domingo, 26 de julio de 2015

295. Billetes literarios



La Fábrica Nacional de Moneda y Timbre-Real Casa de la Moneda ha puesto a la venta dos monedas conmemorativas con motivo del IV Centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote. Son monedas de colección de 100 y 10 euros. En la moneda de 100, don Quijote aparece en el reverso sentado y leyendo; y en la de 10 se reproduce la imagen del famoso hidalgo y Sancho Panza a lomos de sus cabalgaduras. También hay prevista una moneda de 30 euros para el segundo semestre del año con don Quijote y Sancho cabalgando a Clavileño, según el grabado de Joaquín Ballester (1740-1795) que se conserva en la Real Academia Española.
Desde que en 1871 el Banco de España decidiera acuñar el papel moneda con figuras representativas de nuestra cultura, son muchos los escritores que han sido estampados en los billetes españoles. De 1878 es un billete de 50 pesetas donde aparece un Calderón de frente prominente y elegante perilla, ataviado con la cruz de Santiago; Jovellanos representaba las 50 pesetas en 1898, lo que tiene su lógica si pensamos en la actitud regeneracionista de la época; Quevedo valía 100 pesetas en 1900 y mucho hubiera sido la sorpresa del genial poeta madrileño de saber que su cara habría de estar en los billetes, él que había denunciado el poder del dinero en aquel famoso poema “Poderoso caballero”; en 1928 es el turno de Cervantes, que aparece en los billetes de 100 pesetas en un retrato que nos lo muestra con la venerabilidad de una vejez incipiente; Séneca valía 5 pesetas en 1947 y la ínfima cantidad parece hecha a la medida de su pensamiento estoico: del gran filósofo cordobés son frases como “Una gran fortuna es una gran servidumbre” o “No es pobre el que tiene poco sino el que mucho desea”. Más pobre era don Quijote en 1951, cuando su billete valía 1 peseta. El retrato de don Quijote en este billete se aparta un tanto de la imagen que poco a poco ha ido consolidándose en el imaginario colectivo: barba lacia y descuidada, ojeroso, mirada triste, frente marchita. Bécquer tiene su billete en 1965; su rostro grácil, de cabello ensortijado, mirada penetrante y refinado bigote, se erige sobre una escena romántica donde aparece un señor de levita y sombrero de copa y una dama de vaporoso vestido blanco en mitad de un jardín umbrío con su fuente rumorosa; vale 100 pesetas. En 1971 aparecen Echegaray y Jacint Verdaguer en los billetes de 1000 y 500 pesetas, respectivamente, el primero con sus lentes curvas y su barba florida, el segundo con barretina y mirada soñadora. Completan la nómina los billetes de los años 80. En esa década Clarín, Rosalía, Galdós y Juan Ramón Jiménez se muestran en los billetes de 200, 500, 1000 y 2000 pesetas, respectivamente. A Galdós, como a Quevedo, no creo que le hiciera demasiado gracia verse por allí. Se me viene a las mientes la frase que el escritor canario pone en boca del Conde en su novela dialogada El abuelo, cuando aquél le dice a Senén aquello de que “el dinero lo ganan todos aquellos que con paciencia y fina observación van detrás de los que lo pierden”. Tan vigente como siempre, nuestro Galdós. Y también llama la atención ver a Juan Ramón Jiménez en ese billetazo de 2000 pesetas, él que siempre delegó en la abnegada Zenobia todos los pormenores prácticos, economía doméstica incluida.

Para acabar este repaso, cabe mencionar, como curiosidad, que Baroja, Zorrilla, Larra y Tirso fueron estampados también pero sus billetes acabaron por no ponerse en circulación. Baroja iba a valer 10000 pesetas en 1979. Las cifras, desde luego, son arbitrarias: ¿Dos rosalías hacen un galdós? ¿Dos galdoses hacen un juanramón? ¿Una rosalía y un clarín no valen un echegaray? Yo prefiero las vueltas: pagar con un juanramón algo que vale 100 pts para que, en el cambio, me den un poquito de todos los demás. O leerlos a todos, que no tiene precio. Y es gratis.


Calderón, 1878

Jovellanos, 1898

Quevedo, 1900

Cervantes, 1928

Séneca, 1947

Don Quijote, 1951

Bécquer, 1965

Echegaray, 1971

Verdaguer, 1971

Galdós, 1979

Rosalia, 1979

Clarín, 1980

Juan Ramón, 1980


BILLETES DESCARTADOS

Baroja, 1979
Tirso, 1940
Larra, 1938

Zorrilla, 1931


domingo, 19 de julio de 2015

294. 'Lolita', hoy.



