovechan la tragedia para hacer de ella libros y películas que vender. ¿Es Xabier el noble escrúpulo de Aramburu? Si así fuera sirva este humilde GRACIAS de un crítico literario de provincias para aliviar al autor cualquier recelo de su conciencia.  

lunes, 7 de noviembre de 2016

340. Kioscos



La reciente publicación de Aquellos maravillosos kioscos (editorial EDAF) y el excelente pregón de Javier Pérez Andújar en las fiestas barcelonesas de la Mercè del pasado mes de septiembre, han removido en mí la añoranza a la que, por tendencia casi patológica, me voy entregando últimamente. Será el otoño. O más bien la constatación de que, con el paso de los años, los espacios físicos donde uno creció van adquiriendo, cada vez más, un color sepia y sólo existen ya en la topografía del recuerdo. El libro de Miguel Fernández y Juan Pedro Ferrer se suma a ese catálogo de la nostalgia facilona pero eficaz en la línea de Yo fui a EGB y se centra, sobre todo, en aquellos juguetes míticos que se podían adquirir en los kioscos, como el yoyó, las bolas locas, las ranitas, las canicas y otras bagatelas del tesoro infantil. El pregón de Pérez Andújar es aún más emotivo y evoca aquellos kioscos que colgaban de unas pinzas los tebeos y las revistas (“la lectura se tendía en los kioscos, y por eso Italo Calvino decía que había que leer tendido”); el  kiosco era entonces la memoria del pueblo, la librería del pobre.
En mi particular mitología, el primer recuerdo que tengo de un kiosco es el kiosco de Luis, en la patria chica de mi barrio de periferia, en Bonavista. Más que un kiosco, aquello parecía un agujero practicado en la pared, desde donde, envuelto en periódicos, revistas y mil cachivaches, emergía la pequeña figura de Luis, como la epifanía de algún dios venerable surgida de aquel altarcillo sagrado, perfumado con el sahumerio de la tinta y las chucherías. Yo me apostaba bajo el ventanuco, en silencio, a la espera de su aparición misteriosa, y entonces él se manifestaba, fijaba sus ojos bondadosos en mí y, a continuación, sin mediar palabra, rebuscaba entre los cientos de coleccionables caducados que se hacinaban en aquella cueva de tesoros y me regalaba algunos cromos de la serie V de la Tele Indiscreta, deseando yo que, al abrir el sobrecito, me saliera el de Mike Donovan.
A mi revelación de la literatura, también contribuyó, a su manera, el kiosco de Luis. Era el tiempo de las lecturas encuadernadas en grapas, de los tebeos y fanzines, y antes que todo eso, de las novelas semanales de folletín, a las que yo ya no llegué.
Como dice Pérez Andújar, hoy los kioscos de calle, esos de toda la vida ya  “apenas venden revistas, ni periódicos, ni mucho menos libros; no muestran lo que dice la ciudad, sino que enseñan una imagen tronada de la ciudad dentro de un llavero, o decorando un cenicero. Les llaman recuerdos, pero son lo primero que se olvida en las papeleras de los hoteles”.
La palabra kiosco, del francés kiosque, –yo y mi afición a las etimologías–,  procede del turco köşk¸que significa “mirador”, y éste del persa košk, que significa “palacio”. No se me ocurren definiciones más hermosas para esos templos del ocio cabal, en cuyo atrio, más que en ningún otro sitio, se democratizó el acceso a la cultura y el placer de leer.

Entretanto, en la calle 21 del barrio de Bonavista, esquina con la calle 8, el kiosco de Luis mantiene sus persianas bajadas desde que su dueño falta. Yo, cerca ya de la cuarentena, me aposto otra vez, como el niño que fui, ante su escuálido porche, que linda con una fuente que apenas mana agua. Pero ya no se produce el sortilegio. . Los transeúntes pasan indiferentes frente a aquel almacén de sueños. En todos estos años, y son ya muchos, nadie ha adquirido el local, nadie ha edificado sobre sus humildes cimientos, que quizás escondan, todavía, alguna reliquia. Es como si hubiera, sólo en el acto de pensarlo, algo de sacrilegio y profanación.

