martes, 27 de diciembre de 2011

133. La imprenta en Tarragona (I)

(1) Incunable del Manipulus curatorum, primer libro impreso en Tarragona ciudad (1484)
 

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La gran epidemia de peste que azotó a la población de Barcelona en 1483 obligó a los impresores instalados en la ciudad condal a trasladar sus talleres a las localidades vecinas. Es así como Nicolás Spindeler llega a Tarragona e inaugura con su presencia el siglo de los incunables en nuestra ciudad, si bien es cierto que ya en 1477 el gran impresor alemán había dado a la estampa en Tortosa, las Rudimenta grammaticae (2),  de Nicolai Perotti, filólogo italiano y arzobispo de Siponto, autor de este  libro de didáctica gramatical, uno de los primeros impresos en Cataluña. 
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En 1484, Spindeler imprime el Manipulus curatorum (1), el primer libro impreso propiamente en la ciudad de Tarragona, una especie de guía espiritual y didáctica destinada a los sacerdotes. Ese mismo año aparece también el Llibre del Consolat de Mar (3), compendio de leyes de derecho marítimo que rigió durante siglos en el Mediterráneo. Y un año más tarde sale a la luz el Llibre de les dones (4), texto dirigido a las mujeres donde se las orienta sobre aspectos como la educación de los hijos, el matrimonio y las virtudes cristianas. A este libro se suele asociar la anécdota del Papa Adriano VI. Se cuenta que justamente el año de su nombramiento como Sumo Pontífice, en enero de 1522, el todavía Cardenal Adriano, Obispo de Tortosa, visitó en el mes de julio, camino de Roma, la ciudad de Tarragona, donde fue recibido con gran pompa y alojado en el Castillo del Pavorde; y que, habiéndole mostrado un secretario suyo, llamado Cisterel, el libro en cuestión, quedó tan admirado de su contenido, que el ejemplar le acompañó en su viaje hacia Roma, donde recibió la mitra papal un mes después.
Spindeler regresa a Barcelona tras esta última impresión. La historia de la literatura aún le tenía reservadas mayores glorias: en 1490 imprime en Valencia el Tirant lo Blanc.


 Sin embargo, otro nuevo brote de peste bubónica, que se recrudece especialmente entre 1497 y 1498, y el riguroso celo con que la Inquisición vigila los talleres de imprenta barceloneses contribuyen a una nueva inmigración tipográfica a Tarragona, esta vez a través de otro impresor alemán de reconocida fama, Juan Rosenbach, que imprimió un Misal (5) para la Catedral de Tarragona en 1499. El Misal, que formó parte del magnífico fondo bibliográfico de la casa del Carrer Major, nº17,  residencia del bibliófilo y arcediano de Vila-Seca, Ramon Foguet (1725-1794) fue donado tras su muerte a la entonces Biblioteca Provincial de la ciudad. Del Misal ha dicho el profesor Luis del Arco Muñoz que “se trata de una de las más hermosas estampaciones del siglo XV” y “la obra más bella y más acabada que salió de las prensas del famoso clérigo-tipógrafo dentro del siglo de los incunables”.

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Tras la marcha de Rosenbach a Perpiñán, Tarragona vive 80 años sin actividad tipográfica y sin más manifestación cultural reseñable que la presencia del canónigo Juan de Sessé, autor, entre otras obras, de una hagiografía sobre San Magí y del primer libro sobre la historia de Tarragona, que luego aprovecharía Pons d’Icart. Es el Cardenal Cervantes de Gaeta quien, bajo su pontificado (1568-1575), impulsará la actividad cultural y, por ende, la necesidad de la imprenta. Con esta base y ya bajo el arzobispado de Antonio Agustín (1576-1586), el impresor Felipe Mey instala su taller en el mismo palacio arzobispal e imprime las Metamorfosis (6), de Ovidio, y el Diálogo de medallas (7), el primer libro serio de numismática de Europa, obra del propio arzobispo. Pero a Tarragona el destino le guardaba aún un hueco destacado en la historia de la literatura universal: en 1614 daría a la luz su propio Quijote. Pero de ello hablaremos en el próximo artículo.

