domingo, 29 de abril de 2012

154. Sigüenza literaria

El Doncel de Sigüenza

Es la hora vespertina de un gélido día de marzo. Por las naves de la imponente Catedral de Sigüenza, apenas se ven  algunas sombras silenciosas. Todo está en calma, como si el frío congelara los pulsos del tiempo y de la vida. Avanzo hasta la capilla de San Juan y Santa Catalina y hallo cerrada la reja plateresca de su entrada. Asido a los barrotes, trato de acomodar la vista a la oscuridad del interior. Pronto barrunto la silueta del Doncel. Desde la esquina de la puerta, sólo veo al pajecillo que le llora a sus pies y el libro que sujeta en sus manos. No puedo verle el rostro. Sin que el Doncel lo note, espío, conteniendo el aliento, su eterna lectura de sueños de alabastro, y velo con él, a solas, el mágico ritual que vincula al hombre con el libro.

No era la hora de los mirones sin alma. Al día siguiente, cuando el clavero abre las rejas, inunda la capilla el “siniestro carnaval turístico” que mancilla la serenidad de la mirada del Doncel con el objetivo de sus cámaras, echándole el aliento a dos dedos de su rostro; posan ufanas “las parejas de camisa floral” sin conocer siquiera la triste historia de Martín Vázquez de Arce. Cuando los turistas salen, quedo a solas con él. Esta vez puedo mirar su rostro, apenas 10 segundos porque el clavero tiene que cerrar ya. Y, delante de sus ojos, pienso que no cambio por el de hoy, el instante de ayer tarde, cuando escondido tras las rejas, compartí el reposo de su lectura, sin poder ver su rostro que, sin embargo, se me representó tan diáfano.

En la misma capilla, nadie repara en la humilde lápida que hay en el suelo, a escasos centímetros del sepulcro del Doncel. Los turistas la pisotean indiferentes. Bajo la losa descansa Lucia Palladi, el amor no correspondido de Juan Valera. De “La Muerta”, como la llamaba en sus cartas el autor de Pepita Jiménez debido a su extrema palidez, ha quedado más digno epitafio en el soneto y la silva que Valera le dedicara. Tal vez el Doncel, señor de todos los libros, triunfador del tiempo, le lea en susurros durante las noches en que queda desierta la catedral, los versos del amante que desdeñó y éstos le recuerden la obstinación de su voluntaria desdicha: “que más infeliz eres / con tu sosiego fúnebre y odioso / que yo en la agitación de mi deseo”.

Salgo de la Catedral y busco por las esquinas de Sigüenza los carteles que Sancho Panza ha colgado por mandato de su señor Don Quijote para retarse en duelo con “aquellos que no confesaren que la gran Zenobia, reina de las amazonas, […] es la más alta y fermosa fembra que en la redondez del universo se halla”. Al no hallar más que el engrudo de zapatero que los sujetaba, me dirijo a la Plaza de la Cárcel, en la Travesaña Alta. Quiero pagar la fianza del pobre Sancho, preso en la cárcel por las locuras de su amo. Alguien me dice que ya el alguacil le ha liberado por mandato del Corregidor, así que busco a la pareja en el Mesón del Sol, donde se aloja nuestro caballero, quizás en la Calle Mayor, cerca de la Puerta del Sol. No hallando tampoco la posada, me cuenta Pedro Pérez, el cura amigo de Don Quijote, licenciado en la Universidad de Sigüenza, que mis pesquisas son inútiles porque voy tras la huella del Quijote apócrifo de un tal Avellaneda. Sé de quién me habla porque soy de Tarragona y en otros de mis viajes en el tiempo he visto cómo salía el Caballero Desenamorado de las puertas de la Casa de Nazaret, junto a la Plaza del Rey. Me siento peregrino clandestino, embozado como sectario de un anatema. Y agacho la cabeza ante el buen cura para que no me delante ante don Miguel de Cervantes.

Entre tanto, un ciego vende pliegos de cordel mientras entona amargamente un romance de la joven reina francesa doña Blanca, repudiada por Pedro el Cruel, y apartada en el castillo de Sigüenza: “Castilla, ¿di qué te hice?/no te hice traición/las coronas que me diste/de sangre y suspiros son”. Desde las almenas de su triste prisión, doña Blanca pierde la vista en lontananza. Lejos, por el camino de Atienza, “una peña muy fuerte”, las hijas del Cid acompañan a los infantes de Carrión. Llueve en Sigüenza. Y es llanto premonitorio de los cielos de Medina Sidonia y de Corpes.