Se cumplen 60 años desde que Vladimir Nabokov publicara en la parisina Olympia Press su novela más famosa, Lolita. Con ella, el autor ruso engrosó esa lista de personajes literarios que han acabado por formar parte del vocabulario común más allá de su origen novelesco. Así, si existen celestinas, lazarillos o donjuanes, existen también las lolitas. El DRAE, una vez aclarada su ascendencia literaria, define ‘lolita’ como aquella “mujer adolescente, atractiva y seductora”. La definición de la Academia salva los muebles al anteponer a “adolescente” la palabra “mujer”. “Mujer” es, en su primera acepción, “persona del sexo femenino”, pero, connotativamente, solemos asociar el término con la edad adulta. De este modo, la definición de ‘lolita’, revestida así de una falsa mayoría de edad, atenúa el embarazoso aprieto de decir solamente “adolescente atractiva y seductora”, sin más, lo que le habría reportado algún problema derivado del falaz prejuicio social que considera imposible que una adolescente pueda resultar “atractiva” o “seductora” o, por lo menos, que considera indecoroso el afirmarlo.
Viene toda esta pejiguera lexicográfica a constatar un hecho: la incomodidad del lector actual ante la novela de Nabokov. En la sociedad ultrasensibilizada en la que vivimos, donde cualquier anuncio publicitario sin mala intención es enseguida tachado de sexista o donde la atención a la protección del menor llega, en ocasiones, a situaciones ridículas, es natural que el lector asista a las confesiones del obsesivo Humbert Humbert con la perplejidad y el sofoco moral de su tiempo. Si el acto inocuo de cualquier profesor de instituto al colocar su mano sobre el hombro de una de sus alumnas, en un ejercicio de franca, sana y humana complicidad, puede llegar a convertirse para mucha gente en un gesto peligrosamente ambiguo, ¿cómo no podrá horrorizarse el lector de Lolita ante la afición incestuosa del protagonista hacia su “nínfula”? Lo que parece claro es que la publicación de Lolita hoy habría sido imposible y que la condescendencia social que actualmente se tiene para con la novela sólo viene avalada por su naturaleza de clásico.
Pero los que vamos más allá del rubor biempensante e hipócrita de esta sociedad civilizada, vemos en Lolita una de las mejores novelas eróticas de todos los tiempos y una compleja historia de amor. La delicadeza y elegancia de la estilizada prosa de Nabokov se corresponde con la sutileza velada de sus imágenes, absolutamente deliciosas. Por supuesto que el erotismo de Lolita reside en lo prohibido, en lo clandestino. No hay erotismo si no se incumplen algunas normas sociales y morales, si no se experimenta la sacudida de lo ilícito y de lo sórdido; pero el erotismo de Nabokov va más allá de todo eso: es una erótica del lenguaje, del uso exquisito del idioma, de la estética del decir.

Tampoco sabremos si Nabokov hubiera querido escribir Lolita hoy. En un mundo donde la mayoría de adolescentes vienen ya erotizadas de serie, donde la moda, las costumbres livianas y la aceleración prematura de las relaciones sexuales, han terminado con el espacio mítico de la infancia, escribir sobre lolitas se antoja aburrido de tan trillada que está de ellas nuestra realidad. Muchas de estas adolescentes comparten con la Lolita de Nabokov la conciencia perversa de su poder, escondida tras una aparente ingenuidad, y parapetada tras las leyes, que conocen y utilizan cuando es preciso, enfrentando sobre la palestra convenciones y naturaleza, moralidad y seducción, quizás porque, por encima de lo consuetudinario, y citando a Humbert Humbert “el sentido moral de los mortales es el precio que debemos pagar por nuestro sentido mortal de la belleza”.

domingo, 12 de julio de 2015

293. Violante



Es muy famoso el “Soneto de repente” que Lope de Vega escribió a instancias de la enigmática Violante. La composición se halla en La niña de plata, comedia de 1617, por lo demás, muy poco atendida por la historiografía literaria, salvo por el feliz hallazgo del soneto. Los profesores de Literatura suelen utilizar el poema del inmortal dramaturgo para enseñar de forma ilustradora a sus alumnos la composición métrica de un soneto.
La petición de la tal Violante pone en un brete fingido a Lope, quien reconoce en el segundo verso “que en mi vida me he visto en tal aprieto”. Y, aunque Violante sea un personaje inventado por el “Fénix de los ingenios” para llevar a cabo su juego poético, el “aprieto” de Lope no es tan artificial como parece, y esconde, en realidad, una práctica habitual y poco grata a los poetas de los Siglos de Oro como es la literatura por encargo. Efectivamente, la dependencia de los mecenazgos obligaba a los escritores a la servidumbre del ósculo literario que dejase bien claro para la posteridad el patronazgo del aristócrata de turno y las prendas indiscutibles de su persona. La literatura por encargo se revelaba, pues, como un insoslayable compromiso social que redundaba en la financiación y estatus literario del escritor.
Pues bien, más de cuatrocientos años después, las Violantes que comprometían a Lope siguen pululando por el cortijo literario. Ya hablé en su día de los embarazados prologuistas, pero los tentáculos violantinos se extienden a todos los ámbitos de las letras. Particularmente preocupante es su influencia sobre la crítica literaria. Algunos columnistas no tienen libertad ni siquiera para elegir los libros que reseñan y, una vez impuestos los títulos por el consejo editorial, tampoco tienen libertad para opinar honestamente sobre ellos: deben dejar en buen lugar al autor. Muchos se juegan con ello su puesto de trabajo. Más deleznable aún es el compadreo entre escritores. Algunos ponderan las virtudes de una obra, aunque ésta les parezca un comistrajo indigerible, para recibir luego ellos mismos la correspondiente lisonja. Y así, todos se halagan los unos a los otros para mantener su puesto en la esfera literaria, aunque en su fuero interno despotriquen de la obra ajena que antes habían adulado. De esta manera, el lector que busca en la columna literaria de un periódico una orientación honrada, no sabe ya a qué atenerse.
En los más de cinco años que mantengo mi columna del Diari de Tarragona, sólo me he encontrado con cuatro casos de reseña por encargo. Solamente una de esas lecturas me satisfizo y fue fácil cumplir con la encomienda. En las otras tres tuve que ingeniármelas para realizar toda suerte de cambalaches retóricos que salvaguardasen la dignidad de los autores reseñados y que, al mismo tiempo, enviasen un mensaje de complicidad al lector avezado que sigue la columna y que confía en mi honestidad crítica. Los compromisos eran muy personales y no deseaba perder amigos o someterme a “La cólera de Violante”, que el argentino Baldomero Fernández Moreno recrease en 1939, como respuesta de Violante al soneto de Lope. Ésta, que había esperado del soneto de marras una delicada descripción de sus cualidades femeninas, se irrita al sentirse burlada. Pero el lector es siempre más importante que el amiguismo y creo que podré sufrir el desprecio de Violante.