 

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Otros datos de interés
  • El primer libro impreso en España fue el Sinodal de Aguilafuente (Segovia, 1472)
  • Hasta hace poco, ese privilegio lo ostentaban las Obres o trobes en llaors de la Verge Maria (Valencia, 1474) que, sin embargo, aún mantiene el honor de ser el primer libro impreso en lengua catalana. No obstante, puede considerarse el primer libro de carácter literario imprimido en España.
  • El primer libro impreso en Cataluña es una Ethica. Politica. Oeconomica, de Aristóteles (Barcelona, 1473, es decir, sólo 4 años antes del incunable tortosino de Perotti, citado en el artículo).
 [Todas las imágenes son ampliables pinchando sobre ellas]



 Píramo y Tisbe desean a todos los seguidores de "Cesó todo y dejéme" unas felices y literarias fiestas.

domingo, 18 de diciembre de 2011

132. Un dios salvaje

Si quisiéramos elaborar una reseña perspectivista en lo artístico de Un dios salvaje, lo ideal sería leer el libreto de Yasmina Reza, traducido al español por Jordi Galcerán para Alba Editorial (con algunos errores ortográficos y gramaticales, dicho sea de paso); acudir a ver la obra de teatro, que en su versión española protagonizan Aitana Sánchez Gijón, Maribel Verdú, Pere Ponce y Antonio Molero; y, finalmente, para completar este ejercicio “multidisciplinar”, que dirían los nuevos castizos de las memeces léxicas, habría que ir al cine para ver la adaptación cinematográfica de Roman Polanski, fidelísima a la obra, si no es por algún elemento accesorio y con las magníficas interpretaciones de Kate Winslet, Jodie Foster, Cristoph Waltz y Johan C. Reilly. Pero como creer que Tarragona pueda algún día acoger una obra de teatro medianamente decente es pensar en lo excusado, aquí deberemos conformarnos, de momento, con las dos opciones restantes, aunque la naturaleza del género dramático ni pida ser leída ni tampoco ser visionada a través de una pantalla.
La alusión a las “memeces léxicas” con la que nos hemos despachado más arriba con obscena delectación (justo es reconocerlo) no está colocada allí por casualidad. Un dios salvaje es la picota donde se exponen para el escarnio público las sesudas cabezas de las mentes “políticamente correctas”; las de la charlatanería insulsa y vacía de los psicopedagogos, las de la pedantería esnobista en relación al arte y la cultura; las de la sensiblería ñoña e imbécil de los ecologistas y su cruzada para salvar al urogallo pirenaico y a la mariposa isabelina mientras millones de personas mueren de hambre en el planeta; las de los solidarios con el tercer mundo que escriben artículos y tesis doctorales desde su cómodo escritorio de ébano africano. Las cabezas de los abanderados de los valores democráticos, eso sí, filtrados aquéllos por el tamiz de sus  propios intereses e impuestos como dogmas incuestionables bajo pena de convertirse el que osare dudar de ellos en poco menos que un apestado social sin conciencia ciudadana o en un fascista: grave paradoja ésta, la de una democracia que se impone desde una sola voz. Las cabezas de aquellos a los que se les llena la boca con las grandes palabras, civismo, convivencia, y que se amparan en la luz de la civilización occidental para hacernos creer que el ejemplo del Viejo Mundo es el único y verdadero modo de entender la vida. En definitiva, todo lo que, semana tras semana, con tan buen ojo clínico, denuncia Pérez Reverte en su “Patente de corso” o lo que resume Luis Alberto de Cuenca en aquel poema titulado “Political Incorrectness”.
Todo esto hallará quien se acerque con espíritu atento a esta obra. Dos matrimonios intentan solucionar civilizadamente un altercado entre sus hijos, en el que uno de ellos ha sido agredido por el otro perdiendo el primero en la trifulca dos dientes. Pero las situaciones, comentarios e irónicas sutilezas con las que se viste la reunión, acaban por exasperar los ánimos y poner a prueba la supuesta actitud cívica con la que empieza la obra. Yasmina Reza sabe contemporizar con gran destreza el crescendo degenerativo de sus personajes, salpicando con algunos clímax y restauraciones del orden la evolución del argumento. La dramaturga coloca en el límite las convicciones cívicas de los personajes aceptadas por pura convención social y, precisamente por ello, artificiales. Cuando queda desnuda la armazón raquítica y endeble de los cimientos en los que se sustentan estos valores, aparece solo, desamparado y asustado, el ser humano, libre de las ataduras y de los roles, asistido solamente por el primitivismo de su ser esencial y, por ello, también auténtico y aliviado.

