sábado, 23 de abril de 2011

96. Decálogo del Día del Libro


1. No se deje seducir por la belleza de las portadas. Como todo en la vida, lo importante está siempre en el interior.
2. No se fíe de la información de las contraportadas. Éstas siempre le asegurarán que el libro que sujeta en sus manos es el mejor jamás escrito. O sea, todos lo son. ¿Sospechoso, no? 
3. Un posible criterio para cribar su compra es no tomar riesgos y apostar por un autor ya consolidado. Pero recuerde que los autores más consolidados que pueden existir son nuestros clásicos.
4. Si va a leer en castellano o en catalán no compre libros de autores extranjeros. Piense que en las traducciones siempre se pierde algo del original. Si la traducción superase al original, compre un libro del traductor. Si le interesa mucho el original, aprenda el idioma. Si no tiene tiempo para aprender un idioma, lea la traducción pero busque un buen traductor.  
5. No compre libros que sólo contengan láminas sobre pinturas o paisajes. Vaya a un museo o haga un viaje. En Sant Jordi se lee. Del mismo modo, no compre teatro. Vaya al teatro.  
6. Evite aquellos autores que han publicado el libro pocos días antes de Sant Jordi. La buena literatura es vocacional; la mala literatura es mercantilista.  
7. Si compra libros para un niño, deje que él elija, aunque sea una bazofia; no le obligue a leer el que usted decida. Después asegúrese de dejar en su mesita de noche un buen libro, como quien no quiere la cosa.  
8. Compre poesía, la gran olvidada.  
9. No compre libros electrónicos. Ni Sant Jordi luchaba contra un “ciborg” ni de la sangre del dragón brotaban flores holográficas. Apele a la tradición.  
10. Cómprele un libro también a ella. Resulta que las mujeres también saben leer. Que yo sepa, por lo menos desde Safo. Respecto a que el hombre reciba también la rosa, lo dejo a criterio de cada cual.

También puede olvidarse de este decálogo. Pero lea. No sólo el Día del Libro: siempre.
El artículo del año pasado sobre el Día del Libro

¿Qué libro ha regalado o le han regalado en el Día del Libro? Contribuya con su título a la lista y comente qué le sugiere el libro que recibió o regaló.