lunes, 31 de octubre de 2016

339. Leer un poema (II). 'A un olmo seco'


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Antonio baja angustiado las escaleras del Hôtel de l’Académie y se lanza a la calle en busca de un médico. Es 14 de julio y las gentes abarrotan París para celebrar la fiesta nacional. Entre la algazara colorista, una sombra de gris aliño indumentario se afana por hacerse entender en medio de la muchedumbre exultante. Los rostros con los que se topa abandonan momentáneamente la expresión jubilosa para detenerse en su desesperada y enojosa petición de ayuda, mas todos niegan con la cabeza, compasivos pero indiferentes, y recuperan luego la jovialidad. A Antonio le cuesta avanzar entre el gentío, París es un caleidoscopio frenético de risas, bandas de música, banderas y caras alegres, ajenos a su tormento. ¿Es posible que el mundo sea una verbena mientras Leonor vomita sangre en su habitación? A la mañana siguiente, más tranquilo, Antonio sostiene la mano de su esposa, mientras ésta reposa en un camastro de la Maison Municipale de Santé, donde se acoge a los extranjeros enfermos. Tuberculosis, informa Antonio a Francisca y a María, esposa y hermana del amigo Rubén Darío, que no ha querido visitar a la enferma a causa de su insuperable hipocondría. Mes y medio después, Antonio y Leonor han vuelto a Soria y el poeta debe abandonar su beca parisina. Los médicos recomiendan el aire puro de la meseta castellana pero el invierno soriano es riguroso. Antonio alquila una casa en el Espolón, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Mirón, en lo alto del cerro, desde donde se divisa toda la ciudad y la hoz del Duero. Todas las mañanas, Antonio empuja el carrito de Leonor, que ya no puede andar, para su toma de sol diaria. Qué distinto este paseo de aquel otro, a la ribera del Duero, cuando el poeta la seguía a distancia en ilusionado cortejo. Ahora Leonor se recorta en el carrito “afilada, fina, casi transparente […] con su tez pálida y su belleza quebradiza, y sus manos exangües y la mirada infantil, un poco asombrada, de sus ojos que miraban ya desde la profundidad de sus ojeras”. Pero Antonio no pierde la esperanza. En una carta a su madre, desahoga su sufrimiento pero lo reviste de nobleza: “siempre tenemos motivos para sufrir; pero los únicos dolores que no denigran y que llevan su consuelo en sí mismos, son los que pasamos por los demás”. Asimismo proyecta un viaje a Madrid para que el prestigioso doctor Felipe Hauser atienda a su esposa. Pero sobre todo, confía en la primavera y su milagro de vida. Como la de ese olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, del que, no obstante, con las lluvias de abril y el sol de mayo, han brotado unas pocas hojas verdes. Antonio escribe su poema el 4 de mayo de 1912. No hubo tal milagro. El 1 de agosto, a las diez de la noche, la muerte cortó la gracia de la rama verdecida en el olmo de la esperanza de Antonio Machado. Leonor es enterrada en el cementerio de El Espino. Acababa de cumplir 18 años. Momentos antes, su cuerpo recibía las exequias fúnebres en Santa María la Mayor, la misma iglesia donde casi tres años atrás había contraído matrimonio con Antonio, la novia vestida con su traje de seda negro y su velo blanco adornado con un ramo de azahar, el novio de rigurosa etiqueta, ignorantes ambos, todavía, de que, a veces, la vida se troncha antes de tiempo por el soplo inmisericorde de las sierras blancas.

martes, 25 de octubre de 2016

338. Lluvia constante



Desde hace un tiempo, recorre los escenarios españoles la primera adaptación en castellano de Lluvia constante, una obra escrita por el dramaturgo y guionista norteamericano Keith Huff, dirigida por David Serrano. Nuestros particulares Hugh Jackman y Daniel Craig son ahora Sergio Peris-Mencheta y Roberto Álamo, quienes dan vida a dos policías a los que les une un fuerte vínculo de amistad desde la infancia que se irá resquebrajando por un cúmulo de desgraciados acontecimientos.

Dani (Roberto Álamo) está obsesionado con proteger a las personas que le rodean. Así, se empecina en que su querido Rodo (Peris-Mencheta) supere su problema de alcoholismo y forme una familia. Para ello, lo acoge en su casa y no duda en ejercer de celestino, apelativo que le viene pintiparado puesto que también actúa como protector de las prostitutas que trabajan en uno de los peores barrios de la ciudad. Cual quijote trasnochado, intenta “desfacer” entuertos y lucha contra los malvados dragones –chulos- que explotan a las indefensas damiselas –prostitutas-. Este celo de protección lo conduce a serle infiel a su esposa y a tener un fuerte enfrentamiento con un proxeneta, hechos que marcarán el inicio de su declive ya que su familia será atacada en su propia casa y, como consecuencia, su hijo pequeño se debatirá entre la vida y la muerte en el hospital. A partir de este momento, la locura se apodera de Dani quien es incapaz de pensar con lucidez. Está cegado por el rencor y desea vengarse a toda costa. He aquí un ejemplo de una de las mayores ironías de la vida: conseguir el efecto contrario de lo que se pretendía con nuestros actos, a pesar de actuar de buena fe. Cada decisión de Dani tiene una consecuencia peor, de modo que acaba inmerso en un bucle de desastres y desgracias que lo alejan de la anhelada protección que desea para su familia y lo acerca cada vez más a la destrucción. ¿Es posible que él sea el elemento destructivo, la plaga que pudre todo lo que toca, la semilla que en lugar de dar vida hace brotar la desgracia? Bien pudiera afirmarse que es un héroe clásico encadenado a la fatalidad, a un fatum despiadado que le hace ver que su no existencia es la única solución para proteger a sus seres queridos.

En todo este terrible proceso Dani está acompañado por Rodo, un personaje muy interesante que intenta ayudar a su amigo y que es testigo de todos los errores que va cometiendo. Durante estos días, su amistad se va deteriorando y surgen momentos de violencia física y emocional entre ellos. Mientras el fuerte, Dani, se va debilitando; el apocado, Rodo, va fortaleciéndose cuando toma conciencia de que no encuentra su lugar en la vida porque está ocupado por su amigo. Todo lo que anhela le pertenece a Dani, por lo que la desaparición de su compañero supondrá que Rodo halle la felicidad que nunca ha conocido, a pesar de que la dicha estará teñida del inevitable dolor por el trágico final de Dani. Esta desgarradora situación que viven ambos policías va acompañada por una “lluvia constante” que únicamente cesa cuando cada personaje encuentra y asume su camino: la autodestrucción de Dani y la salvación de Rodo. Es un agua purificadora que barre lo sucio y da paso a lo limpio, a la nueva vida de Rodo con la esposa e hijos de Dani.

