domingo, 30 de septiembre de 2012

175. ʻCárceles imaginariasʼ, de Luis Leante

Soy un gran admirador de la novela realista decimonónica. Pero puedo comprender que al lector de hoy día le resulte tedioso leer un volumen de 600 páginas donde el verdadero desarrollo de los acontecimientos comience en la página 400. El lector de nuestro tiempo, inoculado por el virus de la prisa, necesita que los libros le cuenten algo pronto; su paciencia es limitada y si la acción no acaba nunca de arrancar, perdida ésta entre largas genealogías y pacientes construcciones de la caracterización de los personajes, abandonará la historia sin haberla siquiera iniciado.
Sin embargo, el buen novelista sabe que no puede renunciar a la concienzuda modelación de sus personajes si no quiere que éstos desfilen por su obra como entes sin alma que nada dicen al lector más allá de lo que su pobre demiurgo titiritero se proponga hacer con los hilos que los sujetan. Se exceptúa aquí la vaguedad premeditada con que algunos escritores configuran a sus protagonistas, persiguiendo un efectista halo misterioso.
Luis Leante, en su último libro Cárceles imaginarias (Alfaguara, 2012) está a punto de resolver este conflicto metaliterario. Para ello, nos atrapa desde las primeras páginas con un argumento que nos explota en la cara de lleno. Sitúa el inicio del relato en la Barcelona de 1896, en el marco del atentado anarquista del 7 de junio, al paso de la procesión del Corpus en la Calle de Canvis Nous, que luego trajo los famosos “procesos de Montjuïc”, cuya feroz represión tuvo eco en la prensa internacional. El protagonista, Ezequiel Deulofeu, señorito que se mueve en una especie de ambigüedad ideológica, entre el burgués apático y el revolucionario, se ve involucrado en los atentados, lo que le obligará a abandonar Barcelona en un viaje que le llevará primero a Manila y luego a Valparaíso. Después, Leante nos traslada al año 1988, para conocer al atormentado Matías Ferré, encargado, casi sin querer, de completar la investigación que Victoria, su pareja, había dejado inconclusa tras morir en un accidente de tráfico. Durante su labor, Ferré se topa con aquel Ezequiel Deulofeu y ese nombre se vinculará a su vida por sorprendentes caminos, demostrando la importancia de no olvidar a los que nos precedieron. A partir de ese momento, ambos espacios temporales se irán alternando.
Acierta Leante con esta fórmula porque el lector ya no puede desasirse de la propuesta argumental del libro. Obtenida la atención, es ahora cuando Leante puede detenerse en construir a sus personajes, remontarse a su pasado, hacerlos creíbles e insuflarles alma. El lector aceptará estas treguas en la acción porque tiene la promesa del inicio y sabe que volverá a ella, esta vez con el valor añadido del conocimiento íntimo de los personajes.
Sin embargo, Leante acaba naufragando. El argumento va dando bandazos sin una meta clara, la construcción de los personajes no acaba de perfilarse del todo y termina convirtiéndose en pequeñas crónicas individuales, desvaídas, sin interés, que poco dicen sobre sus almas. La obsesión de Farré por la investigación no se sustenta, no parece verosímil, se deja arrastrar por una especie de inercia desprovista de verdad humana. La primera huida de Deulofeu, que tanto juego podría haber dado, enseguida se convierte en un argumento anodino de idas y venidas sin solución de continuidad.
Y así, Leante, por el que, dicho sea de paso, siento un enorme respeto como narrador, consigue seducirnos desde el principio sin saber el lector que ha quedado preso en una cárcel imaginaria de reducidas dimensiones, de las de catre y jofainas oxidadas, con un enrejado que promete soles que no llegan, de la que sólo saldrá, entre el alivio y la frustración, cuando le libere el carcelero de la última página del libro.

domingo, 16 de septiembre de 2012

174. Baza de copas

El último libro de Ramón García Mateos se titula Baza de copas (Castalia/Edhasa) y ha sido recientemente galardonado con el Premio Tiflos de Cuento convocado por la ONCE.

