sábado, 25 de mayo de 2013

208. Ni por todo el oro del mundo


 
 
Si en nuestro tiempo la Literatura debe tener, entre sus otras muchas vocaciones, la de entretener y, a la vez, la de ser el altavoz de las injusticias sociales, entonces Ni por todo el oro del mundo, de Álex Saldaña Redondo, se ha ganado por derecho propio la consideración de los lectores y también la del crítico capaz de distanciarse con justicia y sin menoscabo de su arbitrio, de aquello que se ha dado en llamar “la gran literatura”.

Efectivamente, el libro de Saldaña no se antologizará en los manuales pero habrá cumplido con sobrada dignidad su paso por el parnaso literario.

Con una atención casi exclusiva por la trama, el ritmo de la novela es ágil y fluido, sin apenas injerencias o digresiones. Dos historias paralelas que acaban entrecruzándose, la del joven periodista Mario, trasunto del propio autor, y la de Tomás Agustín, niño venezolano que, junto a sus compañeros, sufre la explotación en los lavaderos de oro de la Amazonia, conforman la estructura básica del libro. La novela es una apología de la amistad, sobre todo cuando ésta surge en medio de la barbarie y de las situaciones más extremas. Una denuncia cruda contra el caciquismo, la explotación infantil o la pobreza, y contra las autoridades que  contemplan estas lacras con la aquiescencia de quien lo asume como algo natural. En mitad de todo ello, un friso vivísimo, prácticamente costumbrista, sobre todo de Caracas, y en menor grado de otras ciudades, con una muy bien templada contención por parte del autor que se aprecia, por ejemplo, en la inteligente dosificación de los americanismos lingüísticos y en su huida del tópico folclorista. La novela no esconde su afán informativo, casi pedagógico (aquí es donde aflora el Saldaña cronista) pero ello no lastra el desarrollo argumental de la obra porque apenas se notan las soldaduras de su didactismo.

Especialmente interesante es la intervención, ya bien avanzado el libro, de Ingrid, la encargada de una ONG, y su diatriba contra las injusticias sufridas por los indígenas panare. La vehemencia apasionada de sus palabras, casi desbocadas, pellizcan al lector, que hasta entonces se había acomodado en el muelle almohadón del género aventurero.

El libro no está exento de algunas posibles podas. En el plano estilístico hay algún abuso de las oraciones subordinadas, sobre todo en las primeras páginas, así como de expresiones peligrosamente asidas al ripio, como aquel “dar buena cuenta” de las comidas o entregarse “a los brazos de Morfeo”.

Respecto a la caracterización de los personajes, éstos resultan algo planos y estereotipados, quizás fagocitados por el alto ritmo narrativo de la acción, que no da tregua para una mejor construcción y profundidad psicológica. Tampoco, imagino, era el objetivo principal del autor. Asimismo, resulta ambiguo y poco perfilado el donjuanismo no muy  convincente de Mario. Y es absolutamente prescindible el pasaje donde se descubre la homosexualidad de uno de los protagonistas, tal vez pensado con la intención humorística que, a ratos, sazona sabrosamente el libro, pero que aquí es incomprensible. El autor ni siquiera retoma el asunto en ningún otro punto de la novela.

Álex Saldaña, subdirector del Diari de Tarragona, logra con esta obra, fruto de su labor periodística por varios países de Sudamérica, la difícil tarea de fundir lo lúdico con el trallazo que zarandea nuestras conciencias dormidas. Aquellos niños de infancias rotas ya tienen su libro y Saldaña ha exorcizado en él la deuda que contrajo consigo mismo: la de darles asilo en el sagrado y benefactor templo de la Literatura.
 