La originalidad del espectáculo radica en que se plantea como un juicio en el que el público es el jurado. Los personajes dialogan directamente con los espectadores y se comprometen a contar toda la verdad, a pesar de lo doloroso que les pueda resultar. Este relato está plagado de monólogos y saltos en el tiempo que le dan mucho dinamismo a la representación. Todo ello con un decorado minimalista en el que las luces recrean diferentes espacios,  puesto que lo importante es lo que se cuenta, la palabra y no lo accesorio.

La interpretación de los actores es excelente. Sin duda, el esfuerzo y el trabajo de preparación  tienen su recompensa en una actuación brillante, con fuerza y garra, que los deja extenuados cuando se acaba la función y recogen, felices y emocionados, la aprobación del público que - empapado por su genial actuación-   inunda el teatro con una lluvia constante de aplausos.



viernes, 14 de octubre de 2016

337. Etimologías (I). 'Tiquismiquis'



La palabra ‘tiquismiquis’, que usamos para referirnos a las personas que pecan de un exceso de escrúpulo, procede del latín macarrónico ‘tichi, michi’. Se trata de una deturpación del latín clásico ‘tibi, mihi’, que significa literalmente ‘para ti, para mí’. En su significado original, con ese vacilante ‘para ti, para mí’, ya se barruntaba al tocapelotas consumado en el que acabaría consolidándose el tiquismiquis canónico. Hoy, el tiquismiquis es una figura señera de la cultura ‘progre’, campeador invencible en las lides del idioma.
Hará unos cuantos años, el padre de un alumno me recriminó que obligase a su hijo a escribir el título de una obra de Gonzalo de Berceo con mayúsculas en determinadas palabras. Se trataba de los Milagros de Nuestra Señora. Aducía, ofendido, que en su familia no había más señora que su señora esposa y que no reconocía por suya a la otra Señora que yo aconsejaba escribir en mayúscula por tratarse de la Virgen María. Menos mal que entre las obras de Berceo quise prescindir aquella vez del Planto que hizo la Virgen María el día de la Pasión de su Hijo Jesucristo. Otra vez, una madre me reprochó que entre las lecturas obligatorias de aquel año apareciesen las Leyendas, de Bécquer, porque ellos eran Testigos de Jehová y tenían vedado el contacto con los fantasmas y espíritus que el luciferesco Gustavo Adolfo había gestado en su sacrílego  magín.
Hay que ir con pies de plomo con los tiquismiquis convencidos. Si al estornudo de alguien respondes cortésmente con un “Jesús”, el tiquismiquis puede poco menos que desintegrarse cual demonio aspergido de agua bendita y te reconvendrá que la próxima vez te limites a decir simplemente “salud”. Si felicitas a alguien por su santo, el tiquismiquis blandirá su orgullo ateo defendiendo tamaño ultraje. Si a un alumno le llamamos de “usted”mostrándole el respeto que merece y eliminando con el lenguaje las diferencias jerárquicas por las que tanto aboga la nueva pedagogía, el estudiante se sentirá ofendido porque lo tratas de viejo. Si se lo dices al viejo de verdad, se ofenderá aún más. Pero habrá viejos (perdón, personas de la tercera edad) a quienes el tuteo significará una falta de respeto a las canas. Si uno defiende que el género no marcado es el masculino y que, por lo tanto, es absurda esa duplicación de “ciudadanos y ciudadanas”, te tacharán de machista. Uno ya no sabe si habla español o castellano porque se use el término que se use siempre habrá algún tiquismiquis agraviado. Tampoco sabemos si vivimos en España o en un Estado plurinacional (pero “Estado” mejor con minúscula para no ofender a los antisistema): somos el único país del mundo donde el nombre de su propia nación es un problema. Si lees a Joyce eres un pedante; si a Nabokov, un pedófilo; si a Reverte, rindes servidumbre a la literatura de masas. Si comes rabo de toro, un cómplice de los asesinos toreros. Si eres vegano, eres un flipado místico. Si usas corbata eres casta. Si te dejas rastas, un piojoso. Si no  das de mamar a tu bebé, una mala madre; si lo amamantas, una esclava de la sociedad patriarcal que asume su rol a costa de irritarse los pezones. Si Piqué se corta una manga, un traidor a la (P)atria; si vistes la camiseta de la (S)elección, un facha. Si invitas a una chica, otra vez un machista; si no la invitas, no eres un caballero. Si la falda corta, carne de esquina. Si larga, una monja. Si me quieres, un posesivo; si me amas, un cursi.

