domingo, 31 de mayo de 2015

288. Ser de Muñoz Molina



Aquellos que, después de mucho tiempo buscándonos, comprendimos que había que renunciar para siempre a tener una patria, nos hicimos colonos de la literatura y entre las regiones literarias de su vasto imperio, elegimos aquellas tierras que nos hacían sentir como en casa. A veces nos aventuramos en otras provincias, con la curiosidad del turista, pero al fin, uno siempre acaba volviendo al hogar: a Cervantes, a Galdós, a Delibes, a Llamazares, a Muñoz Molina.
Ser de Llamazares o de Muñoz Molina es como ser del equipo de fútbol de toda la vida. Uno no se cambia de equipo nunca, incluso cuando no gana títulos o baja a segunda división. Por eso, nos basta haber leído La lluvia amarilla para ser ya siempre de Llamazares y, aunque el autor leonés nunca haya vuelto a deslumbrarnos como aquella vez, le tenemos fe y seguimos esperando otro milagro de la primavera.
Lo mismo ocurre con Muñoz Molina. Su última novela, Como la sombra que se va, puede resultar insatisfactoria por varios motivos. El autor jiennense noveliza los diez días que James Earl Ray, el asesino de Luther King, pasó en Lisboa durante su fuga. A la vez, la novela es un testimonio metaliterario que desvela la génesis de El invierno en Lisboa, el libro que le catapultó como escritor. La coincidencia geográfica no parecería ser suficiente pretexto para hilvanar paralelamente ambas historias si no predijésemos un encuentro simbólico entre los dos personajes: el prófugo Earl Ray y el irredento Muñoz Molina de aquellos primeros tiempos inciertos en los que su vocación literaria se ahogaba en la rutina familiar, el alcoholismo y su trabajo gris de funcionario. Sin embargo, ese encuentro metafórico nunca se produce de manera contundente. Hacia la mitad de la novela, el tema de Earl Ray se agota prematuramente y partir de ese momento, se convierte en un catálogo de retazos periodísticos e inventarios policiales repetitivo y circular. También las sabrosísimas anécdotas de la gestación de El invierno en Lisboa se terminan para dar paso a una relación de intimidades en la que se nota la voluntad del autor de exorcizarse. La novela queda entonces como un artefacto a medias.

Tras lo dicho hasta aquí, todo parecería indicar el naufragio de la obra. Y, sin embargo, no es así por una razón, si se quiere, muy poco académica: que este libro de Muñoz Molina está escrito exclusivamente para los lectores de Muñoz Molina. Si el autor hubiera obviado toda la parte que atañe a su persona, podría haber obtenido un éxito muy notorio en Estados Unidos, por ejemplo. Pero no sólo no renuncia al asunto personal, sino que da por sentado que todo aquel que lee la novela, ha leído antes Un invierno en Lisboa, ejercicio absolutamente imprescindible si se quiere entender y disfrutar de la primera mitad del libro que nos ocupa. Esta novela es una vía para la expiación, para la purga interior y por ello toma como interlocutores a los dos únicos confidentes con los que podría abrir su corazón: la literatura misma y sus lectores más fieles. Por eso nos regala las impagables reflexiones sobre el acto creativo, revestidas de una belleza sublime y de una humanidad a flor de piel; por eso nos habla de El invierno en Lisboa como si nos hablara del amigo compartido; y por eso se desnuda hasta la incomodidad ante los únicos que podemos entenderlo y disculparlo: sus lectores. Que la novela, como tal, es un producto fallido. Tal vez.  Que podría haber escrito mejor un libro de memorias. De acuerdo. Pero Muñoz Molina tiene el derecho soberano de escribir lo que quiera y como quiera: se lo ha ganado. Además, quizás sea en la novela donde más auténtico él se siente. Y este libro requería autenticidad. Claro que, quizás mi opinión no pueda ser tomada en consideración. Me puede el defecto de defender lo mío, mi casa, mi parcelita de patria: y es que yo soy de Muñoz Molina.


