domingo, 27 de abril de 2014

248. ¡PELIGRO! Chafo los finales



En el fotograma aparece el actor Haley Joel Osment, que se hizo famoso por interpretar al niño Cole Sear en la película dirigida por Night Shyamalan, El sexto sentido. En esta escena, Cole le está confesando al doctor Malcolm Crowe (Bruce Willis) su gran secreto: “En ocasiones veo muertos”, le dice con esa carita desamparada que dan ganas de achuchar. Pero resultaba … ¡Que el muerto era Bruce Willis! ¡Ups!
Si hace 15 años, cuando se estrenó la película, alguien hubiera osado desvelar en mitad de la proyección tamaño enigma, probablemente habría sufrido el linchamiento del resto de espectadores de la sala. Yo no creo haberme expuesto a tal castigo porque, como digo, la película tiene ya 15 años y, aunque alguien no la haya visto todavía, creo que le habrá resultado imposible sustraerse de una de las secuencias más icónicas de la historia del cine, llevada y traída hasta la saciedad y objeto de parodia, que es, probablemente, el indicio más palpable de su popularidad.
Sin embargo, algún lector sí me ha reprochado mi “manía” de desvelar algunos de los finales de las obras que reseño en este espacio. En concreto, la reprimenda ha llegado tras mis últimas tres críticas teatrales: El baile, de Édgar Neville; El malentendido, de Albert Camus; y Julio César, de William Shakespeare. Efectivamente, en las tres he revelado el desenlace. Puedo comprender que alguien no conozca la obra de Neville, autor, por otro lado, injustamente olvidado; y hasta puedo entender que nadie esté obligado a leer a Camus. Pero oiga, la cosa ya va siendo algo más grave si se ofende usted por haberle descubierto que al final de la obra de Shakespeare, Julio César es asesinado ¡Y a manos de Bruto! A este paso, cuando hable del Quijote tendré que evitar decir que Alonso Quijano muere. ¡Y que muere cuerdo! Sí, sí, cuerdo, como lo oye. O que Romeo se suicida tras creer que Julieta había muerto. ¡Pero ella no estaba muerta, que estaba dormida! Hay que ver qué cosas se inventaba el Güiliam Sequésperi, ese. O que Jesucristo resucitó. Pues sí: abrieron el sepulcro y allí no había ni Dios. Vaya, lo he vuelto a hacer. Es que no lo puedo controlar, tengo una manía de chafar los finales al personal…

La anécdota ilustra dos problemas graves de nuestra sociedad. Primero, su alarmante nivel cultural, lo que no es óbice para que este lector molesto utilizase para reprenderme el término spoiler, que de estúpidos modismos sí estamos bien servidos. Este es de los que se van de shopping pero nunca a las librerías. El segundo problema es el ya insoportable pragmatismo que, en literatura, va unido a esa necesidad de consumir libros con el único fin de deglutir historias. Como si un producto artístico no valiera por sí mismo, independientemente de conocer o no el final de su argumento. Bajo ese punto de vista, las relecturas, por ejemplo, no tendrían ningún sentido porque el final ya se conocería de antemano; o el género del romance no se entendería, porque, por no tener, no tiene ni final. Cuando voy al teatro, suelo leer la obra previamente, aunque me anticipe el desenlace. Ello no resta un ápice del placer que experimento una vez sentado en el patio de butacas.  Porque en literatura no interesa tanto el “para qué” sino el “cómo”. Nuestro spoiler más trágico e infalible es aquel que nos asegura que la muerte a todos nos aguarda. Sí, lo siento: una vez más le he chafado el final. Pero acabará disculpándome si se olvida de ello y atiende a lo que realmente importa: cómo escribe uno las páginas de su vida antes de cerrar el libro. Así en la vida como en la literatura. 