En fin, es curiosa la etimología de “tiquismiquis”. La usamos por aquello de la corrupción del latín macarrónico. Pero, sobre todo, porque en aquellos tiempos, el latín todavía no tenía la palabra “gilipollas”. Con perdón.

lunes, 10 de octubre de 2016

336. 'El azar y viceversa'



No sé si a estas alturas, cuando el libro de Benítez Reyes alcanza ya la segunda edición y ha sido comentado en los principales medios de comunicación por el entusiasta criterio de los más renombrados críticos y escritores, no sé, digo, si convendrá insistir de nuevo en los evidentes paralelismos que la obra atesora respecto al género picaresco en general y al Lazarillo de Tormes en particular. Podemos ponernos profesorales y academicistas y decir que Antonio, su personaje, es, como Lázaro, un chiquillo de baja extracción social, huérfano de padre, y cuya madre debe salir adelante no siempre de la mejor manera; que Antonio, como Lázaro, trabaja para muchos amos, –incluido el ciego de rigor–, aunque durante los años de la segunda mitad del XX se les llame eufemísticamente jefes, y que esta circunstancia permite el desfile de los tipos más variopintos y sugestivos, desde los que suscitan una dulce ternura hasta los mezquinos y despreciables; que la novela, como el Lazarillo, es itinerante en el espacio y en el tiempo, lo que proporciona un rico friso social y político que no sólo aspira al costumbrismo colorista sino a la denuncia acerada. Si siguiéramos con el cotejo, hallaríamos emparentados también los pensamientos de Antonio con aquellas reflexiones sentenciosas de Lázaro, que en su sencillez y abrumador sentido común, ya las quisiera un Sem Tob para su colección de proverbios. Se podría, en fin, continuar con la comparación, y decir que en El azar y viceversa hay, como en el Lazarillo un “caso”, aunque mucho más lacerante que el que trataba de justificar Lázaro, y también hay un “vuestra merced”, aunque aquí se le llame de “usted” y su alcurnia no esté en el título nobiliario. Y hasta el humor, hábilmente dosificado, comparte carcajada con la novela picaresca del siglo XVI.
Todo ese ejercicio de literatura comparada es muy plausible, pero siendo ciertas cada una de sus premisas, El azar y viceversa entronca con el Lazarillo, sobre todo, en que al igual que en éste, su protagonista aspira también a convertirse él mismo en un personaje clásico de nuestra literatura. Y creo que en esta aseveración hay más justicia y verdad literaria que en todo el aparato de concomitancias y supuestos homenajes a la obra anónima que pretendan hallarse desde el púlpito académico. El personaje de Antonio rebosa autenticidad y humildad. Es un ser, a la vez, asombrado y extrañado del mundo que habita que, aunque hostil, no le impide mantener un código de principios que evitan su envilecimiento. A ratos desata nuestra compasión, pues Antonio es un ser herido por el desamparo, y hasta algunos de los personajes más entrañables a los que sirve, aunque con entidad propia, parecen tocados por el aura contagiosa de nuestro personaje.
La novela esconde, además, un pesimismo filosófico que parte ya del mismo título. Porque, ¿qué es el viceversa del azar sino el determinismo existencial? Los avatares cambiantes del personaje, auspiciados por el capricho de la fortuna, se antojan al final meros juegos de un demiurgo que lo tenía todo planificado de antemano: es el reverso del azar. Ese pesimismo da lugar a los momentos más hermosos y líricos de la novela que tachonan, como bellas treguas dentro del torrente narrativo (a veces excesivamente desbordante y presuroso) el tejido argumental.

Felipe Benítez Reyes ha escrito ese tipo de novela que Julio Llamazares llama “las novelas del poso”. Quizás con el tiempo olvidemos los pormenores de su argumento, tan innúmero en peripencias y lances, y a algunos de sus incontables personajes, pero quedará el sedimento perpetuo de su lectura que es el mejor halago que puede recibir una novela. Que es, en definitiva, lo que convierte a una obra en clásica.

