domingo, 14 de septiembre de 2014

265. Libros que serán




Desde hace ya varias semanas, estoy trabajando sobre los versos de un poeta que ha puesto en mí su confianza para que le prologue su próximo libro. Ya hablé en uno de mis anteriores artículos del embarazo que puede suponer la labor del esforzado prologuista pero, en este caso, el parto no reviste dolor y la criatura nacerá sana sin necesidad de fórceps. 
La experiencia de escribir un prólogo, más allá de la satisfacción que produce el hecho sorprendente de que alguien encomiende el pórtico de su obra al humilde juicio crítico de un columnista de provincias, permite, sobre todo, asistir de primera mano a la gestación del futuro libro y sus vicisitudes: el celo del autor, que va incorporando enmiendas a sus versos, matizándolos sutilmente hasta hallar la precisión expresiva que desea; los cambios en la selección de los poemas que acabarán formando parte del libro; las dolorosas renuncias con las que hay que transigir para cumplir con la tiranía del espacio y de la paginación; pero también el encaje de bolillos con el que tienen que lidiar las editoriales para ajustar sus cuentas, conseguir subvenciones y permitir con ello la publicación del libro en una tirada decente. Todo ese proceso permite conocer íntimamente los entresijos del desarrollo creativo y es una preciosa información sobre la labor de pulimentado de la escritura, donde las virutas desechadas, abortos de poema, tienen tanta importancia como el producto final.

Hay, no obstante, en la lectura de estos poemas todavía desubicados, una especie de profanación, como si uno recorriese impúdicamente esas vísceras de tinta que están lejos aún de su consagración pública cuando mañana se alojen en la venerable nobleza del libro. Los poemas que manejo, que una común impresora casera ha estampado sobre unos folios; que habitan todavía en la incomodidad de una ruda encuadernación de espiral barata; que son pintarrajeados por la pluma-bisturí de un prologuista quizás demasiado metódico; estos poemas, digo, ruborizan mi mirada al contemplarlos así, desarrapados, como si fueran sobrevivientes de una catástrofe a los que se alojara provisionalmente en un frío e impersonal polideportivo.
El poema tiene tres hogares. Es el primero la mente del escritor y habita en ella como en una conmoción que se enseñorea de las potencias todas del autor y se hace soberana. El último es el libro, donde recibe los honores de su majestad en un mausoleo de versos que resucitan en los ojos de quien los lee y se propagan y se perpetúan cada vez que alguien cruza el umbral de la cubierta. Entre ambos hogares, está este cuaderno indigno que reposa ahora sobre mi escritorio. Y el poema, que sabe de su alta alcurnia, humilla orgulloso su mirada al verse así, entre los harapos de este soporte provisional, medio en cueros, expuesto ante la mirada curiosa del diseccionador que practica el tracto poético para extraer de sus entrañas fonemas, ritmos y sutilezas semánticas.

Cuando tenga listo el prólogo y lo mande a la editorial, guardaré este borrador en el lugar más profundo de un cajón y no volveré a sacarlo a la luz. Esperaré a que se haya publicado el libro. Seguramente lo recibiré en mi casa y me halle yo en pijama. Lo abriré entonces con el respeto de quien entra en sagrado. Nos miraremos fijamente el poema y yo. Conozco sus secretos pero ahora es él quien va a escrutar los míos. Y esta vez seré yo quien agache reverencial la mirada y espere la brutal sacudida. Cambiaron las tornas. Los poemas se hicieron libro.

3 comentarios:

Mercedes Perales dijo...

¡Cómo disfruto leyendo a este chico!

Anónimo dijo...

El proceso de escritura siempre es un misterio, al menos para mi. El orden de los poemas, la estructura del libro, la palabra que matice un pensamiento, que lo tiña de pasión, todo hace que el resultado final tenga un algo de azaroso, imprevisible.

PEDRO GOMILA dijo...

El proceso de escritura siempre es un misterio, al menos para mi. El orden de los poemas, la estructura del libro, la palabra que matice un pensamiento, que lo tiña de pasión, todo hace que el resultado final tenga un algo de azaroso, imprevisible.

PEDRO