Ahora bien, si alguna vez uno se atreviera a decir sin ambages lo que piensa de una obra en una reseña por encargo, prepárese para ser vetado por siempre jamás del medio que se la encargó. Quien lo probó lo sabe.

lunes, 6 de julio de 2015

292. David Trueba o lo gris cotidiano



David Trueba siempre me ha parecido un tipo interesante. Es inteligente, tiene buenas ideas y ostenta ese espíritu crítico sin estridencias que tan necesario se antoja en un tiempo, el nuestro, donde o bien se agacha servilmente la cabeza o bien nos lanzamos a la calle a destrozar cristales de oficinas bancarias. Me gustan mucho, también, sus películas, con ese ritmo narrativo cocinado a fuego lento, sin prisas, y esa delicadeza, ternura y profundidad con que construye a sus personajes. Sin embargo, soy incapaz de mantener este idilio intelectual y artístico cuando leo sus novelas. No es que los libros de David Trueba sean malos; Trueba se deja leer, entretiene y, de vez en cuando, se topa uno con la grata sorpresa de una frase brillante, de una idea ingeniosa, de una reflexión honda. Pero hasta que llega ese momento, el lector ha estado consumiendo páginas anodinas, repletas de detalles insustanciales y perfectamente prescindibles. Trueba es el novelista de la cotidianeidad y es tanto su apego al pulso diario de la existencia que leer sus libros vale tanto como vivir una jornada corriente de cualquier vida, con su tedio y su sucesión de acciones irrelevantes que marca la inercia de los días. En general, la vida de un ser humano está jalonada de momentos inolvidables, buenos o malos, que aparecen en mitad de un largo período de intrascendentalidad. Así las cosas, la literatura se presenta como la válvula de escape que nos aleja del devenir, siempre igual, de las horas, abona las parcelas yermas de nuestra vida y llena el vacío de la banalidad diaria. No necesitamos libros que hablen de lo cotidiano porque nuestra vida es ya, de por sí, muy cotidiana. Si acaso, algún pasaje con el que establezcamos empatía puede ayudarnos a sentirnos menos solos en este misterio, algo absurdo, que es la vida pero, en general, no nos hace falta insistir más en la nada cotidiana.
Esta impresión tuve con Saber perder (Anagrama, 2008), novela de irrelevancias de las que sólo se salva la magnífica historia del jubilado Leandro, con su reflexión sobre el paso del tiempo, la decrepitud física y el renacimiento otoñal. Saber perder, que podría haber sido un excelente monumento a los hombres derrotados por la vida, se pierde en pasajes fútiles que restan grandeza a la abdicación de vivir. La novela también me sirvió para corroborar lo que ya sabía: no hay nada más aburrido que novelar el mundo futbolístico.

La última novela de Trueba, Blitz (Anagrama, 2015), narra la historia de un paisajista fracasado, abandonado por su novia, que halla consuelo en el amor tranquilo de una mujer madura. Trueba hace un sano ejercicio de depuración y, así, todo lo que sobraba en Saber perder es justo lo que se elimina en esta novela corta que desafía tabúes y habla a las claras. Son interesantes los paralelismos que se establecen entre el trabajo de paisajista del protagonista y la vida misma como metáfora del jardín. Con todo, la novela adolece, una vez más, de esa indolencia argumental, instalada en la grisura, que no permite, al acabar el libro, continuar con la hipnosis literaria. Y esto es así porque cuando uno termina una novela de Trueba existe una suerte de continuidad, de evasión frustrada que aboca a lector a lanzarse a la ficción de cualquier otro autor, con tal de librarse del desencanto ceniciento de la vida. O dicho de otro modo: con tal de librarse, aunque sea solamente por un rato, de uno mismo.