miércoles, 31 de agosto de 2011

116. La elegancia del erizo

Una de mis lecturas estivales ha sido La elegancia del erizo, novela que me ha sorprendido gratamente, puesto que a medida que he avanzado en su lectura, la historia me ha cautivado. La fuerza de la obra reside en tres de los personajes: Reneé, una señora poco agraciada que trabaja como portera de un prestigioso inmueble del número 7 de la calle Grenelle de París; Paloma, una inteligentísima niña y el señor Ozu, un empresario asiático que consigue que dos almas tan dispares y a la vez tan iguales hallen el consuelo que necesitan la una de la otra. 
Se trata de una novela fuertemente culturalista, pues son muchas y muy variadas las referencias a todos los ámbitos del saber que en ella aparecen, hecho que no es de extrañar puesto que las dos protagonistas encuentran en el Arte su particular refugio, su escondite en el que se sienten protegidas del materialista e hipócrita mundo en el que han de vivir o, mejor dicho, sobrevivir. Así le sucede a la portera, quien posee unas inquietudes intelectuales vastísimas que enriquecen su espíritu en una sociedad carente de anhelos de belleza. Nadie se imagina que una mujer tan aparentemente vulgar como Reneé pueda disfrutar de una vida interior tan rica y tan profundamente nutrida de Saber con mayúsculas. Éste es su gran secreto y por ello posee la elegancia de un erizo: "(...) por fuera está cubierta de púas, una verdadera fortaleza, pero intuyo que, por dentro, tiene el mismo refinamiento sencillo de los erizos, que son animalillos falsamente indolentes, tremendamente solitarios y terriblemente elegantes". Esta vida secreta la disfruta aislada de los demás, de quienes no son capaces de descubrir la verdadera esencia del ser humano, sino que juzgan a las personas únicamente por su condición social. Ningún morador de la calle Grenelle imagina que esa portera huraña es un alma solitaria tremendamente sensible que encuentra alivio existencial en la belleza del Arte.
Paralelamente a Reneé conocemos a Paloma, una joven de doce años que, hastiada del falso mundo que rodea la acomodada vida de su familia, ha decidido suicidarse. No obstante, mientras llega el día señalado se dedica a escribir dos diarios, uno en el que recoge ideas profundas y otro - titulado "Diario del movimiento del mundo"- con el que intenta hallar "algo lo bastante estético como para darle valor a mi vida", una vida  incomprendida por los demás. Las reflexiones que realiza en ambas bitácoras son dignas de admiración y consiguen, cuanto menos, que el lector reflexione sobre temas muy diversos que no carecen en ocasiones de una afilada y crítica veta. Bellísimos son los pensamientos que versan sobre la literatura y la gramática: "(...) cuando se estudia gramática, se accede a otra dimensión de la belleza de la lengua. Hacer gramática es observar las entrañas de la lengua, ver cómo está hecha por dentro, verla desnuda (...)".
La silenciosa y solitaria vida de ambas mujeres se ve alterada por la llegada al edificio de un nuevo inquilino, el señor Ozu, un hombre que es capaz de ver más allá de las apariencias, que tiene el don de valorar a las personas por cómo son y no por lo que aparentan ser. Gracias a él Paloma y Reneé entablan una bella amistad que supera las barreras de la edad; una relación basada en la comprensión, el respeto y en la posibilidad de compartir inquietudes artísticas, literarias e intelectuales que les acercan y hermanan. Ambas comienzan a vislumbrar que la vida tiene sentido y que la búsqueda de la belleza entre tanta fealdad mundana merece la pena ser compartida. Asimismo, el señor Ozu revive en Reneé sentimientos que creía no haber tenido nunca, por lo que se revela ante ella como un hálito de esperanza ante tanta desilusión existencial. A través de largas conversaciones, de la magia de la palabra compartida, se teje un vínculo muy especial entre estos tres personajes. 
La elegancia del erizo se presenta, pues, como una oda a la amistad verdadera, al amor puro y al Arte en general, tres valores que están siendo desvirtuados en la sociedad tan superficial en la que vivimos. Muriel Barbery ha sabido dar vida a tres almas puras, que no han caído en la corrupción de las falsas apariencias y que, a través de sus avatares, ayudan al lector a reflexionar sobre la importancia que tiene el Arte en general y la Literatura en particular en la vida del ser humano, pues ¿quién no se ha sentido alguna vez un erizo?, ¿quién no ha hallado consuelo en la literatura ante una cotidianeidad monótona?, ¿quién no ha salido fortalecido al tropezar con personas con las que compartir sus  inquietudes intelectuales?
Mas, sobre todo, esta novela es un canto a la vida ya que los personajes acaban encontrando el sentido de la suya, aunque ésta no sea siempre benevolente con ellos. Preciosa es la reflexión sobre este tema: "(...) quizá sea eso la vida: mucha desesperación pero también algunos momentos de belleza donde el tiempo ya no es igual".
Tomemos ejemplo de esta novela y sigamos buscando la belleza en un mundo que en ocasiones se nos presenta poco agraciado y hagásmolo de la mano de la buena literatura como ésta.