ÁLBUM DEL VIAJE
Lateral de la Catedral de Sigüenza, en cuyo interior están el sepulcro del Doncel y la lápida de Lucía Palladi.

Con el Doncel


Casa del Doncel

Lápida de Lucía Palladi, el amor frustrado de Juan Valera

Plaza de la Cárcel. Al fondo, el antiguo Ayuntamiento y la cárcel donde estuvo preso el Sancho apócrifo

Según la guía de la oficina de turismo de Sigüenza, este es el Mesón del Sol donde se hospedaba Don Quijote (el de Avellaneda). Sin embargo, leyendo el capítulo XXIV donde se da cuenta de esta estancia, parece improbable que la cárcel donde está preso Sancho y el Mesón pudieran estar tan cerca, aparte de otros detalles. Como hipótesis, creemos que el Mesón del Sol debió de estar cerca de la Puerta del Sol, una de las puertas de la muralla. Quizás el nombre del Mesón sea un recuerdo de la ubicación próxima a esa puerta.

La puerta del Sol, en un callejón adyacente a la Calle Mayor. Cerca debió de existir el Mesón del Sol donde se aloja don Quijote (el apócrifo)

Calle Mayor, con la catedral de fondo.

Antigua Universidad de Sigüenza, donde estudió el cura del Quijote de Cervantes.

Castillo de noche

Detalle del castillo

Una de las alas del castillo

Patio de Armas del Castillo. La torre del fondo se asocia al presidio de la reina doña Blanca, que no fue tal presidio, sólo un apartamiento.

Interior del castillo desde una de sus habitaciones

Balcón del castillo
Castillo de Atienza, la "peña fuerte", del Cantar de Mio Cid. Las hijas del Cid dejan a la izquierda esta plaza de camino a Carrión, junto a los condes (v.2691)
Plaza Mayor
Panorámica desde la carretera (con peligro de nuestras vidas) de Sigüenza, con el castillo a la derecha y la catedral a la izquierda.

Tras las huellas de Don Quijote (también en el vino)

domingo, 22 de abril de 2012

153. S@nt Jordi.com

Estos días he recibido un correo electrónico, de esos que en la jerga informática denominan “spam” y que tienen la habilidad de sortear a los centinelas encargados de la salvaguarda de la “bandeja de entrada”, reliquia sagrada de nuestra privacidad. Normalmente, elimino estos correos porque suelen esconder en sus entrañas, cual caballo de Troya, algún moderno argivo en forma de virus (aunque el mayor virus, sin duda, es el amiguete que nos los envía, en cuyo caso el correo ya no es “spam”, el “spam” es sencillamente tu amigo, metáfora virtual, ésta de los “amigos spam”, perfectamente aplicable a la vida real). Sin embargo, esta vez no he podido sustraerme a la tentación de abrirlo, tras leer el asunto que lo encabezaba: “Aerosoles con olor a libro para libros electrónicos”. Al margen de consideraciones estilísticas (la repetición de la palabra “libro” chirría más que los antiguos módems), se trata, efectivamente, de unos botes que contienen diferentes fragancias evocadoras de los olores del libro, desde el rancio de la hoja vieja, hasta el dulzón de los libros nuevos, pasando por todas las gamas biblioaromáticas. Convenientemente pulverizados sobre la pantalla del libro electrónico, nos devuelven las sensaciones del antiguo contacto con el papel.
Aunque supe luego que el tal anuncio era un bulo, a mí me ha parecido un bulo sintomático. Todo el mundo sabe que muchos libros electrónicos imitan el sonido de las páginas al pasar. Y mañana, los libros de papel salen a manifestarse a las calles contra la amenaza de los recortes del tirano electrónico que embauca con su retórica iconográfica y con la ilusión de hacernos creer que en el leve movimiento de un dedo se cifra nuestro poder sobre el mundo.