domingo, 11 de diciembre de 2011

131. Ana Torrent no es Madame Bovary

La semana pasada se produjo en el Teatro Principal de Alicante el estreno nacional de Madame Bovary, la versión sobre las tablas basada en la novela homónima de Flaubert. Alguna vez hemos hablado en este mismo espacio de la actual tendencia a transmutar unos géneros artísticos en otros y del riesgo que ello supone. Quizás por eso mismo, en el cartel promocional de la obra se advierte de que se trata de “una versión libre para la escena”, como queriendo adelantarse a aquellos lectores del novelista francés que pudieran juzgar con escrupuloso celo la fidelidad al original. Sin embargo, la puesta en escena no resulta tan libre como quieren hacernos creer y esa supuesta libertad se nos antoja un pretexto poco convincente para legitimar los errores de la representación. Bien al contrario, la excesiva dependencia respecto a la novela produce situaciones forzadas que socavan la fluidez natural que debiera tener el conjunto. Un ejemplo de lo que venimos diciendo es la sustitución de elementos argumentales no representados en la escena a través de parlamentos narrativos de los propios personajes. De este modo, la representación puede realizar grandes saltos en el argumento y solucionar los vacíos con estos resúmenes narrativos a posteriori. Pero el espectador que acude a ver una obra de teatro no busca que nadie le cuente lo que puede leer en la novela, sino comprobar cómo esos personajes cobran vida con sus acciones sobre las tablas. Los saltos argumentales así suplidos nos impiden, por ejemplo, asistir al reencuentro entre Emma y León en el teatro de Ruán, tan importante desde el punto de vista dramático, y que ya se da por sentado con la narración de Emma. El público se encuentra así con situaciones ya solucionadas sin ofrecerle la delectación del proceso. También se obvian personajes simbólicos como el de Justino, cuyas apariciones tan bien medidas en la novela, son la siniestra anticipación de la muerte de Emma.
Pero el mayor error de la obra es que Ana Torrent no es Emma Bovary. No sabemos si la directora Magüi Mira ha querido ponderar el origen campesino de Emma pero, en cualquier caso, la voz brusca, autoritaria y, casi diríamos, tabernaria de la actriz en esta obra, nada tiene que ver con el anhelo de sofisticación, la sutileza y el erotismo de Emma Bovary. Del mismo modo, a Armando del Río como Rodolfo, le falta una mayor degradación moral, la del donjuán canalla, y Fernando Ramallo, como León, aunque está correcto interpretando la inseguridad y timidez de su personaje, nos parece sobreactuado. Salva los muebles Juan Fernández en el papel de Carlos Bovary, que es fiel al carácter amantísimo y abnegado del marido de Emma.
Por otro lado, la obra adolece de pausas interminables en la acción donde los personajes se recrean en escenas absolutamente triviales y prescindibles; la música de fondo es repetitiva y privaba a veces de escuchar con nitidez a los actores; y aquel desnudo gratuito de Rodolfo, junto a los inmuerables sobeteos que recibe Ana Torrent, seguramente querían incidir en el carácter erótico del libro, aunque Flaubert, con mejor gusto, apenas lo insinúa, porque el erotismo jamás está en lo explícito.
Más allá de la obra de teatro en cuestión, el personaje de Flaubert sigue generando controversia entre los que piensan que Emma es una mujer superficial y caprichosa que justifica el adulterio y su mera vocación sexual a través de su patológica insatisfacción vital; o aquellos que quieren reivindicar la figura de la mujer libre, que supera los prejuicios sociales y que se toman muy en serio el vacío existencial de Emma resumida en aquel pasaje de la novela: “¡Todo mentira! Cada sonrisa disimulaba un bostezo de aburrimiento, cada goce una maldición, todo placer su saciedad, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable anhelo de una voluptuosidad más alta”. Juzguen ustedes la Emma por la que toman partido pero, esta vez, háganlo mejor leyendo la novela.