domingo, 28 de agosto de 2011

115. Las bicicletas son para el verano

Justamente hoy, habría cumplido 90 años Fernando Fernán-Gómez. Siempre el verano estuvo vinculado de alguna manera especial a su vida. En verano celebraba nuestro autor su cumpleaños y al verano le debe su más jubilosa experiencia amorosa junto a Emma Cohen. O quizás aquel “mi mejor verano” se lo deba simplemente a Emma. Qué más da: sucedió en verano. Pero también hubo veranos en los que Fernando Fernández (el nombre artístico llegaría después tomando el modelo de su madre Carola Fernán-Gómez) hubo veranos, digo, en los que vio cómo se truncaban los cumpleaños de muchos o cómo el odio alistaba para su ejército el corazón de los hombres. Son los años de la guerra civil y la posguerra españolas.
El testimonio de aquella etapa negra de su historia, de nuestra historia, es el que recoge una de sus obras más aplaudidas: Las bicicletas son para el verano, Premio Lope de Vega en 1977, aunque estrenada en 1982. El título de esta obra de teatro se debe a un pasaje de la misma en el que Luis le pide a su padre una bicicleta; éste le responde que se la comprará más adelante, a lo que Luis replica que más adelante no le servirá de nada porque “las bicicletas son para el verano”. El padre de Luis nunca podrá comprarle la bicicleta porque ese mismo año estalla la guerra y se acaban todos los veranos de la infancia.
El tema de la guerra civil ha sido y es uno de los motivos más frecuentados por nuestros escritores. Hoy todo el mundo se apunta a este nuevo reflorecimiento del tema cainita. Ya en su día denuncié el oportunismo con el que algunos se han subido a este carro; es legítima y hasta necesaria una literatura de la guerra civil que nos ayude a recordar, a no volver a equivocarnos y a restaurar la dignidad de sus muertos. Quien tenga esos valores en mente a la hora de emprender una obra así actuará siempre con nobleza; pero quien lo haga desde una posición meramente lucrativa es un inmoral. De estos hay algún ejemplo lamentable de sentimentalismo barato que explota el dolor ajeno para medrar.
La obra de Fernán-Gómez está al margen de todas estas consideraciones. Primero, por su cronología. Publicada a los dos años de morir Franco, la obra debió de simbolizar para muchos de los que asistieron al estreno del 82 el nuevo verano de la democracia tras el largo invierno de la dictadura, aunque probablemente no fuera esa la intención de su autor. Segundo, por su sincero valor testimonial. Con su veta marcadamente autobiográfica (es recomendable una lectura paralela de las memorias del autor, El tiempo amarillo. Memorias (1921-1987)) se evita la descripción de los hechos desde el lenguaje de la crónica; tampoco está presente cualquier tipo de resentimiento que habría propiciado la caída en el maniqueísmo. Es simple y llanamente la experiencia cotidiana de una familia durante aquellos terribles años: el miedo, la incertidumbre informativa, los rumores, los cambios en las formas más elementales de la vida diaria, todo sujeto a las peculiaridades propias de los personajes, que están siempre en primer plano. La guerra es el telón de fondo (los ruidos de las bombas y metralletas en la lejanía) pero se vive desde esa intrahistoria que acuñara Unamuno, no la de los grandes nombres, no la de las batallas, sino la de la piel de un ser humano sometido a las atrocidades de cualquier guerra; por eso mismo, aunque las referencias a la realidad específicamente española de aquellos años son frecuentes, la obra aspira a la universalidad.
La lectura de la obra nos ayudará también a valorar nuestra cotidianeidad, a la que en ocasiones tachamos de rutinaria sin saber que la rutina es, a veces, el indicio más fehaciente de la felicidad. Hoy es muy frecuente y, ciertamente muy rutinario, por ejemplo, ver a los niños montando sus bicicletas en verano.