lunes, 25 de mayo de 2015

287. Hombres buenos



Se da la paradoja de que el llamado Siglo de las Luces es uno de los más olvidados en el currículo de Literatura de Secundaria. Acuciados por la presión del tirano calendario, los profesores intentamos estudiar hasta el siglo XVII y saltamos, cual acróbatas del tiempo, al XIX al curso siguiente. De este modo, vamos cubriendo de sombras y olvido un momento histórico y literario fundamental, en el que se produjo una evolución en el ámbito ideológico que sentaría las bases de los estados modernos. En este contexto se desarrolla Hombres buenos, la última novela de Arturo Pérez-Reverte. La obra surge a raíz de un hecho autobiográfico: el hallazgo en la biblioteca de la Real Academia Española de los 28 volúmenes que conforman la famosa Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, título que estaba incluido en el Índice de obras prohibidas. Tras varias pesquisas y entrevistas con miembros de la citada institución, el autor murciano  ficcionaliza un hecho verídico y presenta al lector la aventura que dos académicos protagonizaron al viajar desde Madrid a París en busca de esa veintena de libros que recogían el pensamiento más moderno y revolucionario.  Los elegidos, los hombres buenos, fueron don Hermógenes Molina, bibliotecario y latinista, y don Pedro Zárate, marino que se dedicaba a escribir sobre la técnica de la navegación. Ambos recorrieron un largo camino lleno de aventuras y peligros representados por la figura de Pascual Raposo, un mercenario contratado por otros dos académicos que se oponían a la adquisición de dicha obra: Manuel de Higueruela, crítico literario ultraconservador que veía un enorme peligro en las nuevas ideas y Justo Sánchez Terrón, filósofo que temía la errónea interpretación del nuevo pensamiento por parte de personas no preparadas para ello. Éstos simbolizan las dos Españas del siglo XVIII, dos bandos que, por unos motivos u otros, pretendían impedir la entrada de esta ideología en nuestro país, condenándonos así al inmovilismo político, social y cultural. 
Nos encontramos, por tanto, ante una novela que se presenta como un homenaje a los intelectuales valientes que lucharon por traer a España la luz de ese nuevo pensamiento que en Francia sentaría las bases de la famosa  Revolución. Asimismo, es una oda a la amistad- encarnada en los personajes de Hermógenes Molina y Pedro Zárate, religioso, afable y temeroso el primero, ateo y con un profundo sentido del deber el segundo, que a pesar de sus diferentes creencias son capaces de entablar una relación de admiración en la que la educación prima sobre cualquier diferencia-, al amor por los libros, a los hombres cultos, etc. Y, por supuesto, es una novela de entretenidas aventuras que presenta, además, interesantes debates sobre la monarquía, el clero, la sexualidad femenina, la educación,  la libertad… en la que se mezclan personajes históricos con otros ficticios en un juego de realidad y ficción al más puro estilo de Pérez-Reverte. 
Por otra parte, Hombres buenos es una metanovela puesto que el autor interrumpe la acción para comentar, con todo lujo de detalles, cómo ha sido el proceso de documentación, las dudas que le iban surgiendo al trazar la trama, los mapas que consultó para recrear el camino desde Madrid hasta París en 1781 y la ambientación de ambas capitales –con descripciones deliciosas que nos trasportan desde el reinado de Carlos III al ambiente prerrevolucionario de Francia-. Se trata de una apasionante y ardua labor de carpintería literaria que Pérez-Reverte regala al lector y que contribuye, en nuestra opinión, a enriquecer la novela. 
Resulta simpática también la presentación que el escritor hace de algunos de sus compañeros actuales de la RAE, como don Francisco Rico o don Gregorio Salvador quien reconoce que “en tiempos de oscuridad, siembre hubo hombres buenos que lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso…Y no faltaron quienes procuraban impedirlo”. No hay mejor resumen para la trama de esta  novela y no hay mejor homenaje para una institución que además de “limpiar, fijar y dar esplendor” a nuestro idioma, luchó por implantar en España un nuevo pensamiento, una nueva filosofía que nos liberara del yugo de la iglesia y de la monarquía y que hiciera de la educación y de la cultura las bases de la  sociedad. Larga vida a la Academia y larga vida a todos esos hombres buenos que a lo largo de nuestra Historia han amado la cultura y la libertad. 