Lo primero que urge destacar, feliz urgencia que no puede esperar por lo insólito en el campo de la prosa, es que se trata de un libro llamado a perdurar. Y esto no es decir poca cosa si pensamos en esa tendencia impuesta por la llamada literatura de entretenimiento que convierte al libro en un producto de consumo fugaz, material fungible que caduca una vez aquél ha cumplido con su cometido estrictamente lúdico. El libro de García Mateos no compartirá espacio en el anaquel de las cáscaras. He leído la obra 3 veces y cada una de las lecturas ha reportado al espíritu el mismo placer estético y esa atmósfera inconfundible que preludia el ingreso en el espacio sagrado de la verdadera literatura, tras cuyo umbral permanecemos ya para siempre.

Uno de los factores que contribuyen a la inmortalidad de Baza de copas es que la obra se alimenta de la propia literatura y bebe de su elixir, que es siempre garante de eternidad. Recoge el libro estampas líricas de algunos de los escritores fetiches de nuestro autor, escritas con un amor delicado, nostálgico, en ocasiones desgarrado; otras veces se reformula el mito clásico, como en el delicioso capítulo de Ariadna o aquel otro donde El maestro y Margarita, de Bulgákov, adquiere bajo la luz lírica de Ramón una tornasolada y mágica irrealidad; hay momentos donde literatura y vida -¿acaso no son lo mismo?-, se confunden para buscar a Plinio en Tomelloso, charlar con la estatua de Cunqueiro en Mondoñedo o con la de Torrente Ballester en el Novelty, aunque esta vez no cuajara el sortilegio de la madrugada; finalmente, hay capítulos donde se reflexiona sobre el propio quehacer creativo.

 Otro procedimiento muy inteligente contra lo caduco es la vaguedad de algunas de sus historias, recuerdos propios o heredados. Esta manera de creación parte, no sé si consciente o inconscientemente, del modelo de los romances, tan caros a García Mateos, cuya veta popularista conocemos en parte de su obra poética. Personajes difuminados, historias enteladas, finales inacabados que renacen luego en otro capítulo para perpetuar su incerteza, sitúan al lector en unas coordenadas donde espacio y tiempo se extravían entre la prosa y cuya misma naturaleza casi etérea las convierte en rincones míticos y perennes de la memoria como la melodía de la mazurca del ciego Gaudiencio.

Baza de copas es también la legitimación literaria de los ángeles caídos, personajes sórdidos, sin horizonte, redimidos por la palabra poética, y, a su vez, la condenación de otros, (“ajuste de cuentas”, reza el subtítulo de la obra), porque la literatura salva a los desahuciados pero también castiga inveteradamente a los injustos. Hay mucho en el libro de compromiso social, salpicado a veces de sarcasmo y humor, y otras de sincera e indignada repulsa.

La primera incursión de García Mateos en la prosa, no esconde su oficio poético, del que se hace algún guiño mediante la inserción de varios versos furtivos procedentes de algunos de sus poemas, y se hace evidente en la naturaleza lírica de su escritura. Algunos capítulos son verdaderos poemas en prosa, sobre todo aquellos relacionados con el paso del tiempo y la muerte.

Baza de copas es un libro casi perfecto, redondo. Merece el paladeo descansado del lector sin prisas. Hallaremos al escritor en su obra y al hombre y al amigo en el bar de Miguel. Y hallarlo en ambos lugares será siempre una muy buena noticia.

Ramón García Mateos presentará su Baza de copas. Ajuste de cuentas el próximo viernes 21 de septiembre en la Biblioteca Municipal de Cambrils a las 19h.