Álex Saldaña con su libro, editado por Silva Editorial.
 

sábado, 18 de mayo de 2013

207. La novela erótica

 


El sonido de las pulseras y el de los tacones sobre el pasillo enmoquetado del tren ya anunciaban su epifanía, como las baquetas y los crótalos de los coribantes frigios invocando a una nueva Cibeles. Sin embargo, no volví la mirada hacia ella, por si me convertía en estatua de sal. Esperé paciente que superara mi asiento y, al pasar a mi lado, oreó el rancio ambiente del tren con una delicada fragancia, afrutada, casi infantil, como de bosque que nace o pulpa mordida. Arrastraba una maleta demasiado pesada que sus delgados brazos vacilantes, completamente extendidos hacia arriba, trataron de colocar sobre el portaequipajes superior. Bella halterofilia que obligó a su blusa a levantarse más arriba del vientre, descubriendo el “piercing” de su ombligo y el lacito de la goma de sus bragas, que el pensamiento quiere deshacer para revelar el contenido que esconde, inframundo de dóciles cancerberos. Después, una vez colocada la maleta con muchas dificultades (nadie en el tren quiso ser caballero esta vez), la chica, de puntillas, manipuló algo dentro de ella. En su operación, la blusa ciñóse al pecho, dibujando unos senos pequeños, algo más grandes que una mandarina, y unos pezones demasiado evidentes para concluir que llevara sujetador. De la maleta extrajo un libro y, seguidamente, se acomodó en su asiento, situado frente al mío. Pude comprobar con desencanto, que el título del libro era Cincuenta  sombras de Grey. Al sentarse, cruzó las piernas, vestidas con una medias negras, cuya liga aparecía tras la falda anticipando un muslo blanco. Seguidamente, se enfrascó en la lectura. A ratos, el flequillo le caía sobre los ojos, cubriéndolos como celosía que ocultara el secreto de su lectura. Luego, se recolocaba el cabello parsimoniosamente por detrás de las orejas. A veces, mientras leía, mordía levemente su labio inferior o suspendía la lectura para fijar su vista durante largos segundos en un punto inconcreto del suelo. Después suspiraba y retomaba de nuevo el libro. En su ingenuo descuido, separaba las piernas mientras los labios bisbiseaban las palabras para deleite de quien, como yo, podía escrutar, dentro de su boca, las eles de nuestro bendito alfabeto.

 La novela erótica es, después de la poesía, el género literario más difícil de cultivar. Requiere elegancia y lirismo para evitar la pornografía; debe sugerir, superando la tentación de los pasajes explícitos o dosificándolos con estudiada precisión. Necesita cantarle al cuerpo pero también a los sentidos, al espíritu, y, especialmente, a la mente, imbricándose en la psicología del sexo, mucho más que en el “genitalismo”. Y sirve al Arte porque le canta al hombre y, especialmente, a la mujer.

Recuerdo, cuando adolescente, lo difícil que resultaba acceder a las novelas eróticas. En la biblioteca, la sección estaba casi oculta, en los últimos pasillos, con sus anaqueles preñados de tapas rosas que impedían cualquier posibilidad de hacer uso del préstamo, sólo por el pudor que causaba entregarle a la bibliotecaria el libro con su inconfundible color delator. Así que había que leerlos allí mismo, de manera clandestina, y si pasaba alguien estabas perdido porque de nada servía dejarlo sobre la estantería y hacer como que uno se interesaba por los volúmenes sobre “Valdemorillo y su actividad cerámica” de los anaqueles contiguos. Hoy la cosa ha cambiado y una chiquilla de 19 años lee en el tren, ante los demás pasajeros, sin vergüenza alguna, Cincuenta sombras de Grey. Se agradece esta superación de prejuicios, pero sería deseable que este nuevo renacer de la novela erótica tuviera otros adalides más apropiados para un género que merece ser respetado y dignificado. Porque, pese a las lubricidades que provocaba el libro en la chica del tren, qué quieren que les diga, Cincuenta sombras de Grey no es, ni de lejos, una novela erótica. Ni siquiera creo que sea una novela.
 
ALGUNAS LECTURAS IMPRESCINDIBLES DE NOVELA Y RELATO ERÓTICOS.
 
(Dedicadas fundamentalmente a los lectores que están perdiendo el tiempo con la trilogía de Cincuenta sombras de Grey)
 

ANÓNIMO: Grushenka

ANÓNIMO: Autobiografía de una pulga

ANÓNIMO: Mi vida secreta

ARAGON, Louis: El coño de Irene

ARSAN, Emmanuellle: Emmanuelle

BATAILLE, Georges:

 El azul del cielo

 Historia del ojo

Madame Edwarda

Mi madre

CLELAND, John: Fanny Hill

 LOÿS, Pierre:

Diálogos de cortesanas

Manual de urbanidad para jovencitas 

Las tres hijas de su madre

MILLER, Henry:

Opus Pistorum

Trópicos

MUSSET, Alfred: Gamiani

REYES Alina, El carnicero

ROSSETTI, Ana: Alevosías

 


 

martes, 14 de mayo de 2013

206. Nuestra Señora de París



Se cumplen 850 años desde que comenzara a construirse Notre Dame, una de las catedrales más importantes y conocidas del mundo. Con motivo de esta celebración, la ciudad del Sena ha preparado diversos actos conmemorativos hasta noviembre de 2013 y algunas mejoras como la renovación del órgano o la incorporación de nuevas campanas. Desde el ámbito literario se puede contribuir a este homenaje releyendo la archiconocida novela de Victor Hugo Nuestra Señora de París, obra escrita por el francés a petición de un editor que quería publicar una novela histórica al estilo de las que tanto éxito estaban cosechando en Inglaterra las de Walter Scott.
La trama se desarrolla en torno a tres personajes principales: Claude Frollo, el archidiácono de la catedral que, marcado por un difícil pasado familiar, ha consagrado su vida al estudio de todas las ciencias y que ve tambalearse sus principios cuando empieza a sentirse atraído por Esmeralda. Ésta es una joven gitana que con sus bailes callejeros  hace las delicias de los parisinos. Cierra esta tríada Quasimodo,  tuerto, jorobado, patizambo y sordo que fue abandonado en el altar de niños expósitos que había en Notre Dame y que fue adoptado por Frollo, quien lo cuidó como a un hijo y le ofreció como hogar la iglesia,  en la que se sentiría protegido del desprecio de una sociedad que no aceptaba su horrendo aspecto. Mas un terrible conflicto se gestará en el interior del campanero Quasimodo cuando descubra el amor en la figura de Esmeralda, la cual rechazará a ambos pretendientes a favor del capitán de arqueros Febo de Chateaupers, un joven engreído que jugará con las ilusiones de la gitana. Por tanto, el amor no correspondido y el sufrimiento que conlleva es el hilo conductor que teje los avatares de estos personajes. El argumento queda completado por otras historias secundarias como las de Gringoire, un literato y filósofo; Paquette la Chantefleurie, una mujer que desempeñará un papel fundamental al final de la obra; y Jehan Frollo, el díscolo hermano del sacerdote, entre otros.
Puede afirmarse que en Nuestra Señora de París Hugo realiza una magnífica radiografía de la capital francesa del siglo XV, pues hay constantes alusiones a acontecimientos históricos relevantes y descripciones minuciosas y detalladas al milímetro de la ciudad que configuran un bello retrato pintado con palabras, si bien su excesiva extensión rompe el hilo narrativo. Otras digresiones, no menos interesantes como la reflexión sobre la destrucción de la arquitectura con la aparición de la imprenta, aparecen intercaladas en la narración. En este caso, se defiende que "la arquitectura ha sido el gran libro de la humanidad" puesto que "no ha existido pensamiento importante que no se haya escrito en piedra". Ahora, la imprenta será la que dé testimonio del pensamiento  humano por lo que la arquitectura se irá desluciendo. No obstante,  la intensidad de las peripecias de los personajes  es tal que la atención y el interés del lector no se ven mermados por estas interrupciones narrativas. Asimismo, son constantes las intervenciones del propio autor dirigiéndose al lector, comentando los hechos narrados o disculpándose por la longitud de estas digresiones tan hugonianas.
Mención aparte merece el capítulo dedicado exclusivamente a Notre Dame en el que el escritor describe  la iglesia señalando los elementos arquitectónicos que existían en el siglo XV, perdidos en el XIX, y reflexiona sobre los tres agentes que influyen en la transformación de los grandes monumentos: el tiempo, las revoluciones políticas y religiosas y las modas.
Entre toda esta delicia literaria destaca el desenlace, trágico a la par que bello, con reminiscencias al famoso soneto quevediano “Amor constante más allá de la muerte”, que difiere totalmente del final inventado por Disney para su versión animada de la novela.
Oigo las campanas de la iglesia de mi barrio. Cierro los ojos y me imagino en la Plaza del Parvis frente a Notre Dame, contemplando esas torres en las que Quasimodo fue feliz, esas jaulas “cuyos pájaros, criados por él, sólo para él cantaban”. Quizás ya no estén ni Marie, su predilecta, ni Jacqueline,  mas las nuevas “jóvenes ruidosas” sonarán con fuerza recordando en cada repiqueteo al campanero que más amó a la reina de las catedrales francesas. Entre tanto, las gárgolas esbozan su sonrisa pétrea y eterna.