Ramblas virtuales
¿Se imaginan ustedes un Sant Jordi sin libros de papel? Estos compradores del futuro se convertirían en paseantes de Ramblas virtuales sin salir de su casa y tal vez enviarían rosas holográficas. O quizás, sensibles a la tradición, las librerías instalarían en las calles casetas de descargas, donde el consumidor entraría para revolver los títulos sobre una pantalla, a lo Tom Cruise en “Minority Report”, hasta encontrar el libro deseado para descargarlo después sobre su receptor. Los escritores no firmarían libros con dedicatorias, sino que el comprador introduciría él mismo, a través de un teclado, la frase que querría que le dedicara el autor y, acto seguido, se le enviaría al libro electrónico una grabación que imitaría la voz del escritor, al estilo de las teleoperadoras automáticas de telefonía móvil, que sonaría cada vez que se encendiera el aparato. A Sant Jordi se le representaría como a un ciborg con espada láser y el dragón escupiría metralla de bits en lugar de fuego.
Así que aprovechen mañana esta tradición obsoleta, dense un baño de luz bajo el astro retrógrado, paseen por las Ramblas abriéndose paso a codazos entre la molesta multitud  para alcanzar el puesto de libros deseado, manoséenlos, huélanlos sin aerosoles y estornuden el polvo del libro viejo, regalen rosas de verdad, aunque seguramente tengan marchito (limitaciones de la pobre e insignificante Naturaleza) alguno de sus pétalos. Encuéntrense con amigos y conocidos y comenten las novedades entre el fastidioso murmullo del gentío. Total, son cuatro días lo que le quedan a estas incomodidades del Día del Libro. Pero, sobre todo, mañana hagan una buena compra; porque en la era del papel, como en la era de la pantalla, en esto de la Literatura también hay y habrá siempre autores y libros “spam”.

Mis otros artículos sobre el Día del Libro




domingo, 15 de abril de 2012

152. Dolor y poesía. ʻIsidoroʼ, de Juan Ramón Ortega Ugena

Juan Ramón Ortega Ugena, el pasado viernes en el Aula de Poesía de Cambrils
Que la poesía actúa de bálsamo contra los males del espíritu no es una idea nueva. El mágico ungüento ya fue enfrascado por la farmacopea literaria griega desde que el doctor Aristóteles formulara su teoría sobre la catarsis de la tragedia clásica. El lector de poesía recibe consuelo al hallar en el poema aquello que no ha podido o no se ha atrevido a explicar sobre sí mismo, y las palabras de esos versos ajenos forman el perfecto caligrama de su propio corazón. Y al poeta, la Poesía le socorre como socorre el guía experimentado al incauto turista de la vida que ha recibido la mordedura del áspid de las desgracias, y cuyo veneno succiona desde la herida misma para escupirlo después, sangre y hiel, sobre el pañuelo blanco de una cuartilla.
Pero como la Poesía no actúa sola y necesita del gurú que la invoque, éste se afana por hallar el conjuro adecuado que no ofenda su majestad y, en el molde de este servilismo, trata de encajar su dolor, que resulta entonces artificioso y falto de autenticidad.

Isidoro
En el año 2008, el poeta Juan Ramón Ortega Ugena pierde a su amado sobrino Isidoro. Tarda tres años en dedicarle un libro de “tan sólo” 9 poemas. En el interesantísimo prólogo en prosa que les sirve de pórtico, el escritor casi parece pedir disculpas. No desea hacer exhibición de su dolor, ni alimentar la execrable cultura del morbo, ni sacar partido poético del luctuoso suceso. Sólo redimir su pesar en la complicidad de los versos. Pero Ortega Ugena es poeta y el respeto hacia su labor le impide desangrarse sin atender al arte, que le encorseta. Teme el dolor retórico. Por eso, dice, “es indudable que estos poemas, independientemente de mi capacidad, no pueden tener la calidad que tendrían si el motivo hubiera sido menos sangrante. Nos disculpamos por atajar considerando que el relajo de la preceptiva deja libre la emoción. ¿Y cómo eliminar una coma a toro cicatrizado con la que he compartido una lágrima?”.
Tres años y nueve poemas. Parece poco bagaje. Pero no lo es. Porque tiene razón el poeta cuando sitúa el dolor como elemento más fuerte que la inspiración, “más que la búsqueda de la imagen, cuando [el dolor] se te agarra a las tripas y te las retuerce y te las muerde con cristales […]. El dolor paraliza, lo que aprovecha la bicha para acabar de darte su dentellada”.
De los 9 poemas, los dos primeros no aluden directamente al objeto elegíaco (perdón por el frío academicismo). Estos dos primeros poemas denuncian la barbarie de la guerra mediante imágenes muy potentes y crudas, y el rechazo visceral y directo a los artífices de las mismas, “los emperadores, reyes, mariscales y generales cobardes/que luchan sobre el mapa/y desayunan café caliente o té/con una nube de crema”, cuyas atrocidades se perpetúan en la historia “con sus mausoleos turísticos” y “las placas de las calles que afean/el rebotar de los balones en las esquinas”. A partir del tercer poema, se inicia ya el panegírico en el que se aprecia una tensa voluntad por sostener un tono equilibrado que mantenga a raya las acometidas de la rabia y del dolor por la pérdida del ser querido: “debería chutarme con rencores de asirio”. Aparecen imágenes de una melancolía lacerante como la de los “farolillos de papel, banderas y serpentinas/en la fronda de los árboles de una fiesta transcurrida/de acre recuerdo”, cruel desolación de una vida que fue, y muestra el resentimiento hacia la muerte para quien la pérdida del poeta no ha sido “más que un sacrificio de peluches,/de esas ovejas que desaparecen en la tramoya de los sueños/[…] como los meteorólogos juegan a poner soles y nubes/en los mapas”. Los versos son un agarradero contra el olvido hasta que también el poeta se derrame “vertido en ceniza/desde el ánfora que se [le] viste en paralelo” para rezar con Isidoro “el rosario con la letanía de estrellas”.
Hasta que eso ocurra, y seguramente también después, seguirán sonando, como el viernes pasado en Cambrils, los ecos del Adagio de Samuel Barber. Y sonará auténtico. Y sonará poesía.