Presentación de Baza de copas en Cambrils
 Léase también: "Ramón García Mateos", el artículo con el que anunciábamos Rumor de agua redonda

domingo, 9 de septiembre de 2012

173. La poesía de la Heráldica


Existen disciplinas cuya jerga es tanto o más apasionante que el objeto mismo al que dedican su estudio. Este es el caso de la ciencia heráldica. Si los diseños de los blasones son ya de por sí auténticas obras de arte, la descripción técnica que los acompaña es un deleite para quien sabe degustar la belleza de las palabras. Cuánto ha tenido que disfrutar don Faustino Menéndez Pidal, nuestro más acreditado heraldista, premio Príncipe Viana de la Cultura en 2011, desentrañando durante tantos años los símbolos que definen los distintos linajes. Y con cuánto respeto habrá estudiado esas genealogías, él que conoce la importancia de la suya misma, sobrino nieto del gran don Ramón Menéndez Pidal.

El peculiar vocabulario que la Heráldica utiliza para las fichas de los blasones no hace sino redundar en la artesanía de esta ciencia. El uso del lenguaje que asiste a cualquier rama del saber define su naturaleza y hasta la engrandece. Así, si la Medicina, por ejemplo, sostiene sus tecnicismos sobre la base de la cultura greco-latina, tan presente en la prefijación o en la parasíntesis de sus términos, y con ello se prestigia partiendo del mismo Hipócrates, la Heráldica recibe el sustento de la Poesía, que es el lambrequín que la rodea.

En Literatura, los blasones han dejado alguna anécdota curiosa. La más famosa es aquella relacionada con Lope de Vega. El padre de éste era bordador. Durante los Siglos de Oro se debatió si este oficio pertenecía o no a las artes liberales, propias de hidalgos y nobles, o si, por el contrario, era un arte mecánico, perteneciente al pueblo llano. Lope siempre reivindicó la nobleza de su linaje. Por eso, en la primera edición de su  Arcadia (1598), usó el supuesto escudo nobiliario del apellido Carpio, con 19 torres. Góngora se burló de las pretenciosas aspiraciones de Lope con aquella famosa letrilla:

“Por tu vida, Lopillo, que me borres 
 las diez y nueve torres del escudo, 
 porque, aunque todas son de viento, dudo
que tengas tanto viento para tantas torres”.

Los escudos heráldicos hablan por la boca y, orgullosos, se miran el ombligo; se jactan de ser jefes y tener puntos de honor; su corazón es un abismo; dan gritos de guerra, visten forros de armiño; el tiempo cuartela su pecho o lo hace jirones; visten buen calzado y lucen capa de azur, de gules, de sinople, de oro o de plata; atan su casco con burulete, se adornan presumidos con lambrequín. En su origen medieval, rescatan palabras de antaño que quizás habrían sido ya olvidadas y las salva así del tiempo, petrificadas en el blasón como el blasón mismo en tantas casonas de pueblos de España.

Y como la Heráldica está en deuda con la palabra poética, nosotros proponemos aquí, en nombre de aquélla, el blasón de la Poesía, pidiendo disculpas de antemano por los errores y torpezas que, profanos en la materia, cometeremos a buen seguro en nuestra descripción:

Escudo cuartelado con escusón y boca de plata;  1º, en campo de azur, una lira de oro; 4º, en campo de azur, un legajo de oro atado con balduque de gules; 2º, en campo de oro, un cerro en sinople encumbrado por una fontana de plata; 3º, en campo de oro, un peregrino en sable, con la cabeza ligeramente levantada hacia el cuartel 2º. Al timbre, una corona de ovación de laurel, sujetada por dos cariátides tenantes desnudas que flanquean el escudo. De la corona parte un lambrequín que cubre parte de ambas cariátides. En el abismo del escusón aparece una O.  En la base del escudo hay una divisa en caracteres griegos con los nombres de las musas Erato y Euterpe.

Acuarela de nuestro "Escudo heráldico de la Poesía", pintado por José Antonio Gil, villenero de pro, artista en ciernes y amigo consumado. Pueden verse los detalles haciendo "clic" sobre el cuadro.