domingo, 13 de abril de 2014

247. Julio César



William Shakespeare escribió Julio César en su etapa de madurez, aunque la obra permaneció inédita hasta 1623, siete años después de su muerte. Para su confección, Shakespeare se basó en las Vidas paralelas de Plutarco, aunque no en la versión del biógrafo griego sino en la traducción de las mismas vertidas al inglés por su contemporáneo Thomas North. Si el asesinato de Julio César ha sido de por sí uno de los magnicidios más fascinadores que ha dado la historia de la humanidad, con la versión literaria de Shakespeare el hito ha quedado ya definitivamente fijado de manera indeleble en el imaginario histórico colectivo.
Se suele decir que los temas que han preocupado y preocupan desde siempre al hombre están ya todos en Shakespeare. Muestra de ello es que todas sus obras pueden leerse sin menoscabo de su vigencia y universalidad. Por eso mismo, los directores teatrales, que tienen la mala costumbre de rescatar obras clásicas sólo cuando en éstas se reconocen temas de actualidad (como si uno no pudiera disfrutar de una obra de teatro clásico porque sí), echan mano muy a menudo del inmortal dramaturgo inglés y rara es la temporada en que no circula por las tablas españolas alguna obra del autor de Stratford. En Julio César, efectivamente, se dan buena cuenta de algunos de los males que laceran nuestra vida política. Casio representa la perversión del lenguaje. Envidioso de la gloria de César, la persuasión de su oratoria convence a Bruto para que éste tome partido en la conspiración; no le va a la zaga Marco Antonio que, una vez muerto César, trata de sacar rédito erigiéndose como su vengador, arrogándose así una legitimidad de la que él mismo se ha investido. Marco Antonio tiene, también, el don de la palabra. Su arenga al pueblo demuestra la volubilidad de la opinión pública y la sencilla maleabilidad de una ciudadanía ignorante. Hasta César queda desmitificado, cuando Shakespeare lo ridiculiza haciéndolo receloso, supersticioso, vulgarmente orgulloso, fanfarrón y epiléptico. Sólo Bruto sale bien parado porque antepone su lealtad a la República, sobre la que ve cernirse la sombra de la tiranía, a su amistad con César. Bruto es sólo un instrumento de los ambiciosos. Al final de la obra, Octavio manda sepultar el cadáver de Bruto, pero esto es sólo una concesión de Shakespeare, que quiso homenajear sus virtudes cívicas. Hoy sabemos que fue decapitado y que su cabeza fue arrojada a los pies de la estatua de César.

Paco Azorín ha revisado el clásico en una espléndida versión que está de gira por España. El director murciano ha mejorado, además, uno de los defectos de los que, a mi entender, adolecía el texto de Shakespeare (perdón por el anatema): la escasa evolución psicológica de Bruto. El escritor inglés, que trató admirablemente el tema de la duda en su Hamlet, no construye, sin embargo, un Bruto que se debata claramente en su conflicto interior. En la versión de Azorín, en cambio, Tristán Ulloa es la encarnación misma de ese sufrimiento. José Luis Alcobendas está fantástico en la representación del sibilino Casio; y Sergio Peris-Mencheta (Marco Antonio) se sale de las tablas, sobre todo en los pasajes donde se dirige al pueblo de Roma para moldear a su antojo las mentes de la plebe. A Mario Gas le falta alguna letra de su apellido. En cuanto a la escenografía, es un acierto convertir el patio de butacas en un ágora romana, como lo es también la sobriedad decorativa, un obelisco egipcio, símbolo del poder. Hay que estar muy atento a la mejor escena de la obra: cuando Marco Antonio lanza su perorata al pueblo instigándole a la rebelión contra los conspiradores, se hace la oscuridad en el escenario y callan de golpe las aclamaciones de la plebe exaltada, para dejar oír las estremecedoras palabras que Marco Antonio pronuncia para sí mismo, una vez que ha plantado la engañosa semilla del verbo en las conciencias de las gentes: “¡Maldad ya estás en pie! ¡Toma ahora el curso que quieras!”

miércoles, 9 de abril de 2014

246. El centro de la sombra



Ramón Bascuñana ha ganado el XXIX Premio Juan Bernier de Poesía, concedido por el Ateneo de Córdoba, por su libro El centro de la sombra. El eje vertebrador de su poemario es, eminentemente metapoético. El poema aparece como el artefacto redentor que alivia el sufrimiento de la existencia y a cuyo amparo, se halla un atisbo de eternidad. En el espejo de sus versos, el poeta halla su identidad, aunque sólo vislumbrada por la “frágil pureza del lenguaje”. El poeta se erige como intérprete del mundo y de sus arcanos, capaz de descifrar “el alfabeto secreto que yace detrás de todos los cuerpos”. En esta empresa está siempre asistido por la herencia de los poetas antiguos, “el eco de los que me precedieron”, cuyas resonancias aparecen transparentes en muchas partes del libro. Pero la palabra poética no sólo retira el velo de lo inaccesible sino que también ejerce una labor demiúrgica de construcción del mundo, “porque las cosas son únicamente / cuando puedes nombrarlas”, fórmula que ya habían ejecutado con más acierto Jose María Valverde o Blas de Otero, entre otros. La visión del poeta es siempre hacia dentro, como un parapeto contra el mundo: fuera quedan sólo los “bárbaros” y la imagen pública del escritor, cargada de convencionalismos de oficio que nada dicen de su verdadera esencia. Bascuñana censura también la labor quirúrgica del academicismo crítico, otra manifestación del bárbaro de ahí fuera, que disecciona el poema hasta desvirtuar su sustancia (pedimos perdón aquí por aplicar el bisturí).
Otros temas del libro son el amor, repartido entre la nostalgia y la frustración; la evocación de la infancia, con ecos machadianos en el poema “Canción”; el paso del tiempo y la decrepitud a él asociado; y varios poemas metafísicos con tendencia al nihilismo.

