sábado, 13 de julio de 2013

215. El insomne alfa





En la habitación del insomne “alfa” una luz tras la persiana medio abierta cuartea la compacta oscuridad del bloque de edificios. Siempre es la misma ventana, cada noche. Desde la atalaya de mi alféizar otros pisos de otros insomnes reclaman también mi atención aunque no del mismo modo. Son insomnes previsibles: un bulto apoltronado en un sillón empina la misma botella de todas las noches mientras las ráfagas intermitentes de un televisor que ni siquiera mira, iluminan su silueta panzuda y descamisada; en el otro edificio una mujer aparentemente joven se acerca a su teléfono, y como cada noche, posa su mano sobre el auricular en ademán de descolgar, titubea, descuelga, marca unos números que alguna vez completa y cuelga rápidamente antes de desmoronarse sobre el aparato; mientras, el vecino de la esquina, una noche más, inclina su cabeza repetidas veces sobre un espejo que ha colocado sobre la mesa; al rato, tumbado, se le ve mover los brazos rítmicamente y, tras un espasmo que le deja rígido durante unos segundos,  eyacula su soledad sobre la moqueta y se duerme. A esa hora, el insomne a quien están a punto de desahuciar merodea su balcón mientras apura el enésimo cigarrillo; luego, como todas las noches, lanza la colilla a la calle y se queda muy quieto observando su caída fijamente, con atención obsesiva, hasta que la colilla toca el asfalto.
Pero el insomne “alfa” es diferente. Nunca le he visto el rostro. Lo que le convierte en un insomne peculiar es que, cada minuto y medio, aproximadamente, y durante gran parte de la madrugada, salen arrojadas desde su ventana unas bolas de papel arrugadas. Por la mañana, la acera amanece cubierta de estas bolas de papel que el barrendero de mi barrio, ya algo picado con la situación, se afana en recoger en su capazo con la demás basura, no sin antes echar una mirada rencorosa a los balcones de arriba. Vencido por la curiosidad, una noche decidí acercarme a la acera del insomne “alfa” cuando éste ya había apagado la luz de su habitación y antes de que llegase el barrendero. Llevé conmigo una bolsa mediana para hacer acopio de los deshechos y poder examinarlos con calma en mi casa. Al regresar y restaurar los papeles a su estado original, descubrí que las bolas pertenecían a las páginas de un libro. Todas eran del mismo libro porque pude ordenarlas según los números de página y el relato, efectivamente, tenía sentido.
A los dos días de esto, hallaron  al insomne de los cigarros, descoyuntado sobre la acera. Entre los curiosos que se acercaron a observar el levantamiento del cadáver, estaban mis otros vecinos insomnes: el hombre grueso apestando a vino; la mujer del teléfono, con los ojos hinchados; el vecino de la esquina con la mirada turbia; y un chico joven muy delgado, sin cabello, sentado en una silla de ruedas, que sujetaba en el regazo un libro de Dostoyevski excesivamente menguado para ser de Dostoyevski. Imaginé su biblioteca repleta de libros alineados en los anaqueles únicamente con sus cubiertas. Y pensé que todos mis vecinos insomnes son algo parecido a eso: sólo las portadas de un libro que jamás quisieron escribir y cuyo contenido arrojarían de buena gana por la ventana, como hace el insomne  “alfa” cada noche.
Esta noche mis insomnes han cambiado sus hábitos. Las luces tras sus ventanas siguen encendidas pero hoy han querido darse la oportunidad de asirse a otras vidas. No hay televisor, ni teléfono, ni espejos de azogues blancos. Todos esta noche leen. En mi mesita también espera un libro. Acomodado en el cobijo muelle de mi almohada, las hojas del libro crepitan bajo mis dedos cuando las vuelvo. Entre el silencio sofocante de esta noche de verano, los grillos cesan su canto cada minuto y medio, coincidiendo con el sonido leve de unas bolas de papel arrugadas al caer. Yo sonrío con melancolía. Y se me antoja que en ese sonido, como de nieve antigua que cae, resiste el pálpito de la vida sus miserias agarrado al sagrado acto de quien sostiene entre sus manos un libro amigo.

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