domingo, 21 de agosto de 2011

114. Los días del arcoíris

Cuando se lee a Antonio Skármeta, uno experimenta la ingenua esperanza de poder reconciliarse con el género humano. Los personajes creados por el escritor chileno en sus novelas están concebidos desde una insobornable filantropía merced a la cual nos son presentados como almas limpias, transparentes, generosas y entrañablemente cándidas. Son, en definitiva, buenas personas. Esta marcada bonhomía no se asienta, sin embargo, sobre una concepción maniquea de los caracteres que pudiera originar, por contraste, la separación entre los buenos y los malos. El desarrollo de sus personalidades fluye de manera tan natural que las aceptamos sin escepticismo y nadie nota en su construcción soldaduras que pongan de manifiesto el trabajo literario del novelista. Tampoco son, pese a su nobleza, personajes que aspiren a ser ejemplo de nada. Su profunda humanidad los hace imperfectos, seres reales de carne y hueso; no son héroes épicos pero sus limitaciones y la conciencia de las mismas los dignifican en ese heroísmo cotidiano del vivir.
Así son los personajes de Los días del arcoíris, el último libro de Skármeta. Ambientada en Santiago de Chile, la novela está inspirada en los hechos reales sucedidos durante 1988 en aquel país, cuando Pinochet, en un intento por legitimar la dictadura ante el mundo, llama a los chilenos a participar del plebiscito cuyo resultado debía decidir la continuidad del dictador en el poder o el cambio de gobierno. El bando de Pinochet encarga la promoción de su candidatura a Adrián Bettini, prestigioso publicista defenestrado por el régimen; pero éste se niega y opta por dirigir la campaña del “No”, es decir, la de la oposición. Bettini dispone de 15 minutos en la televisión para convencer a un pueblo, el chileno, instalado en la abulia y la desidia; desmontar 15 años de dictadura en 15 minutos.  La historia de Bettini alterna con la voz narrativa de Nico, que ve cómo los esbirros del régimen secuestran a su padre, el profesor de filosofía, delante de toda la clase, y que se suma a esa lista inolvidable de personajes entrañables de los libros de Skármeta como aquel Mario de El cartero de Neruda o el Ángel Santiago de El baile de la Victoria. 
La novela penetra de manera mordaz en los abusos de la dictadura, engrosando la larga tradición que sobre esta temática ha ido generando la literatura latinoamericana. Especialmente skarmetiano es el recurso de utilizar la metaliteratura, en este caso como arma de combate para atacar al régimen. Así, desfilan por el libro Pavlovsky, Plauto, Shakespeare, Neruda, el Arcipreste de Hita o la cantante Violeta Parra, entre otros, que forman un maravilloso ejército de palabras contra el ejército de las armas; también aparecen ejemplos filosóficos como el del mito de la caverna de Platón muy bien traídos para ilustrar la situación del país andino durante aquellos años. Skármeta ha querido indagar en el espíritu chileno y, prueba de ello, son los numerosos chilenismos utilizados durante las intervenciones de los personajes, que harán las delicias de los amantes de la lexicología. La sencillez narrativa de Skármeta comulga con la caracterización de los personajes y es uno de sus encantos. El libro adolece, tal vez, de cierto decaimiento en la tensión narrativa durante el último cuarto de la novela, donde se dan solución a algunos frentes argumentales que permanecían abiertos y que se cierran con cierta precipitación y sin el esperado efectismo imaginativo al que nos tiene acostumbrados el autor.
Han pasado 23 años desde aquel crucial plebiscito que inspirara a Skármeta para su novela. Hoy, cuando se estilan otros plebiscitos de juguete que ofenden a la grandeza de aquel, yo me refugio en la sencillez auténtica de Skármeta y voto “sí” a la soberanía del imperio de la buena literatura.