domingo, 8 de abril de 2012

151. De bragas y libros

Foto de José Luis García Martín

 RESTITUCIÓN DE ÁNGEL GARCÍA LÓPEZ

En honor a la verdad, el presente artículo debiera titularse “Restitución del poeta Ángel García López”, por los motivos que más tarde se expondrán. Sin embargo, he optado por vestir la cabecera (valga el oxímoron) con esta suerte de lencería bibliográfica para comprobar si al incauto lector le produce el titular la misma sorpresa que debieron sentir los compradores del mercadillo del Fontán, en Oviedo, al acercarse a uno de sus puestos y leer en un cartel la siguiente y estimulante oferta: “Por la compra de 3 bragas regalamos un libro”. No mentía el tendero, pues allí, efectivamente, entre un mar de bragas multicolores y primorosos encajes, se erigían dos atalayas de libros resistiendo con menguada dignidad el femenino oleaje. No descubro nada: la fotografía circula desde hace meses por Internet y sobre ella se han vertido ya numerosos comentarios. Pero pocos se han percatado de que uno de los libros que colman la primera pila es la Elegía en Astaroth, de Ángel García López, la obra con la que el poeta gaditano ganó el Premio Nacional de Literatura hace ahora 39 años. (Qué lástima, que diría el Sr. Tarrats). Y quienes sí han logrado detectar el título, se han limitado a dar testimonio del dato. Yo, además, pretendo restituir a Ángel García López al lugar que le corresponde. Quienes hayan leído sólo “bragas” en mi titular, pueden dejarlo aquí. Quienes hayan, visto, además, la palabra “libros”, quédense un ratito más conmigo. Siento defraudarles.
Elegía en Astaroth destaca por su preciosismo formal, basado en una utilización deslumbrante de las palabras. Ángel García López genera un paisaje mítico, inspirado en su Rota natal. De ahí, “Astaroth”, topónimo tartesio del supuesto enclave original de este municipio gaditano y no, por cierto, referencia demoníaca, como he leído en varios sitios. De hecho, las referencias tartésicas son frecuentes, como la alusión al rey Argantonio. Este paisaje mítico, que tanto comparte en su atmósfera con la “Argónida” del también gaditano Caballero Bonald (el jerezano la emparenta con Doñana y la hace aparecer por primera vez en su novela Ágata, ojo de gato), sitúa su lírica en una especie de lenguaje auroral donde a las palabras se les adhiere un tono oracular que tan bien comulga con los largos versículos de su métrica. El libro está lleno de contrastes entre esa luminosa Astaroth donde la Historia y lo legendario se confunden y la decrepitud actual, que muchas veces es trasunto de su propia conciencia del tiempo y de los estragos que sobre el poeta, “viajero de clepsidras sin saber cómo ha sido”, produce. Así, si el buey mitológico, dios degradado al buey de los arados,  es “gemela podredumbre que un establo alimenta”, así al poeta “máscaras convierten la juventud en pira”. Los paralelismos son tantos, que Astaroth y poeta se funden en una misma desolación, proyectada también hacia el entorno paisajístico y social: “aquel vientre prolífico, ya estéril, del campo”, “hallé a la tierra el lacre con los sellos de la depravación”. La sórdida escena de la mala bailaora flamenca prostituida entre borrachos es significativa de la degradación de un pueblo, otrora próspero, que degenera sus raíces culturales. Otros temas vinculados necesariamente a los referidos son la infancia y, sobre todo el retorno, expresado en aquel terrible poema donde vuelve a casa de sus padres o de sus abuelos y todo es lacerante melancolía del paso del tiempo pero luz en el autorreconocimiento: “Pues miro el alimento que es volver. Coserse por senos y camisas como un bordado”. El poeta raya el hermetismo “ma non troppo”. Como poética valen sus palabras: “no ser hermético ni, menos, transparente. Creer —sólo lo justo— que el poeta cuanto más oscuro más llega a lo divino. Guarda siempre el secreto bajo un tul ligerísimo. Déjalo que ilumine y cueste su captura. Que jamás de una vez la manzana sea mordida”.
Y ahora, el promotor de la lectura de turno ¿me explica qué hace Ángel García López entre un montón de bragas? Al menos, yo ya quedé con la conciencia tranquila, que humildemente lo devolví a su altarcillo.

