lunes, 28 de diciembre de 2015

311. Lolita sí es Colometa



Muchos lectores de La plaça del Diamant albergábamos ciertas reservas con respecto a la adaptación que de la inolvidable novela de Mercè Rodoreda ha realizado para las tablas el actor y dramaturgo Joan Ollé. La primera de las reticencias era, justamente, esa transmutación del género novelesco al teatral y, en particular, al monólogo. Debo reconocer, sin embargo, que este era el menor de mis recelos, pues la novela es una evocación en primera persona muy próxima al monólogo y, en muchos momentos me atrevería a afirmar que rayana incluso en el monólogo interior. Muestra de ello es el evidentísimo abuso del polisíndeton que, en ocasiones, ofrece una prosa atropellada en la concatenación vertiginosa de recuerdos y que emparenta, aunque salvando las distancias, con el fluir de la conciencia propio de aquel subgénero; hasta cuando intervienen otros personajes, suele ser Natàlia quien reproduce en estilo indirecto lo que estos dicen.
Mayores prevenciones me suscitaba la idea de que fuera la polifacética Lolita quien encarnara la ingenua candidez de nuestra Colometa. Quizás hayan alimentado este prejuicio una cierta idealización del personaje y el precedente cinematográfico de Silvia Munt, aparentemente tan en las antípodas, ambos, de esa sensación de contundencia que transmite Lolita y que parece extralimitar la fragilidad candorosa del personaje. Para entendernos, Colometa es a Lolita como el cauce de un riachuelo a un mar oceánico; como un Seat 600 a un motor de 200 caballos; como una balada dieciochesca a una guitarra eléctrica: el océano desborda el cauce, el motor revienta la carrocería, la guitarra eléctrica destroza el lirismo de la balada. Lolita no cabe en Colometa. Colometa es poseída por Lolita.
Pero no. Resulta que Lolita sí puede ser Colometa. La ventaja de las facciones duras y el timbre añejo, racial, de Lolita, es que parecen haberse curtido en el dolor.  No olvidemos que Colometa narra su desgracia desde el presente, una vez ha sufrido ya su desgarramiento vital. Se trata, pues, de alguien que hace tiempo que perdió la inocencia. La Colometa cándida que conocemos, la que hemos construido en nuestro imaginario, es, en realidad, una falacia.  Es sólo la remembranza nostálgica del pasado feliz la que vierte sobre las palabras de Colometa esa blancura virginal que nos llena de ternura; pero la Natàlia que narra su historia es ya otra. Es la que ha interrumpido la gestación de las crías de paloma aún en su cascarón; es la que se ha planteado envenenar a sus propios hijos y suicidarse; es la que ha accedido a casarse con un hombre que no ama para evitar su desahucio vital. Es esta Colometa presente la Natàlia real y no la niña del baile en la Plaça del Diamant. Por eso Lolita, que proyecta congénitamente ese gitanismo lorquiano de las tragedias, es tan adecuada para el personaje. Y, sin embargo, cuando Lolita tiene que recordar los tiempos felices, sus ojos endurecidos son capaces de volver al brillo limpio de la inocencia y la noble aspereza de su voz al timbre suave, casi pueril, de la que un día fue. Y así, en la Natàlia real que es Lolita, resucita, como en un atisbo, la Colometa de nuestras lecturas. En esta ambivalencia está el mérito de Lolita.
Dos grandes momentos en la obra: cuando Colometa mata las palomas, punto de inflexión para la transición de Colometa a Natàlia: el rostro de Lolita es entonces un súbito y terrible punto y aparte; y el desgarrador momento de la iglesia con la visión delirante de las burbujas rojas, trasunto de los muertos en la guerra, que Lolita sublima con un crescendo sobrecogedor.

Y la decoración: el banco solitario desde donde Colometa cuenta su historia y las luces mortecinas de una verbena que no volverá. Y la palabra enseñoreándose pura y sin aditivos. Rodorediana. Diamantina.