domingo, 5 de agosto de 2012

169. El día que murió Marilyn


Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Marilyn Monroe. Cuando Terenci Moix escribió su novela El día que murió Marilyn, dedicó el libro a todos los que tenían 20 años aquella madrugada en que encontraron muerta en su casa de Brentwood (California) a Norma Jean. Esa dedicatoria otorga a la novela un claro cariz generacional. Entre los jóvenes que aquel 5 de agosto de 1962 aún tenían 20 años, se encontraba el propio Terenci Moix, que hoy tendría 70. Marilyn Monroe tendría 86. Y esta reunión de cifras enlutadas como el abismo a que nos abocan, es una danza fantasmal de números que fueron y ya no son y de números que pudieron ser y no serán ya nunca y de números que giran lánguidos y desorientados en el trance ancestral de su baile macabro alrededor del tótem inmisericorde del Tiempo.
Y es que El día que murió Marilyn es precisamente eso: la constatación del paso del tiempo por parte de dos generaciones, constatación que se hace particularmente amarga al evocar la memoria los días luminosos de la infancia y de la juventud. Merced a esa evocación, el libro se convierte en una crónica costumbrista de las décadas de los años 30, 40 y 50 del pasado siglo, donde tienen cabida el cine, la música, la literatura, los tebeos, las verbenas, los cromos, las fiestas señaladas y demás motivos, en el marco de la Barcelona de preguerra y posguerra, así como de la Sitges, a caballo aún, entre la pureza blanca de sus calles y el feroz turismo que había de profanarla. Hasta aquí nada especialmente nuevo que no pueda hallarse en otras novelas. Pero hemos mencionado más arriba el carácter generacional del libro. Y este carácter aglutinador no se cataliza sólo a través de la simple mirada nostálgica hacia el pasado, sino mediante la voz resentida y desconcertada de aquellos que tenían 20 años en 1962 y que empezaban a notar que el mundo que habían heredado de sus padres no era el mundo que ellos querían; que la educación y los valores recibidos no se ajustaban ya a la realidad de su estrenada conciencia y que, derrocados los referentes en que sustentaban sus vidas, se hallaban perdidos, sin un rumbo claro hacia donde conducir su existencia. A este rencor hacia el mundo heredado, se añade la circunstancia, de que, además, los protagonistas del libro pertenecen a una burguesía hipócrita de nuevos ricos que ellos mismos rechazan. Esos jóvenes que se sienten incómodos precisamente por pertenecer a una clase acomodada y cuyo cargo de conciencia por su vida descargada les lleva a lanzar proclamas de justicia social y a participar en las revueltas estudiantiles, corresponden al arquetipo de personajes creados ya por algunos miembros de la generación del 50, muchas veces trasuntos de ellos mismos, entre los cuales aparecen Juan Marsé, Gil de Biedma o Carles Barral, entre otros, y cuyas aspiraciones de cambiar el mundo y de cambiarse a sí mismos suelen fracasar por su misma condición de burgueses. En la novela que nos ocupa, Bruno afirma: “Soy un pequeño burgués de una ciudad eminentemente burguesa. Juego al marxismo, reparto panfletos en la universidad, no falto a ninguna huelga, y en el fondo […] se oculta el producto de mi ciudad burguesa. De la sociedad que me parió. Y me gusta”. Esa es su gran tragedia.
Así que, cuando en 1962 cae la gran nevada en Barcelona, esa que Bruno y Jordi soñaban de niños para hacer realidad su gran belén barcelonés, la mitología infantil de la nieve llega demasiado tarde para los dos amigos. El amor homosexual que Jordi intenta legitimar mediante la sublimación pura del sentimiento, acaba convirtiéndose en sexo sin más; las familias de ambos sólo buscan escalar económicamente mediante trampas; Amèlia, la madre de Bruno, por quien éste siempre ha sentido un amor casi edípìco, resulta ser, bajo su aureola de gran mujer, una adúltera. Y Marilyn ha muerto desnuda, tal vez suicidada, en su lujosa casa californiana.

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