Ángel García López (Rota, 1935)

Elegía en Astaroth, Premio Nacional de Literatura (1973)

domingo, 1 de abril de 2012

150. Cuenca literaria


Estatua de Federico Muelas en las ruinas de la iglesia de San Pantaleón
Entre las ruinas de la iglesia de San Pantaleón, una de las más antiguas de Cuenca, el poeta Federico Muelas se ha convertido en piedra por mor de la enésima sorpresa, también de piedra, de su ciudad natal. Dicen que una parte de la sangre de San Pantaleón mártir, conservada en un relicario de la iglesia de la Encarnación, en Madrid, sufre la víspera de la festividad del santo una inexplicable licuefacción para volver a condensarse dos días después, estado en el que permanece el resto del año. Fabulo y pienso que quizás quien colocó la estatua de Federico enclaustrada entre los muros de este solar, lo hizo sugestionado por la leyenda y creyó con ello que también por los intersticios pétreos del escritor pudiera fluir su sangre enamorada de Cuenca. De lo contrario, no se explica esta prisión que resulta inconcebible para los que hemos leído los poemas de Federico Muelas y conocemos su pasión por el vértigo conquense, “pedestal de crepúsculos soñados”, “aventura de cielos despeñados”, Cuenca, “de peldaño en peldaño fugitiva”. Tal vez a Federico le hubiera gustado perder la vista desde el mirador situado al final de la calle del Trabuco, nombre, por cierto, que nos recuerda los años convulsos del siglo XIX  que, en el caso de Cuenca, tan bien supo mostarnos Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales (De Cartago a Sagunto) con la toma de Cuenca por los carlistas como telón de fondo y todo un itinerario conquense todavía hoy reconocible en sus edificios y calles. Cerca, se encuentra otra estatua, la de Fray Luis de León. El viajero que llegue a Cuenca desde el sur, debe detenerse en Belmonte, ciudad natal del ilustre agustino, donde se halla su pila bautismal y el impresionante castillo en el que Charlton Heston, transformado en nuestro Cid Campeador, se reta en duelo por la ciudad de Calahorra, una de las muchas inexactitudes de la famosa película de Anthony Mann, que no debió hacer demasiado caso del asesoramiento de Menéndez Pidal. Antes, nuestro peregrino literario habrá dejado atrás los quijotescos molinos de Mota del Cuervo. Cuenca aparece en el Quijote en varias ocasiones. En el capítulo XXXIII de la 2ª parte, Sancho pondera ante la duquesa los paños conquenses y antes, en el capítulo XXV, el escudero utiliza la expresión “voto a Rus”, en referencia a la devoción por la Virgen de Rus, patrona de San Clemente y de Santa María del Campo Rus, localidad en que muriera Jorge Manrique, frente al castillo de Garcimuñoz y donde algunos sitúan el lugar de cuyo nombre no quiso acordarse Cervantes.