sábado, 1 de octubre de 2016

335. La lección de Henry James



Creo haber citado ya en alguna ocasión las palabras de Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas cuando decía que la condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] –dice Sabato– tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada importante”.  De tan radical aseveración se infiere la incompatibilidad existente entre la labor creativa y la vida misma con sus inevitables obligaciones cotidianas, que lastrarían al escritor en su vocación. Claro que, siempre se podrá argüir, como hace la señorita Fancourt en La lección del maestro, de Henry James, que el arte, cuando es verdadero, es  “la más intensa forma de vida”, pero la sentencia, aunque está bien en su vertiente romántica, no soluciona el prosaico, aunque perentorio, problema de la vida práctica. Ya cada vez es menos frecuente tener en casa a una Zenobia Camprubí que exonere a su marido de las tareas domésticas o que incluso, como la mujer de Juan Ramón, se encargue de la administración burocrática del hogar. Esa mujer generosa y abnegada ya no existe porque, afortunadamente, ellas también tienen sus propios planes para realizarse en la vida, incluido el de la propia escritura, aunque la sociedad patriarcal todavía impone sobre ellas determinados roles que dificultan su crecimiento personal. Si para un hombre de hoy en día es difícil delegar en otros las tareas meramente mecánicas para centrarse en exclusividad en la literatura, no quiero ni imaginar los obstáculos que entrañarán para una mujer escritora los cometidos que la sociedad aún le otorga injustamente sólo a su sexo, como las tareas del hogar o la maternidad. En cualquier caso, si queremos seguir la máxima de Sabato y escribir una obra maestra, sea uno hombre o mujer, ya no bastará con tener el talento para poder acometer tamaña empresa, sino que, además, habrá que ser millonario o habrá que buscarse a una Carmen Balcells para desentenderse totalmente de toda la rémora de la servidumbre cotidiana. Porque, amigos escritores, aspirantes a la obra cumbre de la literatura contemporánea, todo eso está muy bien pero uno tiene que comer, vestirse y pagar hipotecas. Y, en todo caso, habría que valorar hasta qué punto compensa el sacrificio que nos exige Sabato y si el arte debe ir contra la vida. En La lección del maestro, Henry Saint George, afamado escritor que disfruta de las mieles de su prestigio, le confiesa a Paul Overt, notable escritor novel encandilado por el magisterio de aquél, que detrás de la aureola de gran creador que le corona, hay un escritor frustrado que ha sido incapaz de escribir la obra soñada, debido a los imperativos de la vida familiar y social. E insta al joven Overt a no caer en el mismo error si desea escribir algo realmente imperecedero. Éste, que se ha enamorado de la señorita Fancourt, sigue su consejo y detiene el recién iniciado cortejo de la dama para marcharse sin decir nada a nadie a un retiro a Suiza, donde comienza a escribir fervorosamente. A su regreso a Londres, Saint George ha quedado viudo, noticia cuya naturaleza luctuosa entraña, sin embargo, la posibilidad de que Saint George pueda centrarse, ya sin ataduras afectivas, en aquella obra ideal que anhela. Pero, cuál es su sorpresa, cuando Overt se entera de que su admirado escritor va a casarse con la señorita Fancourt. Al sentirse burlado, Overt, que ha escrito una novela excelente pero no una obra maestra, se distancia de Saint George, y vivirá el resto de su vida con la zozobra de que éste sí escriba, a pesar de todo –y casado–, la gran obra a la que aspira. Quizás Henry James, solterón empedernido,  del que este año se cumplen 100 años de su muerte, nos adelantó con esta pequeña novela corta su gran lección: que, pese a todo, el arte no debiera desasirnos nunca de la vida. Porque sólo tenemos una. Y porque aquella otra inmortal de la fama, que predicara Jorge Manrique, no nos la garantiza el libro que anhelamos. Y, en todo caso, no estaremos aquí para comprobarlo.

lunes, 12 de septiembre de 2016

334. 'Fedra', de Javier Sahuquillo



Los circuitos veraniegos de teatro clásico permiten el reencuentro con las grandes obras del canon pero, en algunos casos, también constituyen un buen muestrario de la reformulación contemporánea que los autores establecen en ellas, inspirando matices o nuevas sugestiones. De ese catálogo estival, quizás haya sido Javier Sahuquillo (Compañía Perros Daneses) quien con más intensidad haya encabezado esa nueva relación con la tradición a través de su libérrima versión de Fedra, la incestuosa esposa de Teseo enamorada de su hijastro Hipólito. La obra se ha representado en el Festival de Sagunto y en el I Festival de Teatro Clásico de Alicante. Sahuquillo evoca a un Teseo, ya anciano, que capitanea obstinadamente un bastión entre el desierto y el mar desde donde controlar el paso de los míticos y nunca vistos “hombres de carbón”, claro trasunto del drama migratorio. En su terquedad, Teseo ha ordenado matar sigilosamente a aquellos oficiales que se han mostrado díscolos con la presencia, cada vez menos justificada, del contingente allí, con la dolorosa connivencia de Fedra. Ésta simboliza a la madre patria, en virtud de la cual se realizan todo tipo de atrocidades, como el asesinato velado de esos oficiales. Representa ese hipócrita y ambiguo tutelaje del Estado hacia sus ciudadanos que, en virtud de las grandes palabras como patria o bandera, son anestesiados de la verdad o del espíritu crítico. En la obra ejercen de coro y son tratados como cachorros o niños; en algunas ocasiones hacen el papel de caballos domesticados que bajan sumisos la testuz. Es bellísima la imagen de Fedra (espléndida Laura Sanchis en su papel) durmiendo dulce (y siniestramente) a los niños.
Fedra, además, está enamorada de su hijastro Hipólito que acaba de llegar con sus rizos altivos y en cuya juventud ve al Teseo del que se enamoró. Hay paralelismos con el primer Hipólito de Eurípides, el llamado Hipólito velado, creado antes de que el poeta griego cediera ante el público ático, que se había escandalizado por nacer el amor incestuoso de Fedra de sus propios sentimientos y no como designio de Afrodita. En la versión de Sahuquillo, no obstante, el encarnizado debate interno de Fedra queda algo diluido quizás porque el dramaturgo valenciano desea tocar demasiadas teclas. Por su parte, Hipólito se jacta de ser descendiente del Sol y ha llegado al bastión para vengarse de su padre, que abandonó a su madre, cargándose así las tintas en la infidelidad proverbial del rey ateniense. Hipólito deja de ser el virtuoso de la tradición, hijo leal e indiferente al amor, para convertirse en una alegoría del sexo, desbordando así a Racine, que en su maravillosa versión ya había humanizado algo a Hipólito al enamorarlo de Aricia. Más que humano, Hipólito parece aquí un fauno, una oscura energía sicalíptica, que los movimientos asilvestrados de Laura Romero acentúan. Hace daño a quien entra en contacto con él: a Fedra pero también al oficial que enamora (trasunto de la homosexualidad en el ejército) y cuya relación sexual sobre las tablas resulta altamente plástica. Hipólito, además, se siente inferior a su famoso padre, quien infravalora el ejercicio de la cacería de su hijo (Hipólito en la tradición es servidor de Ártemis). Significativamente, Hipólito narra la cacería de un oso (que es como han apodado a Teseo) y en el castigo final de Neptuno, el dios del mar hacer emerger un engendro para aniquilar a Hipólito con todas las trazas de un monstruoso oso, erigiéndose así esta figura en símbolo del conflicto paterno-filial.