domingo, 14 de agosto de 2011

113. Ucronía lorquiana

En el cementerio de San José, en Granada, se ha congregado una multitud de personas para honrar la memoria de los fusilados de la Guerra Civil. Las tapias del propio camposanto fueron el mudo testigo de los fusilamientos. Los muertos fueron enterrados allí mismo, en una fosa común. Se leen manifiestos, hay vivas y mueran, discursos graves pronunciados con ese atropellamiento disculpable que confieren la reivindicación de la dignidad y la emoción.  La muchedumbre escucha cabizbaja, los ojos fijos en la tierra y, de vez en cuando, levanta la mirada y la dirige a alguien que, al hilo de las palabras del orador, ha interrumpido inopinadamente el discurso. Lo ha hecho entre dientes, apenas un murmullo gutural, primitivo en su queja, humo lastimero de alguna quemazón del alma.
El  periodista que ha sido encomendado para cubrir la noticia, se mantiene a cierta distancia del acto. A su izquierda se abre un camino de tumbas; una de ellas le llama la atención por su lápida blanquísima. Se dirige hacia allí. Las chinas del sendero crepitan bajo sus pies y apagan la voz del orador. Cuando se sitúa ante el sepulcro, lee el epitafio: “Federico García Lorca (1898-1998)”. Sobre la lápida hay una rosa marchita y un papel arrugado sujeto con celo a la superficie. En él, unos versos borrosos que probablemente el paso del tiempo y la lluvia han hecho ilegibles. El periodista sonríe melancólicamente al recordar la última entrevista que Lorca concedió antes de morir, precisamente a él. Todavía lo evoca sentado ante su piano de la Huerta de San Vicente, vestido de blanco pulquérrimo con aquel traje que no se acomodaba ya a su ancianidad, y su franca sonrisa hospitalaria al verlo entrar por la puerta y acudir con su eterna cojera a estrecharle la mano. Aunque le incomoda hablar de la guerra, Lorca desvela algunos detalles interesantes. Le cuenta su viaje a Granada desde Madrid, durante los primeros días del conflicto, desoyendo todos los consejos de sus amistades y cómo, cuando las cosas se pusieron feas, acudió a su amigo falangista Luis Rosales,  quien le ocultó en la planta superior de su casa de la calle de Angulo; cómo un día los Rosales reciben la visita de Ramón Ruiz Alonso, exdiputado de la CEDA, que viene a detener al poeta. Afortunadamente, Luis Rosales se halla en casa en ese momento y apela a su rango para impedir la detención. Ruiz Alonso se marcha airado. Lorca contempla desde la ventana cómo se disgrega en la calle el operativo militar comandado por Ruiz Alonso. Entre los visillos de las cortinas de su refugio, Lorca asegura haber visto detenidos a Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, dos banderilleros muy conocidos en Granada. Esa misma noche, continúa Federico, Luis Rosales le aconseja pasar a zona republicana porque no puede asegurarle la protección en adelante: ha arriesgado su vida y no tendrán tanta suerte la próxima vez. Lorca vuelve de incógnito a su casa de la Huerta de San Vicente, donde su padre tiene escondido a su amigo Alfredo Rodríguez Orgaz, quien tiene intención de pasarse a zona “roja” merced a la ayuda de unos campesinos amigos de la familia. Federico decide acompañarlo y, al amparo de la luna, llegan sanos y salvos a Santa Fe.
Luego vendrán el exilio y el posterior retorno y enclaustramiento en su casa de Granada...
Se oyen unos aplausos finales. Los manifestantes empiezan a dispersarse como sombras hacia la salida del cementerio. Ha comenzado a llover. El periodista interrumpe sus recuerdos. Vaya, no ha cubierto la información para el periódico. Corre presuroso en busca de alguien a quien entrevistar. El sepulcro de Lorca queda otra vez solo. La lluvia acaba por borrar totalmente los versos del papel.

Ucronía: Reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos, pero que habrían podido suceder

  • En el cementerio de San José de Granada fueron fusiladas cerca de 4000 personas.
  • Efectivamente, Federico podría haber salvado la vida si no hubiera decidido abandonar Madrid para marcharse a Granada. Le pudo un ingenuo exceso de confianza.
  • Luis Rosales ocultó a Federico en su casa cuando éste conocía ya que lo estaban buscando. Pero cuando Ruiz Alonso viene a detenerlo, no están ninguno de los hombres de la casa y la detención se lleva a cabo sin dificultad. Meses antes, Ruiz Alonso había salvado la vida tras un accidente de tráfico en el que su coche chocó con un camión.
  • Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, los banderilleros, fueron fusilados junto a Lorca en el barranco de Víznar el 19 de agosto de 1936. El próximo jueves se cumplirán 75 años.
  • Alfredo Rodríguez Orgaz se oculta en casa de los Lorca antes de que éste haga lo propio en la de Rosales. Federico se niega a acompañarlo a zona republicana porque todavía cree que el conflicto no va a durar. De haberlo hecho, habría salvado la vida.
  • No existe ninguna tumba de Federico García Lorca. Pero el barranco de Víznar donde se le supone sepultado en una de las diversas fosas comunes que hay allí, recibe innumerables visitas cada año. No hay rosas marchitas ni versos borrosos en ninguna lápida:  el barranco es un jardín de flores y un enorme libro de visitas donde dejan sus versos los peregrinos. Los tenaces exhumadores quieren una lápida con rosas marchitas y versos borrosos en un cementerio.
  • Véase también mi "Ucronía hernandiana"