domingo, 10 de mayo de 2015

286. Making-of



El azar ha querido que las últimas tres novelas que han llegado a mis manos compartan un rasgo común: en todas ellas sus autores intercalan entre la trama argumental los pormenores del proceso creativo ofreciendo detalles personales sobre las vicisitudes experimentadas durante la escritura de sus respectivos libros. David Foenkinos confiesa en las páginas de Charlotte el impacto emocional que ha supuesto para él adentrarse en la vida de la pintora judía, muerta en Auschwitz; Arturo Pérez-Reverte desmenuza la labor de investigación que ha llevado a cabo para conocer la historia de los “hombres buenos” que trajeron L’Encyclopédie de Diderot y D’Alembert a España; finalmente, Antonio Muñoz Molina riza el rizo y en esa novela de novelas que es Como la sombra que se va, desvela los secretos de la composición de Un invierno en Lisboa, mientras noveliza la huida de James Earl Ray, el asesino de Martin Luther King, de cuya trama ofrece también datos acerca del proceso de confección de la novela.
Ignoro si esto de mostrar las tripas de los libros es una nueva moda pero si lo es, sería deseable que fuese pasajera. No es que no resulte interesante toda esa información sobre las particularidades del acto creativo. La metaliteratura es un apasionante campo de reflexión y un precioso filón para el anecdotario. Pero la disposición de un lector de novelas es la de quien desea traspasar las lindes de su propia realidad para sumergirse, mientras dure el embrujo de la lectura, en otro espacio necesariamente distinto. El lector hace un pacto con el escritor: tú me cuentas una mentira o una media mentira y yo hago como que me la creo. La inclusión de los entresijos extraliterarios vulnera ese pacto de ficción y produce cierto desencanto, una sensación de estafa, como cuando suena el despertador y, de repente, irrumpe la fea realidad tras la magia de un bonito sueño. Decirle al lector cómo es una novela por dentro es como hacerle decir a un forense lo maravillosa que era la persona que está diseccionando en la mesa de autopsias mientras revuelve sus vísceras. No hay nada más desazonador tras una obra de teatro que esos coloquios que se organizan a veces, al finalizar el espectáculo, entre el público y los actores. Éstos, ataviados todavía con los trajes de los personajes a los que dieron vida, al hacerse hombres de verdad y eliminar la frontera que los separaba de nuestro patio de butacas, dan al traste con esa sensación de hechizados con que todo el mundo debiera salir siempre de las puertas de un teatro; y sólo la realidad de la calle, el murmullo de las gentes, los cláxones de los coches, el frío sobre las aceras, son los que poco a poco debieran devolvernos del trance. Que lo hagan los actores es un sacrilegio. Lo que sucede en la escena, quede en la escena; lo que sucede en los libros, quede en los libros; el actor Álex González es un farsante impostor de Javier Morey cuando se empeña en relatarnos el making-of de El Príncipe.