La arena que derrama su nada sobre el escenario y sobre sus trágicos personajes, y el continuo contraste de luz y sombra, de luna y sol en su lucha telúrica, completan un compendio de sugestiones, que el vehemente ritmo de un tambor aboca hacia la inevitable tragedia.




lunes, 29 de agosto de 2016

333. El señor Cayo



Miguel Delibes publicó El disputado voto del señor Cayo en 1978, un año después de las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco. Quizás por ello, el libro recibió una “acogida calurosa”, como el mismo autor reconoce en una nota a la edición de sus Obras Completas. Sin embargo, esa misma valoración podría aplicarse a la novela cada vez que se celebran nuevos comicios, pues la distancia entre las necesidades de la ciudadanía y el vacuo mensaje político, denunciada en el libro, sigue pareciendo insalvable después de trece (o catorce) procesos electorales.
¡Qué envidia nos suscita el señor Cayo! El señor Cayo es vecino de uno de los tantos pueblos abandonados del norte de Castilla. Vive de lo que la tierra le ofrece; él mismo fabrica su miel, cultiva su huerto, elabora sus propios quesos, se alimenta de la carne de sus animales, bebe agua fresca del río y cura las enfermedades con las propiedades que le regalan hierbas y flores. 

"–Joder! [dice Rafa, uno de los militantes del partido político que ha venido a convencer al señor Cayo]. En este pueblo todo sirve para algo. 
Natural –replicó el señor Cayo reanudando la marcha–: Todo lo que está, sirve. Para eso está, ¿no?”

A este anciano autosuficiente, cuyo hablar reposado demuestra cuán alejado está de la tiranía de la urgencia y de las tontas necesidades que se ha creado el urbanita, vienen a persuadirlo de la oportunidad que tiene de cambiar, a mejor, su vida: 

Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir el proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil”
Y “el señor Cayo, [que] le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada, dijo tímidamente: 
Pero yo no soy pobre. "

Al señor Cayo los políticos no le sirven para nada. El diputado Víctor lo ve claro hacia el final del libro y se replantea incluso la utilidad de su vocación y de todos sus principios: “Hemos ido a redimir al redentor”, dice en su lúcida borrachera. Y critica el prurito de superioridad cultural que se arrogan las nuevas generaciones: “¿De veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor del saúco?”. En esa reflexión palpita la conciencia de la aculturación con que el sistema desea imponerse sobre ese mundo ya periclitado, pero lleno de sabiduría y verdad, que representa la simbólica figura del señor Cayo.

El sainete político al que estamos asistiendo estos últimos días da buena cuenta de una situación aún peor que la que denunciaba Delibes en su libro: los políticos ya ni siquiera piden el voto a los ciudadanos, se lo piden a sí mismos, en una suerte de endogamia vergonzante que aún nos aleja más de su insoportable inoperancia e ineptitud. El problema de los políticos de hoy es que les falta altura en todo, en lo intelectual y en lo moral. Quién fuera el señor Cayo y pudiera uno refugiarse en la soledad de los cerros y de los valles, lejos de tanta estupidez y mandarlos a todos a tomar por saco con un gráfico y sonoro y contundente y terapéutico corte de mangas.

lunes, 15 de agosto de 2016

332. Amor y Sintaxis



En los tiempos que corren, si un sujeto cualquiera quisiera encontrar el amor de su vida –su complemento directo–, ya no le bastaría con ser paciente. Hoy se quiere todo, y se quiere aquí y ahora; por eso, las elecciones amorosas suelen ser fallidas por lo que tienen de precipitadas. Los sujetos se enamoran de cualquiera con tal de decir que están enamorados, aunque no lo estén. Se han sustituido los complementos directos por los complementos circunstanciales, los del aquí te pillo aquí te mato, los de quita y pon. El que dice estar enamorado, está, en realidad, en modo copulativo y sólo busca en el otro  unos buenos atributos; un buen complemento agente que sepa cumplir en la cama; alguien que se cuide, que vaya al gimnasio y que esté delgado porque toma sus complementos de régimen moral (que no se avergüence de, que no se arrepienta de, que no se comprometa a, que no pregunte por, que no piense en). Hay quien, no hallando a su complemento, se consuela con alguna página porno en Internet, un complemento indirecto de los que se miran pero no se tocan, y pasan olímpicamente de los complementos predicativos de los curas, de los psicólogos y de los padres.