sábado, 16 de abril de 2011

95. Soria literaria

Homenaje a Antonio Machado en Soria, frente a la ermita de San Saturio, con motivo de su nombramiento como hijo adoptivo de la ciudad (5 de octubre de 1932)
Nada más entrar a Soria, un cartel me recuerda que te fuiste a morir a una ciudad extranjera. Está este letrero en el margen de la carretera, en una cuneta. Y se me antoja un túmulo funerario que representase a todas las cunetas de nuestra guerra civil. ¡Qué triste paradoja! Dos ciudades que se ignoraban, Soria y Colliure, hermanadas por la muerte de un poeta, mientras aquellas otras que debieran estarlo con más razón, se mataban a tiros.
El viajero contempla desde el coche el epitafio que ratifica tu ausencia y gira lentamente la cabeza para retenerlo mientras el coche avanza. Cuando queda atrás, baja la mirada hacia el libro que sujeta entre sus manos (ahora con una extraña tensión en los dedos), lo aprieta contra sí, suspira y calla.
Dijiste a los sorianos, “conmigo vais, mi corazón os lleva” y cuando el tuyo dejó de latir, el de la ciudad palpitó tu verso y tu figura en cada rincón. ¡Ah, si la vieras! Han dejado el aula donde enseñabas francés casi como tú la dejaste. Si uno cierra los ojos, puede escuchar el coro de voces blancas recitando las conjugaciones entre la grave y triste de la tuya. Quizás era  una tarde soriana, parda y fría, y te punzaba la “monotonía de la lluvia en los cristales”. La pensión en que te hospedaste y donde conociste a Leonor es ahora una patatería. Pero en la Plaza Mayor, permanece la iglesia de Santa María donde te casaste, y han puesto allí una silla vacía, detrás de la cual, Leonor, de pie, coloca las manos sobre los hombros del turista que quiera ocuparla y hacerse una fotografía. Hay un algo de profanación en todo ello ¿Lo recuerdas? Es el retrato de tu boda. Sentado en la silla y sintiendo la presencia petrificada de Leonor a mis espaldas, miro el reloj de la Audiencia, aquel cuya campana daba en tus versos la una, y pienso que las manecillas son un bigote irónico que riera, impasible a vuestra tragedia, las horas que ya no vivís. Pero vivís. En el Casino Numantino de la Calle del Collado se te oye debatir con razonados argumentos, a veces acalorándote en el fragor de la tertulia, sacudiéndote la ceniza que el cigarro ha dejado en el acostumbrado desaliño de tu traje; se te ve pasear por el camino que va desde San Polo a San Saturio, “donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria”, entre el mismo canto eterno de sus aguas que arrullan mi peregrinaje o entre el mismo sonido de las hojas secas que crujen  bajo mis pies. Y los árboles del camino siguen conservando “en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas”. Son estos troncos un herido poema visual que sufre gozoso el cincel agudo del amor para perpetuarte. Y sigue en pie tu olmo centenario “hendido por el rayo y en su mitad podrido”, a cuyo tallo verdecido le cantaste con la esperanza de encontrar “otro milagro de la primavera” que nunca llegó para Leonor. Y sobrecoge verte todavía, porque te veo, Antonio, pese al reloj de la Audiencia, empujando el carrito de tu esposa, ya muy enferma, hasta la ermita del Mirón, para que ella respirara el aire puro de aquella atalaya de Soria y tomase su baño de sol. 
Me he acercado a la tumba de Leonor, en el cementerio del Espino. He dejado allí unos versos tuyos. El aire me ha traído notas del piano del Casino; debe de estar tocándolo Gerardo Diego; en otros momentos el viento silba entre las oquedades de los nichos; yo sé que me lo manda Bécquer desde el monte de las Ánimas; después trae un canto lejano y monótono de mujer; seguro que procede del cercano Burgo de Osma, donde Menéndez Pidal y su esposa desenterraron los romances de su largo sueño latente; allí nació Dionisio Ridruejo al que también siento, el falangista que te llorase. Todos están aquí, frente a la tumba de tu otro pedazo, acompañándome en el final de mi viaje. En la colina, la columna numantina se yergue majestuosa tras el cielo plomizo, testigo del tiempo. Ella seguirá allí mañana y nos sucederá. Porque lo nuestro, Antonio, porque lo nuestro es pasar.


ÁLBUM DEL VIAJE



Soria y Colliure hermanadas






Mesa de profesor de Antonio Machado
Pupitres del aula de Antonio Machado
Leonor y "Machado"









El retrato real de la boda












Camino entre San Polo y San Saturio, con "la curva de ballesta" del Duero








Ermita de San Saturio

"En sus cortezas grabadas iniciales..."







Ermita del Mirón







El reloj de la Audiencia







El olmo seco


La tumba de Leonor

domingo, 10 de abril de 2011

94. Miguel Pizarro y el terremoto de Osaka

Lorca y Pizarro (Granada, 1935)
Buceando por la vida de Federico García Lorca emerge entre sus amistades de juventud la singular figura de Miguel Pizarro (1897-1956). Miembro de la mítica tertulia del “Rinconcillo” granadino, Pizarro fue un hombre inquieto que siempre arrastró en la vida su condición de nómada, término con el que él mismo titula el poema con el que trató de definir su existencia. Residió en Japón, Rumanía y Estados Unidos. En el primero de estos países, sobrevivió milagrosamente al terremoto de Osaka de 1927, ciudad de cuya universidad fue profesor de español durante 8 años. Una ola gigante le había empujado hacia el mar pero fue devuelto a tierra con vida por la resaca. El diario granadino El Defensor tuvo que apresurarse a desmentir la noticia que daba por muerto a Pizarro. Estos días, en que asistimos con perplejidad a los terribles sucesos de Japón, la literatura sale de los manuales para darse viva en esa anécdota que parece estrechar los límites del tiempo. La vida de Miguel Pizarro da para mucho: sus amores con su prima María Zambrano o el asalto sufrido a manos de bandoleros manchúes en el Expreso de Oriente; los diferentes consulados, su impulso del flamenco y del español en Japón; el encargo de llevar el Guernica a Nueva York por petición expresa de Picasso y otras vivencias memorables.