 Más nombres literarios se unen a Cuenca: fue tierra natal de Alfonso y Juan de Valdés;  Sebastián de Covarrubias fue allí canónigo catedralicio; la ciudad dio asilo a Tirso de Molina, desterrado en 1640 por el Conde Duque de Olivares; Azorín, supo entender su embrujo en La hechicera de Cuenca y Camilo José Cela le dedicó un bello texto en su “Cuenca abstracta, la de la piedra gentil”, recogido en su Cajón de sastre. Gerardo Diego, como Federico Muelas, vio a Cuenca como la dama “de puntillas” sobre el Júcar, mientras que Jesús Munárriz insiste en el vértigo conquense en su fantástico soneto a la ciudad, que tanto comparte en su espíritu con el de Muelas.

Desde este nuevo mirador en que hemos instalado a Federico Muelas, el poeta observa esta ciudad inverosímil, de casas suspendidas en el aire, de calles tortuosas que desembocan en voladizos abisales, “sueños de un dios en celestial deriva” y en su vocación por alcanzar las alturas, hay un algo de desesperación épica por trascender. Por un momento, Federico, ha creído ver una columna de humo elevarse al cielo desde la Ciudad Encantada. Son las cenizas de Viriato ascendiendo desde el Tormo Alto.


SONETO A CUENCA

«Alzada en limpia sinrazón altiva
–pedestal de crepúsculos soñados–,
¿subes orgullos? ¿Bajas derrocados
sueños de un dios en celestial deriva?
¡Oh, tantálico esfuerzo en piedra viva!
¡Oh, aventura de cielos despeñados!
Cuenca, en volandas de celestes prados,
de peldaño en peldaño fugitiva.
Gallarda entraña de cristal que azores
en piedra guardan, mientras plisa el viento
de tu chopo el audaz escalofrío.
¡Cuenca, cristalizada en mis amores!
Hilván dorado al aire del lamento.
Cuenca, cierta y soñada, en cielo y río».

(Federico Muelas)

CUENCA

Aparición que a un santo desmesura,
brusca explosión de veinte mil barrancos,
castillo matamoros sobre zancos,
copón divino recobrando altura,
laberinto con visos de locura,
babel de pasadizos cojitrancos,
partenón horadado por los flancos,
ornitorrinco de la arquitectura,
babilonia del sueño de un asceta,
desgarradura de la piel de toro,
calavera del dios de la meseta,
hecatombe del agua y de la piedra
cubierta por la historia poro a poro
como un muro cegado por la hiedra

(Jesús Munárriz)

ÁLBUM DEL VIAJE

Con el busto de Fray Luis de León, en Belmonte

Casa natal de Fray Luis de León (Belmonte)

Castillo de Belmonte
Fotograma de la película El Cid, de Anthony Mann

Mota del Cuervo

Mota del Cuervo

Estatua de Fray Luis de León (Cuenca ciudad)
Plaza Mayor, tan nombrada por Galdós y Baroja
Con Federico Muelas

Catedral de Cuenca donde ejerció Covarrubias como canónigo. Dentro, existe un sepulcro de uno de sus primeros obispos: don Juan Yáñez, pariente del Cid.
"Callejas empinadas, estrechas, torcidas [...] callejas que van, vuelven angustiadas, suspiran aliviándose en las plazuelas, se cruzan, se pierden sorprendidas ante una pared con alta hiedra, se asoman al río entre ortigas y escombros de un arruinado lienzo de muralla [...] Callejas que desoladas se adentran y profundizan entre miradas expectantes de ventanas pequeñas con verdosos vidrios emplomados que dan a interiores sombríos, a húmedos huecos de escalera donde gotea una fuente, a enrejados tragaluces de cegada alambrera. Alocada, la ciudad que dos ríos estrechamente ciñen, trepa, se empina, pretende para huir del brillante cerco una imposible fuga vertical. Sus casas son como hiedra pegada a roca. La imagen hace el milagro: la ciudad, alzada de puntillas, al reflejarse en el río queda montada al aire [...]. Calles, pasadizos, zaguanes, misteriosas escaleras, destartaladas estancias, fantasmales voladizos".
(Federico Muelas)
Torre Mangana
El Tormo Alto, en la Ciudad Encantada. El imaginario popular quiere ver en este monumento natural el lugar donde fue incinerado Viriato.

El vértigo conquense