domingo, 25 de enero de 2015

276. Leerse


 
A muchas personas les ocurre que, al escuchar un registro sonoro de su propia voz, no acaban de creerse que aquella sea realmente la suya, no se reconocen a sí mismos en la grabación. Sin embargo, esa es realmente su voz y los matices que el hablante extraña no se deben a ningún problema con el dispositivo tecnológico que recibe el registro, sino más bien a la percepción deformada que de nuestra propia voz tenemos. Dicho de otro modo, sólo nosotros oímos nuestra voz distinta a como la oye el resto del mundo. Ello se debe a que mientras los demás escuchan nuestra voz mediante los mecanismos auditivos habituales y comunes a todas las personas, nosotros, además, la escuchamos desde la caja de resonancia de nuestro propio cuerpo, que es la que aporta esos matices únicos.

Algo parecido debe de ocurrir con los escritores que se leen a sí mismos y que no se reconocen. Nadie podrá negar, salvo intervención de terceros, que son ellos los que han escrito sus libros, y los lectores leales son, además, capaces de reconocer el particular estilo del autor. Y, no obstante, éste no se identifica con su propio escrito. Tal fenómeno no puede ser más fascinante. El escritor real, sujeto social, con su nombre y apellidos, no coincide con ese otro impostor en el que se ha desdoblado. Esto es de manual: en las novelas, autor real y narrador son dos figuras que la teoría literaria siempre ha insistido en separar; el narrador es un invento del escritor, un recurso estrictamente literario. Pero en todo esto hay algo también de sugestivo misterio ontológico: ese yo que no soy yo, que escribe por mí y que, tras el rapto de la creación, me sorprende con un texto que yo mismo habría sido incapaz siquiera de imaginar.

Hay otros escritores que, aun reconociéndose en sus libros, ya no se gustan. Casos de obras repudiadas por sus propios autores hay ejemplos para no acabar. Me viene a la mente ahora mismo la vehemencia con que Rafael Sánchez Ferlosio se avergonzaba de su Alfanhuí o Miguel Delibes con La sombra del ciprés es alargada. Quizás se deba, sobre todo, a que son obras primerizas. Tal vez sea legítimo renunciar a quienes fuimos, pero eso no quita que un día fuéramos y que ese testimonio de nuestra historia permanezca y tenga validez en sí mismo. Valga decir que la obra de Delibes me parece una maravilla.

Luego están los autores vanidosos, que se leen a sí mismos una y otra vez, con estúpida autocomplacencia y hasta escriben ensayos interpretativos de su propia obra, sin saber que, una vez que la dieron al mundo, ya no están en disposición de decirnos cómo hay que leerla ni condicionar nuestra lectura soberana. La literatura es de los lectores y, aunque es útil la orientación de los autores, de los críticos y de los expertos en general, con la lectura pasa como con la escritura: que las palabras leídas son ya nuestras y se convierten en la voz intransferible que nos construye.

También están los escritores que nunca leen sus libros tal vez porque ya no les importan, por pudor o porque, de hacerlo, les volvería la irritante epidemia de las correcciones y abominarían de aquella máxima juanramoniana de “no le toques ya más, que así es la rosa” a la que un día fatídico entregaron a regañadientes su voluntad.

Finalmente, quizás sea la poesía el género donde el escritor, si es buen poeta, nunca podrá dejar de reconocerse. Porque la buena poesía es la que sale de dentro, la que está llena de autenticidades. Y aunque los lectores de poesía disfruten de los versos, sólo el poeta que los escribió, con su radical verdad, sabe cómo suenan porque los escucha y los reconoce desde la irrepetible caja de resonancia de su alma.

martes, 20 de enero de 2015

275. 'Alatriste' es un libro



El pasado miércoles 7 de enero se emitió por televisión el primer episodio de la serie Alatriste. A Pérez-Reverte no ha acabado de convencerle la adaptación de su novela y se ha mostrado algo tibio en sus apreciaciones, en las que sólo salva el guión y el compromiso de los actores a la hora de mostrarse fieles a los personajes. Yo todavía tengo pendiente completar las aventuras de Diego Alatriste, así que no dispongo de elementos de juicio suficientes como para adentrarme en un análisis comparativo.  Sí vi en su momento la película de Agustín Díaz Yanes y me gustaron muchas cosas, entre ellas la inolvidable caracterización e interpretación de Juan Echanove como Quevedo. No veré, en cambio, esta pantomima semanal del miércoles, cuyo estreno duró en mi televisor lo que duraría un púber en la habitación de María de Castro pero sin la precocidad del placer. Me resultó un producto acartonado, sin fuerza expresiva y con ese tufo telefílmico que convierte a la Historia en un carnaval colorista, con sus decorados de piedra pómez, su vestuario impostado y sus abundantes anacronismos, a la manera de la sonrojante Águila roja. La comparación con la película o con otras series históricas españolas recientes de calidad, como Isabel, son inevitables y dejan la producción de Telecinco en una posición embarazosa.
Pero no está en mi ánimo meterme a crítico televisivo, que eso hay quien lo hará mucho mejor que yo, sino reflexionar sobre ese debate espurio que siempre se origina cuando se comparan obras literarias y sus correspondientes adaptaciones cinematográficas. Ha ocurrido ahora con la obra de Pérez-Reverte, pero sucede cada vez que una película se basa en un libro. Ese cotejo puede ser entretenido e interesante por muchos motivos pero conviene no ser demasiado purista y escrupuloso en la lista de paralelismos. Hay que recordar que el cine es una manifestación artística regida por sus propios códigos e independiente. Recoger al dedillo los detalles de un libro en una película es, además de imposible, contraproducente para el producto final. Cuando se estrenó Troya (2004), los lectores de la Ilíada clamaron al cielo por la retahíla de discordancias de la película respecto a la epopeya homérica. Pero si, por ejemplo, en el duelo singular entre Paris y Menelao el director Wolfgang Petersen hubiera incorporado el pasaje sobrenatural en que la diosa Afrodita salva al raptor de Helena, la escena habría resultado ridícula y contraria al análisis estrictamente humano que rodea a las bajas pasiones y el alma de los personajes de la cinta, en este caso la cobardía de Paris, que en la película huye a los pies de Héctor.
No obstante, cine y literatura se vinculan en el territorio del guión y es deseable que éste, al menos, conserve el espíritu del libro pero no todos sus pormenores. A un director de cine, como a cualquier creador, no se le puede constreñir su libertad expresiva en virtud de una mal entendida fidelidad al libro;  ello sólo deriva en artefactos forzados. El cine tiene su particular lenguaje, igual que la pintura, la música o la escultura. Mucho nos extrañaría  ver recitar versos a un compositor en un concierto; sencillamente, nos bastaría con que su melodía dijese el poema en el que se basa y que los acordes fueran los mismos versos que nos conmovieron hechos ahora música.
Las aventuras del capitán Alatriste es una saga de novelas. Quien quiera fidelidad que lea los libros. Porque la celulosa y el celuloide son dos palabras que podrán parecerse mucho pero nadie podrá negar que son distintas.