La llamada de la poesía le llegó pocos años antes de morir, entre 1952 y 1954. Los poemas fueron recogidos póstumamente bajo el título Versos (1961). La obra poética de Pizarro se caracteriza por su corte clasicista, rasgo que queda patente en los sonetos que dedica al nacimiento de Venus. Éstos, estructurados de manera secuencial, están compuestos a la manera del espectador que admira una pintura y, efectivamente, el lector que se acerca a estos poemas cree estar contemplando el famoso cuadro de Botticelli. En ellos se celebra la llegada del Amor al mundo y su influjo en el universo. Sin embargo, tras la hermosa epifanía, llega la frustración de no poseerlo, que acaba convirtiéndose en obsesión erótica. Así, en “Esterlilidad” el amor “nos imanta pasional cadena” y el alma va “ávida […] de jugosa entraña”. Ese erotismo desazonador alcanza su máxima expresión en el poema “De Psique sola”, quien tras despertar de un voluptuoso sueño, hállase sola (“vacío el lado toca de su lecho”) y dirige sus pasos hacia la ventana, desde donde el sol de la nueva mañana alumbra “su vergel llovido”. Otras veces, el erotismo mezcla pureza y sensualidad como en “Ideal”: “tu bello ser honestidad respira; / la más secreta e íntima morada / cela su miel”. El clasicismo renacentista de Pizarro mezcla los tópicos de aquél con los románticos, y la mezcla resulta feliz. Así, cuando le canta a la musa que le inspira dice de ella que le “lleva de mi bajo llanto”, recordándonos a la “baja lira” garcilasiana pero, a la vez, es un becqueriano “rumor de maravilla presentida”.
Otro tema fundamental en Pizarro es la Naturaleza. Ésta se manifiesta de manera jubilosa y extática, y suele centrarse en aquellos elementos efímeros como la rosa, o las flores del cerezo y del ciruelo. En esa brevedad encuentra Pizarro el momento sublime de la belleza: “Y nadie llore tal osar precioso, / la gracia intensa a brevedad nacida”.
De profunda hondura son sus poemas metafísicos donde halla en el nihilismo la fórmula para llegar al conocimiento, probablemente inspirado en los ritos orientales (“siendo nada que todo lo comprende”). A veces esa ansia de conocimiento es dolorosa debido a la finitud humana, anhelo que es planta “presa en raíz, opaca y dura”. En “Esfuerzo”, utiliza la metáfora de los delfines que saltan en el mar (“flechando van, al sol, de cima en cima”) pero que “al hondo caen, el volar rendido/ Dardos gloriosos de feliz anhelo/ por trasvivir la condición forzosa”.
Cultiva Pizarro también poemas religiosos centrados en las tentaciones de Jesús y el difícil haiku, domeñado perfectamente en su poema “Otoño”.
Su credo poético lo hallamos en “Ultramar” donde trata de conciliar lo estetizante con lo verdadero. Por eso “mirando un crisantemo,/en mi alma/ crecía y respiraba el crisantemo […] Y había/ un espíritu en ello”.
Son recurrentes las alusiones a la flor de loto, que primero tiene que nacer en medio del barro para erigirse majestuosa después: “El loto en el lodazal, / ya distante de su cieno,/ tan alto y blanco, / puro y sereno”. Es un tema que bebe de Dom Sem Tob y que halla eco en otros ejemplos como en la rosa que nace del espino, la mariposa del gusano, o la perla de la viscosidad. No sabemos de qué “seco abismo, donde pena el alma”, tuvo que salir Pizarro para sentir su redención. Pero no hay ya, no debe haber, barro del olvido para él. Pizarro, loto ya de la Poesía.

lunes, 4 de abril de 2011

93. Sergio Gaspar

Sergio Gaspar en Cambrils
A mi abuelo, que olvidó el nombre de mi madre. A mi madre sin nombre: pero hija siempre


El pasado viernes, el poeta y editor Sergio Gaspar leyó algunos de sus versos en Cambrils. Que yo recuerde, en el tiempo que llevo acudiendo al Aula de Poesía de l’Antena del Coneixement nunca el turno abierto de palabras que se inicia tras la intervención del invitado, se había alargado tanto; ello da buena cuenta del interés que despertó Gaspar entre el público allí presente.