Como Bécquer, sé que voy contra mi interés al confesarlo, pero hace ya tiempo que me acecha una crisis de fe gramatical. Recuerdo que un día, mientras analizaba una oración con mis alumnos en el instituto, al mismo tiempo, en Atenas estaba ardiendo la Plaza Sintagma. Aquella gente hacía, fuera del aula, la revolución, cansada de conjugar sus almas en voz pasiva, y esas personas llenaban una plaza que se llamaba igual que las cajitas o los diagramas sintácticos que pintaba –tiza domesticada–, sobre la pizarra. Esas cajitas domeñaban el idioma y les ponían etiquetas a los te quieros, a los estamos hartos, a los nos sentimos perdidos de mis estudiantes. Mientras la palabra, allí fuera, se hacía viva en las gargantas de aquellos hombres de la plaza, mientras emocionaban en un poema, mientras daban consuelo a algún desdichado, mientras confesaban un amor, mientras lo correspondían, mientras perdonaban, mientras educaban e instruían, mientras todo eso hacían las palabras en el mundo de ahí fuera, nosotros, entre aquellas cuatro paredes, estábamos poniéndoles cajitas –aprisionándolas–, aplicando el bisturí de la gramática, realizando taxonomías del lenguaje del mismo modo que un entomólogo anotaría el nombre científico de la mariposa que tiene clavada con una chincheta, reseca ya y apelmazada, sobre el expositor –el cementerio– de corcho. “Pido la paz y la palabra”, decía Blas de Otero, pero no para el metalenguaje sino para la vida misma. Los pronombres recíprocos deben hablar de la solidaridad entre los hombres, y los vocativos son el olifante que los reúne, y las raíces léxicas se hicieron para que arraigase en los corazones el amor universal; el pretérito imperfecto debe quedar atrás para construir el futuro perfecto, un mundo sin determinantes posesivos ni modos imperativos ni subordinados sustantivos. Un mundo donde la palabra no sea diseccionada sino donde ella misma diseccione el mundo. Un mundo donde mis alumnos puedan desperezarse de una vez por todas de la superficialidad que los circunda, de la mediocridad que los lacera, de la estupidez que los aborrega, de la afasia crítica que los esclaviza. Un mundo, en definitiva, donde aspiren a algo más que a seguir siendo sujetos elípticos, sujetos omitidos. Sujetos elididos. 

domingo, 7 de agosto de 2016

331. Leer un poema (I). Una jarcha



Como se sabe, las jarchas son breves composiciones anónimas y orales cantadas en lengua mozárabe (mezcla de castellano primitivo y árabe) por la población hispánica que habitaba Al-Andalus durante el dominio musulmán. Dado su carácter oral, que hoy conservemos ejemplos de estas canciones obedece, como casi siempre, a esas coyunturas milagrosas que nos regala la historia de la Literatura cada cierto tiempo. Se cree que un poeta cordobés, nacido en Cabra entre los siglos IX y X, llamado Muqaddan Ibn Muafa, puso de moda entre los poetas cultos el cultivo de la moaxaja, composición limitada en su origen al contexto andalusí y escrita en árabe. Su carácter estrófico con versos de vuelta la separaba de las largas tiradas monorrimas de la qasida clásica. Los puristas, pues, abominarían del invento, pero a nosotros nos obsequiaron con el impagable prodigio de salvar del olvido a las jarchas mozárabes, pues la peculiaridad de la moaxaja es que toda ella está pensada para colocar en su remate la jarcha que le preexistía. De hecho, los versos de vuelta de la moaxaja riman con la propia jarcha. O dicho de otro modo, la moaxaja es la glosa de la jarcha. Así, se podría considerar a los moaxajistas, los primeros recopiladores de la literatura oral hispánica. Sin su concurso, no conoceríamos hoy la primera manifestación de nuestra lírica. Probablemente no pudieron sustraerse a la hermosura de aquellas canciones que entonaba el pueblo invadido y se vieron en la necesidad de fijarlas por escrito de algún modo. La calidad en el engaste de la moaxaja con la jarcha, demuestra en cada caso la pericia del moaxajista, que unas veces parece natural, en otras se ven demasiado claros los puntos de sutura y en otros casos apenas tienen que ver la una con la otra. Por supuesto, al fijar la jarcha, sólo se hizo con una de las tantas versiones que debieron de circular de cada una de ellas, pues su naturaleza oral hace previsible su vida en variantes. De hecho, hay moaxajas de autores distintos y de épocas distintas que contienen la misma jarcha con alguna pequeña diferencia. El descubrimiento de las jarchas por Stern en 1948 convirtió a nuestra lírica en la más antigua de Europa.
Aunque el tema habitual de las jarchas son las lamentaciones de una mujer ante la ausencia del amado, tomando como confidentes de su dolor a la madre o a las hermanas, también las hubo de carácter erótico, como ésta que nos ocupa. La muchacha que canta esta jarcha demuestra gran elasticidad, pues es capaz de colocar las argollas que adornan sus tobillos a la altura de las orejas. El poeta árabe que seleccionó esta jarcha para su moaxaja se mantuvo en un pudoroso anonimato, quizás por la procacidad de la misma pero se antoja un buen poeta, pues su moaxaja, llena de referencias báquicas y descripciones de jardines umbríos a la luz de la luna, casa muy bien con la voluptuosidad de la jarcha de la que parte. Ésta apenas contiene palabras en romance (muy reconocible el “non t’amarey” del inicio).
El visir Al-Mu’Allim pasea por el barrio mozárabe de Sevilla. Sus ricos atuendos llaman la atención de unas lavanderas que, entre risas, cuchichean pícaramente a su paso. Una de ellas entona entonces nuestra jarcha, que el visir escucha algo azorado. Aprieta luego Al-Mu’Allim el paso, dejando atrás un coro de carcajadas mezcladas con el rumor del agua. Pero el visir ha anotado en su cabeza la canción y sonríe al evocarla. Se la cederá a su rey Al-Mu’tadid, que gusta de escribir atrevidas moaxajas.  Y en el puesto de frutos secos, ¿qué canta aquélla?: “¡Ben, ya sahhara! / Alba / q’está kon bel fogore,/ kand bene pid amore” (“¡Ven, oh hechicero! / Un alba que tiene tan hermoso fulgor, /cuando viene pide amor”). Hermosa jarcha, piensa el visir. Y decide que ésa se la queda para él y su moaxaja.