A David Jiménez, para que los cimientos de nuestra amistad sean tan duraderos como los de esta eterna catedral. 


sábado, 11 de mayo de 2013

205. Anónimos


 
Marcas de cantero del muro del Castillo de Monterrey, Orense.
 
Manuel Martín es mi amigo de toda la vida y tiene nombre y apellidos. Manolo trabaja en una de esas empresas informáticas donde cada día, cual autómata bien programado, debe desempeñar las mismas tareas anodinas al servicio del dios tirano de la productividad. La imaginación, la creatividad, la impronta personal, son sólo viejas aspiraciones a las que hace tiempo renunció cuando sometió la inicial ilusión del debutante a los protocolos, las cadenas de programación y las eternas y monótonas subidas de proyectos. Sin embargo, cuando compramos un producto con la tarjeta de crédito y nos devuelven el papelito con el justificante de compra, Manolo está presente. Los números de nuestra tarjeta que aparecen en el papel “encriptados” para proteger la confidencialidad de nuestros datos, son cosa suya. Entonces Manolo se permite el lujo de dejar su prueba de su paso por el mundo, al igual que los canteros de las viejas catedrales. Y decide que las figuras que ocultan los números de nuestras tarjetas serán este mes aspas, asteriscos o puntos, según su estado de ánimo. O si deja visibles los cuatro primeros números o los cuatro últimos.

Si mi amigo Manolo, desbordante de ideas,  sufre con resignación este anonimato lacerante ¿qué debió de sentir entonces el autor del Lazarillo de Tormes cuando vio estampada su obra sin su nombre? Se considera a don Juan Manuel, el autor de El conde Lucanor (1335), el primer escritor con conciencia propia de su labor creativa. Prueba de ello es el enorme celo con que mandó guardar sus obras en el monasterio de San Pablo de Peñafiel, en Valladolid, para evitar la labor distorsionadora de los copistas. Antes de él, los escritores concebían su quehacer como una contribución más al saber y, mucho se extrañarían si supieran que su nombre iría unido por siempre al de sus obras. Pero la legítima vanidad del que crea se impuso pronto a ese altruismo intelectual que caracterizó a la literatura del medievo. Y sólo el peligro inquisitorial pudo sacrificar el orgullo del creador. Algunos, sin embargo, no pudieron resistirse a burlar la inquina del olvido y pusieron su fe en las mentes avezadas que pudieran en el futuro destapar su identidad y ganar con ello la eternidad.  Tal es el caso de Fernando de Rojas, que ocultó su nombre tras los versos acrósticos del prólogo a La Celestina (siempre la censura tuvo tanto de intransigencia como de cortedad intelectual). El autor del Quijote apócrifo, editado en Tarragona, debió de sentirse, en cambio, muy mermado ante la gigantesca figura de Cervantes y ocultó su nombre tras ese misterioso y también falso Alonso Fernández de Avellaneda, del que, a estas alturas, poco sabemos todavía. Existen, en cambio, maravillosos anonimatos, como los que conforman nuestros cantares de gesta y el increíble milagro del Romancero. Aquel “autor-legión” que acuñara Menéndez Pidal es la expresión más hermosa del anonimato porque nos incluye a todos en el patrimonio común de los versos transmitidos y conservados de generación en generación.  A otros, en cambio, perseguidores de la lisonja y el aplauso público, bien les hubiera valido dejar sus obras anónimas, o mejor aún, no haberlas publicado nunca, más que por ellos, por los sufridos lectores que los soportaron.

Hoy he ido a la librería a comprar una versión revisada del Lazarillo de Tormes, a quien los editores todavía no se atreven a colocarle el nombre de Diego Hurtado de Mendoza, como defiende la investigadora Mercedes Agulló. Al pagar con mi tarjeta de crédito, la dependienta me ofrece el resguardo de la compra. Los números “encriptados” de mi tarjeta se esconden hoy tras un asterisco. Yo sonrío. Mi amigo Manolo ha tenido hoy un buen día.