El mejor making-of que probablemente haya dado nunca la Literatura ya nos lo regaló Cervantes cuando nos contó que la historia de don Quijote la había conocido a través de unos textos del historiador musulmán Cide Hamete Benengeli, que hizo traducir. Y digo que este making-of ha sido el mejor de todos por una sencilla razón: porque era mentira. 

domingo, 3 de mayo de 2015

285. Charlotte



David Foenkinos ha relatado en su nueva novela Charlotte (Alfaguara) la desgraciadísima vida de la pintora alemana de origen judío Charlotte Salomon, una joven cuya existencia estuvo marcada por la muerte de un buen número de familiares abocados al suicidio. La pequeña, con sólo diez años, se queda huérfana de madre, hecho que influirá decisivamente en la formación de un carácter solitario y tremendamente triste. El silencio y la pesadumbre se adueñan de su familia, especialmente de sus abuelos maternos que no soportan la pérdida de sus dos hijas. Su padre se refugia en sus estudios de Medicina y Charlotte halla consuelo en la pintura. Pronto destaca por su estilo innovador y nada convencional, mas el reconocimiento nunca es público puesto que la protagonista vive en el Berlín inmediatamente anterior a la eclosión del nazismo, ciudad en la que el éxito es una quimera para los judíos. Tras varios avatares y desgracias y tras conocer el amor, debe refugiarse en el sur de Francia con sus abuelos para evitar la persecución nazi. Allí descubre el verdadero motivo de la muerte de su madre y sufre la pérdida de su abuela con el consiguiente enajenamiento de su abuelo. Su vida es un  eterno “estribillo de muerte”, un ciclón que engulle a su familia. Ante esta aplastante realidad, Charlotte  decide asirse a la vida pintando su autobiografía, en la que incluye textos y pautas musicales. Le invade la necesidad de dejar constancia de su historia en un momento en que la Historia se empecinó en apagar la voz de la comunidad judía. Imbuida por un éxtasis creativo y por la urgencia de sentirse en peligro, Charlotte pinta 769 piezas que agrupa bajo el marbete Vida o teatro. Y es que bien pudiera parecer que la trayectoria vital de esta joven es cosa de ficción, más propia de una tragedia teatral que de una vida verdadera. Finalmente, entrega su obra a su médico, el doctor Moridis, a quien confiesa que “es toda mi vida”. Ésta terminó en 1943 en una cámara de gas de Auschwitz. Charlotte contaba con 26 años y estaba embarazada.

Podría considerarse que esta novela es una más que viene a engrosar la larga nómina de obras que tienen como tema el muy manido holocausto judío Sin embargo, parece que a Foenkinos le interesa más la mujer, la pintora, que el genocidio nazi. Escribe, pues, una oda a una artista a la que admira profundamente. De hecho, el autor interrumpe el hilo narrativo con incisos en los que relata su labor de investigación y los viajes que realizó para reconstruir la vida de esta artista tan especial. Necesita pisar por donde caminó Charlotte y respirar el aire que le dio vida. Así se siente cerca de ella y así es capaz de transmitir al lector su gran tragedia vital y el valor de su arte.

 En cuanto al estilo, destaca principalmente una técnica narrativa inusual. David Foenkinos huye de la narración en prosa tradicional y opta por la línea corta de carácter versicular. Cada idea o acción es plasmada en una solo renglón que queda separado del siguiente por un punto y aparte. El propio autor se justifica argumentando que el dramatismo de la historia es de tal magnitud que era incapaz de narrar de otra manera. Necesitaba respirar, precisaba de los puntos y apartes para poder seguir escribiendo. Lo que sí es cierto es que el carácter sentencioso de las oraciones va calando en el lector, como esas lluvias finas que atraviesan nuestra ropa sin darnos apenas cuenta. Cada línea, cual gota de sufrimiento, hace que nos identifiquemos con la protagonista, que seamos capaces de reconocer su dolor como propio y que acabemos empapados de una inquietante desazón,  de lástima y de rabia. Por suerte, aún nos quedan los cuadros de la artista, coloridos testigos mudos que dan voz a una negra existencia digna de ser recordada. 

Autorretrato de Charlotte Salomon

Charlotte toma clases de pintura

El auge del Nacional Socialismo
Su abuelo le desvela el terrible
secreto de su familia

Última pintura de su obra.
En ella agradece a Ottilie Moore
el refugio que les ofreció en Francia
a sus abuelos y a ella.