domingo, 2 de septiembre de 2012

172. El lector de Julio Verne


Cuando se habla de las dos Españas en el marco de nuestra Guerra Civil, muchas veces se olvida, quizás por su misma obviedad o por su rala llaneza, tan parca en situaciones hazañosas, una circunstancia muy común, seguramente la más común de todas, que afectó a la mayoría de los españoles que vivieron aquellos terribles años. Esta circunstancia está desprovista, tal vez, del heroísmo o de la épica que han contribuido a alimentar la mitología de la contienda; no hay en ella gentes que luchan por una causa o por la otra; ni altos ideales; ni palabras grandilocuentes. Simplemente olvidamos que muchos españoles combatieron del lado de los unos o del lado de los otros por la sencilla razón, deslucida de todo ornato romántico, de que la guerra les cogió en una u otra parte. Sin más.

Algo de esto hay en la última novela de Almudena Grandes, El lector de Julio Verne. Nino, el niño protagonista, es hijo de un guardia civil. Pero la escritora, lejos de demonizar al guardia mediante los atributos acostumbrados con los que se han ensañado otras novelas y, más especialmente, el cine, lo caracteriza como un padre de familia atento sólo al bienestar de los suyos y como una víctima más de la posguerra que debe cumplir con las obligaciones del cuerpo al que pertenece con el mismo miedo a las represalias que cualquier otro ciudadano. Incluso se llega a aludir a la ley 12 de 1940 que trataba de depurar a los miembros de las Fuerzas Armadas que hubieran mostrado, antes de la guerra, simpatía e incluso neutralidad hacia la República, ley que podría afectar a la familia de Nino. Se consigue de este modo evitar el tratamiento maniqueo de los personajes que, por cierto, había lastrado la primera novela de esta serie, Inés y la alegría. 

Pero el mayor acierto de la novela es la recreación de una atmósfera sutilmente velada donde todo se sabe sin tener que hacerse explícito. De esta manera, el lector se identifica con los habitantes de Fuensanta, atenazado el uno por la gasa que envuelve la información que la autora dosifica con maestría, reprimidos los otros por el miedo, pero ambos conscientes de la verdad que se esconde tras el monte preñado de guerrilleros, tras los embarazos de esposas sin maridos, tras los paños negros colgados en las ventanas cada vez que muere un maqui, tras los dedos de Nino manchados de tinta de imprenta, tras la ambigua figura de Pepe el Portugués. Los maquis de la sierra adquieren un protagonismo latente, se convierten casi en una entelequia, en una abstracción, sólo concretada en las consecuencias de sus actos en el pueblo o en episodios igualmente intuidos en el claroscuro narrativo como aquel en el que Nino espía en la buhardilla de doña Elena la escena de amor entre Filo y Elías, uno de los maquis, apenas vislumbrado entre las sombras. Esa paradójica presencia “en ausencia” vertebra todo el libro y le da unidad.

Es también interesante la visión de los hechos a través de la óptica de un niño. Supone el triunfo de la mirada limpia, sin adulteraciones, pese a los intentos propagandísticos del maestro de escuela, y entronca con la idea de la justicia natural, que es, a su vez, una justicia universal. La figura de Nino representa la superación de las ideologías y de las pequeñas miserias y ambiciones de los hombres para sentar cátedra, desde el púlpito inmaculado de la inocencia, de la bondad y del sentido de la justicia.

Finalmente, el libro es un homenaje a la literatura. A Nino la literatura le redime, le forja el espíritu, le hace crecer y ser audaz e intrépido y le ofrece su compañía incondicional allá donde sólo encuentra incomprensión. Cuando Nino lee a Julio Verne o a Stevenson o a Galdós, nosotros, lectores de Nino que lee, cerramos el círculo mágico y en su linde fracasan la barbarie y el terror.

4 comentarios:

Tisbe dijo...

A mí me parece una novela deliciosa. De alguna manera, me hice mayor con Nino al leerla. Quizás hubiera eliminado el epílogo, puesto que el final es mucho más efectista sin estas últimas páginas que explican algo que el lector ya intuía al ver la evolución del personaje a lo largo de la trama.
Como siempre, buen artículo. Enhorabuena.

Mari Carmen Pidal dijo...

Estoy de acuerdo contigo Tisbe, ése epílogo, aunque sirve para un reencuentro esperado, estropea el final de la niñez de Nino y le resta inocencia. Aún así, un libro que no hay que perderse.

Javier Angosto dijo...

Estaba claro, Píramo, que esta novela, por tus orígenes jiennenses, la tenías que leer. Coincido contigo en que esta vez Almudena Grandes no incurre en el maniqueísmo de "Inés y la alegría". "El lector de Julio Verne", como bien adviertes, es más sutil; y en el plano estilístico, mucho más contenida.
Al respecto de lo que comentas en el primer párrafo, en Teruel las gentes suelen decir "a mí la guerra ME COGIÓ" en tal o cual bando. Es decir, que muchas veces la cosa dependía, simplemente, de en qué ciudad estaban prestando el servicio militar. Yo, por ejemplo, hice la mili en Madrid en la División Acorazada de la Brunete. Si en vez de en los años 90, la hubiese hecho cuando el 23-F del 81,yo me hubiera convertido, de la noche a la mañana, en un golpista. ¿Significa eso que yo era partidario del golpe? Obviamente, no. Pero si te dicen los mandos que para allí o para allá, pues no hubiera tenido más remedio que cumplir las órdenes. Alguien podrá argumentar que las órdenes se pueden desobedecer en caso de que vayan en contra de la legalidad, pero eso ve y explícaselo a los mandos, siempre tan dispuestos a dialogar...

Píramo dijo...

Tisbe y Mari, no sois las únicas que consideran que ese epílogo sobraba. Lo he leído ya en varias críticas de la prensa.

Javier, toda la razón. A veces las cosas son más sencillas de lo que parecen. A nadie le gustan las guerras, que suelen ser cosas que montan los políticos desalmados El fulano de a pie sólo sufre las decisiones de los otros, que por norma general, le importan tres narices. Pero toca pasar por el aro. Esto no tiene nada de romántico. Pero es que las guerras no tienen nada de romántico.