En el debe del autor, cabe señalar cierta jactancia y autocomplacencia en la figura del poeta sufriente, que se antoja algo exhibicionista e impostada. En ocasiones los versos caen en el puro ripio sin la necesaria reformulación: valles de lágrimas, castillos en el aire o de arena, torres de marfil, mares embravecidos, naufragios vitales, levedades del tiempo, el amor como enfermedad... El catálogo de versos ajenos que le sirven para la glosa es sobreabundante; he localizado incluso una canción de Mocedades, que luego escuché en la voz de Cecilia y Julio Iglesias. No todo vale en virtud de una supuesta intertextualidad. Existen también algunas contradicciones conceptuales; rimas forzadas, próximas a la métrica urbana del rap; y un lenguaje que el jurado del premio ha catalogado de “cercano y directo” y que yo dejaría en “prosaico”. Para terminar, los ejes temáticos que debieran hilvanar las tres secciones del libro resultan confusos y faltos de unidad. En definitiva, El centro de la sombra es una obra meritoria, cuyos defectos sólo encierran la virtud de dejarnos a la espera de un próximo libro, capaz de reconfortar la tibieza que nos ha dejado éste y de confirmarnos al buen poeta que sabemos que es Ramón Bascuñana.  

domingo, 6 de abril de 2014

245. Cuarto menguante



Aunque el fenómeno del microrrelato no es nuevo (pienso ahora en Borges o Cortázar y, si me apuran, en las parábolas bíblicas), lo cierto es que su reflorecimiento sí es reciente, lo que le ha insuflado al género un aire de modernidad que en realidad no tiene. No sé si la extensión de estas pequeñas narraciones puede ser signo de la vida vertiginosa de nuestro mundo: una literatura que se consume con rapidez, apta para quienes, apremiados por ese mal endémico que es el reloj, desean adecuar el ejercicio de la lectura a tramos cortos, con un principio y un final próximos en el espacio narrativo; en definitiva, leer de una sola tacada una historia sin la servidumbre temporal que impone la lectura de una novela larga.
Del microrrelato me preocupan dos aspectos, uno relacionado con el lector y otro con el escritor. El primero es que el género corrobore esa tendencia del homo digitalis al fragmentarismo y a la falta de constancia, síntomas derivados ambos de la inmediatez y dispersión del lenguaje cibernético y su infinita red de hipervínculos, que no permiten reparar más de un minuto en un texto medianamente largo colgado en la red. Como consecuencia, el lector se convierte en un actor impaciente, pragmático, incapaz de perseverar en una trama que no le “enganche” desde el principio y con una preocupación prioritaria por la acción y por llegar al final cuanto antes. El segundo punto que me preocupa, el que atañe al escritor, tiene que ver con la deshonestidad literaria. Ahora todo el mundo se ha apuntado a la moda del microrrelato y los escritores de medio pelo parapetan su impericia y su pereza tras el marbete de un vanguardismo mal entendido. Sin embargo, el microrrelato, como el haiku, que es primo hermano suyo, son géneros de una tremenda dificultad porque su carácter sugestivo y el ingenio para la condensación conceptual requieren gran dominio y paciencia en el arte constructivo, el mismo detenimiento, por cierto, que requieren para ese lector con prisas que quizás se equivoque si piensa que al elegir el microrrelato, hallará en él la “ventaja” de la premura. Los microrrelatos se leen con lentitud o no se leen.

Jaume Palau salvaguarda la dignidad del género con su obra Cuarto menguante (Silva Editorial).  Lejos de sumarse al circo vanguardista, el autor tarraconense consigue darle encaje a la tradición reformulándola en sus relatos. Ese es su gran acierto. Así, hallamos originales revisiones de pasajes bíblicos, como el de Caín y Abel, el del carpintero José tallando la cruz de su hijo o el capítulo de Lázaro; versiones de temas mitológicos, como el de Ícaro; tópicos literarios como el beatus ille; ecos petrarquistas en el concepto del amor como lucha de contrarios o como enfermedad; referencias a Kafka, etc. Especial interés tienen las estampas históricas y las inspiradas en obras de arte, imbuidas de lirismo evocador. No faltan la crítica social, cruda a veces, irónica otras, siempre ética; las reflexiones metafísicas; el humor; historias futuristas; de terror o sobrenaturales; metaliterarias; y una atmósfera orientalista en algunos relatos, que tan bien casa con las moralejas y el carácter sentencioso que a veces suele alimentar el género. Si acaso sobra en algún relato un exceso de prosaísmo y en otros, sobre todo los ligados a la cotidianeidad, se peca de cierto maniqueísmo que no deja margen para la sugestión, virtud que precisamente forma parte sustantiva del microrrelato. El libro termina con las “Semillas”, pequeñas frases próximas al aforismo realmente deliciosas, y cumple de esta manera el plan inicial indicado por el título: los relatos van menguando su extensión conforme se avanza en su lectura hasta llegar a la mera oración. Antonio Luque Ávila ha ilustrado algunas piezas con poemas visuales, que complementan la lectura de los relatos. Cuarto menguante es una recomendable degustación literaria que, como ocurre en los restaurantes gourmet, deleitan el paladar pero le dejan a uno con ganas de más. Precaución: el microrrelato puede ser adictivo.