Y aunque la vendedora de frutos secos estaba pensando en su amado, a nosotros la jarcha nos evoca otra alba con hermoso fulgor: la del bellísimo amanecer de nuestra lírica, sol que brota de la tierra misma, en el balbuceo mágico del idioma castellano.

viernes, 29 de julio de 2016

330. Escuela de despojados



Los más bellos versos del despojamiento jamás escritos ya nos los regaló San Juan de la Cruz en la irrepetible lira de su Noche oscura: “Quedéme y olvidéme / el rostro recliné sobre el amado, / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. A decir verdad quizás sean estos los versos más hermosos de toda la literatura universal, si se me permite la entusiasta licencia.
Sin embargo, la poesía de la renuncia no se agotó con el inmortal abulense y la historia de la literatura ha caminado jalonada de recodos poéticos donde muchos escritores se han abandonado a ese dulce descanso que es desprenderse de uno mismo. Tanto es así, que la abdicación del yo poético ha llegado hasta nuestros días con una coherencia temática y hasta geográfica, que aspira a convertirse en una escuela literaria con vocación de grupo generacional, con sus maestros, sus acólitos y quién sabe si hasta con sus epígonos.
No sé si es esta luz impenitente del Mediterráneo que todo lo anega y bajo cuyo imperio las cosas del mundo pierden sus perfiles y su corporeidad para dejar de ser, confundidas con el clamor del sol, la que ha auspiciado la aparición de una forma recurrente de entender la poesía, desde Barcelona hasta Murcia, en la que los versos se afirman plenos en la negación de los referentes y cuya transición natural es negarse a sí propios, reduciendo el lenguaje hasta su misma desaparición, lo que desemboca en poemas brevísimos que nos sacuden en su condensación.
En Murcia, Beatriz Miralles escribe “para conocer la oquedad de la sombra”, “engendr[a] vacíos”, “subray[a] los límites de las cosas”, “escrib[e] hasta perder el rostro” porque “sólo que aquel que ya no soy / puede decirme”; en los poemas “aprend[e] ceniza” porque “así es la desaparición: / raspar el lenguaje / hasta decir silencio”. Son apuntes de su primer y precioso libro Oscura deja la piel su sombra (Balduque).
En Alicante, Antonio Moreno se pregunta: “¿Quién tiene la osadía de decir  / algo más que esto: soy? / Nada más: soy, respiro / el aire regalado de esta hora, / sin la penumbra de los adjetivos”. Esos adjetivos a los que el poeta atribuye el efecto pernicioso de la penumbra, son justamente los atavíos de los que la vida puede prescindir: los nombres y apellidos, el trabajo, los roles sociales, que privan de la verdadera luz, de la luz esencial. Se trata de diluir los límites de la identidad para confundirla con el universo, “ser de todos y de nadie”, como “la gota del rocío / en el vapor disuelta” porque “cualquier vida se expresa con el viento / cualquier identidad es para el viento” (El viaje de la luz, Renacimiento).
En Valencia, Vicente Gallego lleva desde 1988 cultivando esta actitud poética: “Sí, la palabra justa es abandono: / una dulce renuncia que me nombra / señor y dueño al fin de mi camino”. O “Existir: todo y nada, /este instante tan mío que ahora habito”. En su último libro, Ser el canto (Visor), prologado por Antonio Moreno, lo que no deja de ser significativo, esa aspiración a la esencialidad se traduce en un lenguaje auroral y primigenio. Vicente Gallego es el gran maestro de esta tendencia y un poeta imprescindible.
En Tarragona, Enrique Villagrasa dice que “el poeta experimenta en el poema / todas las formas de la nada” que habita “concupiscente / el no ser /” de los versos. El culmen de este nihilismo, así como del carácter sugestivo reducido a la mínima expresión, es el poema en el que aparece sola la palabra “coda”. Inserta así, tan exigua en la inmensidad de la página en blanco, esta única palabra es una cruel ironía de la Nada, porque la coda, esos versos que se añaden como remate de un poema, lo que rematan aquí es la página yerma. (Mudanzas de la voz, Libros del Innombrable)
En Barcelona, Sandro Luna dice: “Tumbado bajo el sol, / se ha borrado mi nombre. / Ese milagro somos”. Sus versos gravitan sobre lo etéreo porque “¿Dónde / la gravedad /, si nada pesa?”. Y más adelante: “Estoy en lo que miro, / y nada veo. / Esta paz es la mía”. O “ He visto sin ser visto. / Sólo había belleza. / Y yo la alimentaba con mi muerte”. (Eva tendiendo la ropa, Pre-Textos).

Larga vida en la nada a esta escuela de despojados.