[Un breve glosario y la interpretación del escudo, pueden verse en el apartado de comentarios]

Véase también:
La poesía del té
La poesía del vino

domingo, 2 de septiembre de 2012

172. El lector de Julio Verne


Cuando se habla de las dos Españas en el marco de nuestra Guerra Civil, muchas veces se olvida, quizás por su misma obviedad o por su rala llaneza, tan parca en situaciones hazañosas, una circunstancia muy común, seguramente la más común de todas, que afectó a la mayoría de los españoles que vivieron aquellos terribles años. Esta circunstancia está desprovista, tal vez, del heroísmo o de la épica que han contribuido a alimentar la mitología de la contienda; no hay en ella gentes que luchan por una causa o por la otra; ni altos ideales; ni palabras grandilocuentes. Simplemente olvidamos que muchos españoles combatieron del lado de los unos o del lado de los otros por la sencilla razón, deslucida de todo ornato romántico, de que la guerra les cogió en una u otra parte. Sin más.

Algo de esto hay en la última novela de Almudena Grandes, El lector de Julio Verne. Nino, el niño protagonista, es hijo de un guardia civil. Pero la escritora, lejos de demonizar al guardia mediante los atributos acostumbrados con los que se han ensañado otras novelas y, más especialmente, el cine, lo caracteriza como un padre de familia atento sólo al bienestar de los suyos y como una víctima más de la posguerra que debe cumplir con las obligaciones del cuerpo al que pertenece con el mismo miedo a las represalias que cualquier otro ciudadano. Incluso se llega a aludir a la ley 12 de 1940 que trataba de depurar a los miembros de las Fuerzas Armadas que hubieran mostrado, antes de la guerra, simpatía e incluso neutralidad hacia la República, ley que podría afectar a la familia de Nino. Se consigue de este modo evitar el tratamiento maniqueo de los personajes que, por cierto, había lastrado la primera novela de esta serie, Inés y la alegría. 

Pero el mayor acierto de la novela es la recreación de una atmósfera sutilmente velada donde todo se sabe sin tener que hacerse explícito. De esta manera, el lector se identifica con los habitantes de Fuensanta, atenazado el uno por la gasa que envuelve la información que la autora dosifica con maestría, reprimidos los otros por el miedo, pero ambos conscientes de la verdad que se esconde tras el monte preñado de guerrilleros, tras los embarazos de esposas sin maridos, tras los paños negros colgados en las ventanas cada vez que muere un maqui, tras los dedos de Nino manchados de tinta de imprenta, tras la ambigua figura de Pepe el Portugués. Los maquis de la sierra adquieren un protagonismo latente, se convierten casi en una entelequia, en una abstracción, sólo concretada en las consecuencias de sus actos en el pueblo o en episodios igualmente intuidos en el claroscuro narrativo como aquel en el que Nino espía en la buhardilla de doña Elena la escena de amor entre Filo y Elías, uno de los maquis, apenas vislumbrado entre las sombras. Esa paradójica presencia “en ausencia” vertebra todo el libro y le da unidad.

Es también interesante la visión de los hechos a través de la óptica de un niño. Supone el triunfo de la mirada limpia, sin adulteraciones, pese a los intentos propagandísticos del maestro de escuela, y entronca con la idea de la justicia natural, que es, a su vez, una justicia universal. La figura de Nino representa la superación de las ideologías y de las pequeñas miserias y ambiciones de los hombres para sentar cátedra, desde el púlpito inmaculado de la inocencia, de la bondad y del sentido de la justicia.

Finalmente, el libro es un homenaje a la literatura. A Nino la literatura le redime, le forja el espíritu, le hace crecer y ser audaz e intrépido y le ofrece su compañía incondicional allá donde sólo encuentra incomprensión. Cuando Nino lee a Julio Verne o a Stevenson o a Galdós, nosotros, lectores de Nino que lee, cerramos el círculo mágico y en su linde fracasan la barbarie y el terror.