domingo, 4 de diciembre de 2011

130. El "friqui" literario

Desde hace aproximadamente una década,  el anglicismo “freaky” ha sido importado al vocabulario de la lengua castellana o, mejor dicho, al de los usuarios de dicha lengua, para designar, con todos los matices que se quieran, a aquellas personas que llevan sus aficiones u otros aspectos de su personalidad hasta la extravagancia misma, aderezada, por lo demás, con un puntito de exhibicionismo.
Todavía no entiendo cómo la RAE se resiste a aceptar y a adaptar el vocablo, tan extendido ya, y, en cambio, no tuvo tantos miramientos al hacerlo con términos como “cederrón” (CD-ROM) o con otros que parece que también llegarán: “cedé” (CD), “deuvedé” (DVD) o “uesebé” (USB), verbigracia (nunca mejor dicho eso de “verbigracia”). Si en su lema la Academia se jacta de limpiar, fijar y dar esplendor al idioma, traiciona al menos una de esas tres intenciones. Porque parece difícil fijar palabras que claramente tienen fecha de caducidad a corto plazo, como todo aquello que está vinculado al vertiginoso mundo de la informática. En cambio la figura del “freaky” promete perpetuar su progenie mientras el hombre sea hombre. Por eso, proponemos desde estas páginas que la Academia incorpore al diccionario la entrada “friqui”, así, con nuestra “qu” y nuestra “i”, tan latina ella. Y para que el acto de investidura de nuestra flamante palabra se produzca con todos los honores y merecimientos, proponemos también que el garante de tal iniciativa sea el académico que ocupe el asiento “ye” de la ilustre institución.
De ese modo, los “friquis” de la Literatura Española, respirarán tranquilos al ver legitimada ortográficamente su condición y podrán también definir su catálogo de rarezas desde el nuevo marbete. Porque de éstos también los hay y son fácilmente reconocibles. He aquí algunas pistas.
El friqui literario ha desarrollado un alargamiento de cuello producido por su indisimulado e impudoroso interés por conocer los títulos de las lecturas ajenas; este ritual lo suelen realizar en el interior de autobuses o trenes. Proyectan sus viajes de placer de acuerdo a rutas literarias; en el bolsillo trasero del pantalón puede apreciarse cómo sobresale la cartilla de sellado del Camino del Cid o de la Ruta del Quijote, por ejemplo. Son fetichistas: las almohadillas para el ratón del ordenador, protectores de pantalla, llaveros, camisetas, adhesivos para el coche y demás, tendrán estampado algún motivo literario. Jamás pagarán con un euro que tenga la efigie de Cervantes en el reverso porque Cervantes no es moneda de cambio. Su música preferida es aquella que versiona a los grandes poetas pero los poetas cantan mejor que los cantantes. Llaman a sus hijos Alonso o Inés, porque son nombres que suenan muy literarios; los más friquis los extraen del catálogo de las églogas. Sus facturas de la luz suelen ser altas: duermen con el libro abierto sobre el pecho y la lamparilla encendida. Se reúnen en cenáculos que tienen algo de secta clandestina; a esto lo llaman tertulias o veladas. No se ofenden si les llamamos ratas porque son “ratas de biblioteca” y jamás encuentran la fórmula eficaz para ordenar con coherencia la suya doméstica; si no caben los libros en la habitación se plantean si la cama es prescindible. El libro es siempre mejor que la película. Suelen usar gafas, no desean operarse de la vista (jamás asumirían ese riesgo) y se lamentan de que ya no existan los quevedos. Un clásico jamás será un Madrid-Barça. La lectura es un ritual místico y el libro digital es una herejía. Desean escribir pero se apocan porque conocen la belleza con mayúscula. Finalmente, se marchitarían sin los libros porque, pensándolo bien, a ellos tanto se les da si la Academia introduce la palabra “friqui” o no en el diccionario: ellos prefieren llamarse “letraheridos”.