domingo, 23 de diciembre de 2012

187. Leer en voz alta


 
El otro día, al llegar a casa, sorprendí a mi padre leyendo en voz alta. Al principio pensé que conversaba con alguien, de modo que irrumpí en el comedor para curiosear. Pero no; mi padre estaba solo y su único interlocutor era el libro que sostenía sobre sus manos. Tardó unos segundos en percatarse de mi presencia, lo que me permitió alargar durante unos instantes más, bajo el umbral de la puerta, la inusitada visión de mi padre ajustando con ahínco su voz a la voz silenciosa de las palabras que leía. Cuando por fin se dio cuenta de que estaba yo observándole, no pudo evitar cierto azoramiento, como cuando uno es descubierto haciendo algo que está mal. “¿Estás leyendo?”, le pregunté. “Sí, es que me gusta leer en voz alta”, contestó él con embarazo. “A mí también me gusta”, le respondí mientras me dirigía a mi habitación con la sonrisa en la boca. Mi respuesta, pronunciada de modo muy natural y como trivializando la situación, se sustentaba en dos ideas. La primera, la de la solidaridad: no hay nada que cause mayor rubor que verse de repente descubierto leyendo solo en voz alta. Ya puede uno disimular con un artificial arranque de tos o tarareando una canción cualquiera o conectando rápidamente la televisión para dar a entender que quien hablaba no eras tú. No, nada de eso sirve. Te han pillado leyendo en voz alta y hay que asumirlo. Así que, al decirle a mi padre que a mí también me gustaba leer de ese modo, intentaba sacarle del atolladero, ganándome su complicidad. La segunda idea es que, efectivamente, a mí me gusta leer en voz alta. Y parece que ya he descubierto de quién procede tal afición. Pero, bien mirado, aunque algo haya de herencia paterna en todo esto, pienso que la necesidad que nos impulsa a leer en voz alta viene de más lejos. La oralidad está instalada en nuestro código genético como un recuerdo ancestral de nuestra condición humana. Y la literatura, contradiciendo a su etimología (littera, letra), nació al amparo de los viejos rapsodas y juglares y también de las gentes sencillas que hallaron en la palabra dicha, en la palabra cantada, esa chispa poética que les elevaba y que les trascendía por encima de su finita naturaleza. Luego se impusieron los textos escritos y estos alcanzaron tal autoridad que, en el campo de la literatura, nada que no se atuviera a la escritura merecía contemplarse, lo que explica la tardía atención que la crítica literaria, ya en el siglo XIX, ha dedicado a la literatura oral. Hoy, el prestigio de los textos escritos sigue vigente y la palabra oral, cada vez más influida por la palabra escrita, ha olvidado su frescura y espontaneidad, y lo que es peor, entre el ruido que nos circunda, hemos perdido la capacidad de descubrir sus sutilezas, sus registros y hasta sus silencios. Leer en voz alta es darle la oportunidad a la palabra de corporeizarse para ofrecérsenos completa, con el atavío de los sonidos que la matizan. Nada más antinatural que leer un texto teatral o un poema en silencio. Y de hecho, la lectura silenciosa suele proyectar sobre nuestro cerebro los sonidos, ritmos y cadencias que no decimos. Lo que ocurre es que, a veces, necesitamos que esa proyección se materialice, igual que no nos basta la fotografía del ser querido cuando queremos abrazarlo. También ocurre con la novela. Es ya recurrente la cita de André Gide, que recomendaba a los lectores de Proust no realizar ningún juicio de valor sobre su obra sin haberla leído antes en voz alta. Finalmente, leer en voz alta es mezclarnos nosotros mismos con las palabras que leemos y lanzarnos al éter con las otras voces que también un día las pronunciaron, ecos que mutuamente se alimentan para juntar a los muertos y a los vivos en ese lugar donde no existen los límites del tiempo.

4 comentarios:

Tisbe dijo...

Me parece preciosa tu reflexión final sobre juntar a los vivos y a los muertos en el acto de la lectura. Nos vuelves a regalar un artículo muy bonito. Enhorabuena.

Javier Angosto dijo...

Como ha dicho Tisbe, has escrito un artículo muy bonito.

Érie Bernal dijo...

Las palabras leídas en voz alta son sonido, el sonido vibración y la vibración lleva al cuerpo a sentir cualquier historia en primera persona. Bonita entrada!

Píramo dijo...

TISBE, JAVIER, ÉRIE: gracias. Que el mundo se llene de vibraciones literarias.