Desde la editorial DVD que dirige, Sergio Gaspar ha dinamizado e impulsado las nuevas tendencias poéticas y narrativas. De esta labor se podría hablar largo y tendido y daría para otro artículo. Pero yo me centraré hoy en su condición de poeta. Es autor de 4 libros de poemas: Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009). Los tres primeros son prácticamente inencontrables y en ellos, particularmente en El caballo en su muro, se somete a la poesía a un proceso de deconstrucción a la manera propuesta por Jacques Derrida, pero no con la intención de derribar las referencias clásicas o de negarlas, sino con la voluntad de encontrar el origen o la esencia misma de esas referencias y hallarles una nueva afirmación, probar su existencia.

La última de sus obras, Estancia, es una apuesta arriesgada. Se divide en tres secciones aparentemente inconexas: en la primera, se recuerda a la madre fallecida; la segunda se sirve de la intertextualidad con Wallace Stevens para explorar el mundo de la pedofilia a través de una secuencia de “flashes” aislados a la manera cinematográfica donde se narra la violación de un niño; la tercera es un relato pornográfico que se sumerge en la oscura sexualidad de un matrimonio. De las tres partes, la más hermosa es la primera con la que, seguramente habría bastado para hacer un buen libro de poemas y hubiera evitado el desconcierto que producen en el lector las otras dos secciones, que podrían haber formado parte, exentas, de otro libro distinto donde hallaran mejor ensamblaje.
Los versos en los que Gaspar recuerda a su madre, muerta como consecuencia del Alzheimer, sobrecogen en el equilibrio, quizás precisamente por ese tenso equilibrio, entre la crudeza y la ternura. En el encuentro con el recuerdo de la madre, Gaspar nos presenta retazos sueltos porque aunque “vivimos todo, [solo] contamos sus fragmentos”. Especialmente emotivas son las escenas en las que se habla de los estragos del Alzheimer, como aquella en que nos damos cuenta de la importancia en la vida de las trivialidades: “Nuestra tarea es recordar algunos rostros,/ ciertas fechas de nacimientos y muertes,/ el camino para volver a casa, y el partido/ al que votamos, y el nombre de nuestro perro./ No parece gran cosa, y no lo es, en efecto,/hasta que llega la hora/ en que alguien que te enseñó tu nombre lo olvida.” O aquel otro poema titulado “Algunos metros de infinito” que recrea mediante repeticiones paralelísticas de gran efectismo los paseos de la enferma por la casa en esa “media docena de movimientos que son exactamente el infinito” donde “se perdió/, o quiso entrar, no lo sé […] y ya no sabe/, o no querrá, lo ignoro, salir de él o de ella o regresarse”. La muerte de la madre produce en Gaspar una conmoción donde se tambalean los últimos cimientos de la infancia: “murió mi madre en el hospital de Sant Pau/ […] cuando yo no he terminado de jugar todavía/ con los cacahuetes que mis padres me compraron / hace ahora mismo cuarenta y cinco años”.

Gaspar se instala en un segundo postmodernismo que consigue sacar partido a la nueva realidad sin enarbolar lo moderno como mera exhibición, sino con la voluntad de extraer de ello su sustancia poética verdadera. Así, la vida y muerte de su madre es “una historia por lo demás irrelevante, / […] de ésas que ni siquiera aparecen si paseas con Google, / entre los escombros de la información”. Nunca una palabra tan pragmática como el famoso buscador de Internet, adquirió dimensiones de tan profunda y humana desolación. Y, aunque en el poemario hay algún exceso prescindible por lo escatológico o explícito, Gaspar parece haber atinado en el hallazgo de la pulsación poética de los nuevos tiempos. Nada sorprendente en alguien que, desde su atalaya de editor, analiza con tan buen ojo clínico el estado y el porvenir de la literatura española.