domingo, 7 de agosto de 2011

112. La canción del verano

Todo el mundo conoce el concepto de “canción del verano”: melodías ligeras y optimistas, estribillos pegadizos y letras sin demasiadas pretensiones. A la canción del verano se lo perdonamos casi todo: la banalidad de sus temas, su ingenua simplicidad, la machaconería de su estructura… Simplemente es la canción del verano y no buscamos en ella filosofía alguna, más allá del tarareo autómata, el simpático baile o la evocación amable de la vida despreocupada y ociosa que se disfruta con el ritmo deliciosamente lento y legañoso de las vacaciones.
El problema de algunos artistas es que creen que se pueden permitir el lujo de componer canciones del verano durante todo el año quizás sin ser conscientes de que fuera del género y de la estación en cuestión, termina ya la inmunidad. Es difícil comprender cómo un cantante que dedica meses a la creación de su disco, privilegio del que no todo el mundo goza para la consecución de sus objetivos profesionales, pueda presentar sus trabajos con el poco esmero con que algunos lo hacen. No me refiero ya a las melodías, que eso va a gusto del consumidor, sino a la factura de las letras. La canción es un arte emparentado con la poesía y, de hecho, la poesía, en su origen, fue canto antes que nada. Por eso, del mismo modo que a la poesía se le reclama un ritmo y una cadencia especiales engastados en el molde de la palabra, a la canción, que ya de por sí tiene congénitos el ritmo y la cadencia, debe exigírsele el cuidado de la palabra.
La lista de canciones que adolecen de esta escasa atención al cuidado de las letras podría ser larguísima. Para abreviar y, de paso, para evitar las iras de los seguidores incondicionales de algunos cantantes, señalaré sólo unos pocos ejemplos de los errores más comunes y me atendré a las canciones que he oído durante el día en que escribo este artículo.
Uno de estos errores es el de rimar como sea. El cantante necesita una palabra que rime con la última palabra del verso anterior y entonces escoge una cualquiera, aunque no venga a cuento, o una pobre palabra comodín que rompe el pretendido contenido lírico de la canción. Otra opción es cambiarle el acento a una palabra, como hace Alejandro Sanz en su canción “Mi Peter Punk”: “si no me entiendes, no te entiendo y al revés / que hay cosas que dependen del interpreté”. Alejandro decide que la palabra “intérprete” debe dejar de ser esdrújula, la convierte en una aguda pero ¡ah!, la rima le cuadra. ¿En meses de trabajo esta es la única solución que se la ha ocurrido?
Luego están las letras que no tienen sentido por más que uno se rebane los sesos en intentar encontrárselo. Ana Torroja canta en su “Habitación helada”: “Es que se te olvidó, /corazón, / tu vida no es mejor / sino yo / como un encendedor / que alumbra tu calor”. ¿Quién es mejor, ella que la vida del otro? ¿Se puede ser mejor comparándose con un mechero? ¿Se puede alumbrar el calor? No entiendo nada.
También están los que se las quieren dar de ingeniosos y se limitan a concatenar una serie de sintagmas que, mediante juegos de palabras, aspiran a la sorpresa pero cuya ligazón en el conjunto de la canción es nula. Melendi, después de unos cuantos porros, escribió esto: “Y esa Juana sin Arco / y ese Bill sin Gates / aquella foto de aquel narco que viste de beis / y esa cabaña en el lago / sé lo que hicisteis el último verano”. ¿Alguien me aclara de qué va esta canción?
Cuando uno se para a analizar la desidia con la que se trabajan las letras de las canciones hoy en día, echa la vista atrás y encuentra en las hermosas historias de la copla y del bolero el respeto hacia las palabras, que es también el respeto hacia el que las escucha. Y no es que dichos géneros ostenten el monopolio de esa virtud pero hay en ellos la mano cariñosa del artesano, que hace su labor con paciencia, incluso en verano.