domingo, 19 de diciembre de 2010

74. Gil de Biedma: luces y sombras

Confieso que yo quería hacer un artículo bonito sobre Gil de Biedma en este 2010 que conmemora el décimo aniversario de su muerte. Se trataba, simplemente, de releer su poesía completa, recogida en Las personas del verbo y acercarme también al hombre, a través de la biografía que preparase Miguel Dalmau en 2004. Y tanto he tardado en decidirme, que casi se me pasa el año de la efeméride. Y es que yo quería hacer un artículo bonito sobre Gil de Biedma. Y, tras muchos meses, no he podido, o no he sabido.

Bastaba con que Gil de Biedma pasara a la historia de la literatura como un buen poeta, renovador y principal valedor de las nuevas tendencias de la poesía española en la segunda mitad del siglo XX. Pero no. Tenía que pasar como mito, como leyenda, rodeado desde siempre, en vida y tras su muerte, por esa aureola protectora que todavía persuade y, lo que es peor, convence como dogma de fe, de las supuestas indiscutibles virtudes del poeta. Con Gil de Biedma pasa como con esos otros poetas tocados por el “malditismo” literario. Aunque su obra no resulte del todo satisfactoria, se engrandece y exagera merced a una vida original, disoluta, transgresora, bohemia, provocadora. Es lo que le ocurre a Leopoldo María Panero, la lectura de cuyos poemas resulta insufrible pero que cuenta con el culto de muchos por el mero hecho de haber pasado por un sanatorio mental, situación que ha acrecentado la visión de iluminado que se tiene de él. Y es que hay poetas que son intocables. Últimamente Sánchez Dragó se ha convertido en un renegado social tras hacer públicos sus escarceos sexuales con unas menores japonesas; pero nadie le reprocha a Gil de Biedma lo propio con menores filipinos durante su estancia en aquel país con motivo de los negocios de la empresa tabacalera de su padre. Y uno de sus poemas más hermosos, el “Himno a la juventud”, está inspirado en la hija de Carlos Barral, Yvonnette, “que a los 12 años eran una nínfula no sólo capaz de poner cachondo a Nabókov, sino incluso a un cadáver”. Gil de Biedma cultivó la poesía social y, para ello, renegó de la clase a la que pertenecía, como si para él fuera un cargo de conciencia pertenecer a ella (“a vosotros pecadores/como yo, que me avergüenzo/de los palos que no me han dado,/señoritos de nacimiento/por mala conciencia escritores de poesía social”) pero nunca abandonó sus costumbres aristocráticas y despreciaba a quienes no se comportaban upper class como él mismo decía, copiando la expresión de una obra de Mitford; quizá los que no eran upper class no habían tenido la posibilidad de acceder a una educación como él, pero parece que eso se escapaba a su “conciencia” social. Hasta el gran filósofo comunista Manuel Sacristán rechazó el ingreso de Gil de Biedma en el Partido por su frivolidad elitista. Su producción poética es, además, escasa. Eso se puede perdonar en Garcilaso pero tengo mis dudas sobre la calidad de esa poesía de la experiencia que muchos sobrevaloran y que, salvo algunos ejemplos francamente felices, no es más que prosa con pinta de verso que reproduce la trivialidad sin atisbo de emoción lírica.

Pero resulta que un día en Víznar, visita junto a unos amigos un palacio abandonado; alguien suelta unos perros porque cree que han entrado ladrones y todos huyen despavoridos entre risas; ya a salvo, Gil de Biedma dice: “¿Os habéis fijado? Las hojas secas del jardín sonaban con un tono metálico bajo los zapatos”. Es el poeta puro despojado del molesto prurito. Y resulta que veo a Gil de Biedma debatiéndose entre la poesía redentora y el instinto oscuro que le enferma y le anula; y resulta que hay poemas donde late el alma verdadera de su drama. Y es entonces cuando me planteo que, tal vez, soy incapaz de no querer a mis poetas, pese a todo.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

73. Me llamo Rojo

Mi primer acercamiento a la literatura turca ha sido a raíz de visitar Estambul este verano. Creo que es una buena costumbre leer obras relacionadas con la ciudad que se va a visitar, pues, en muchas ocasiones, nos ayudan a comprender mejor la idiosincrasia de cada lugar. En este sentido, Me llamo Rojo ha supuesto un buen complemento para mi viaje pues refleja perfectamente el contraste que predomina en la ciudad, esa puerta que separa Oriente de Occidente, el país que aspira a ser Europa pero que mantiene su esencia oriental y legendaria. La novela  gira en torno a la investigación del asesinato de Maese Donoso, un miniaturista que trabaja en un libro que el sultán Murad III ha encargado para impresionar al Dux de Venecia. La peculiaridad de este encargo es que los ilustradores trabajarán siguiendo el estilo de los francos, alejándose, por tanto, de los modelos tradicionales de Shiraz y Herat. Este atrevimiento supone una grave ofensa al Islam, que prohíbe la representación figurativa. Parece que el Sultán ha sucumbido a los gustos occidentales y desea ser retratado siguiendo el principio de verosimilitud. En torno a este núcleo argumental subyacen otros muchos temas que gozan de vigencia absoluta en la Estambul del siglo XXI. Por ejemplo, el fanatismo religioso representado por el predicador de Erzurum, que difunde entre la población el miedo al pecado y condena la pintura, la danza de los derviches o un acto tan baladí como tomar café. Sus sermones calan en la población y en algunos de los ilustradores que trabajan en el secreto encargo,  que ven cómo se genera en su interior un grave dilema: ¿pueden usar la perspectiva, pueden representar la realidad tal y como la ven los ojos, pueden tener un estilo propio? He aquí el reflejo de la confrontación de culturas pues, por un lado, admiran la pintura de los occidentales y sus técnicas y, por otro, tienen miedo de alejarse de sus modelos tradicionales puesto que "el retrato era el mayor pecado y con él se acabaría la pintura musulmana". Asimismo, en este lienzo de Pamuk tiene cabida también el tema amoroso encarnado en Sekure y Negro, hija y sobrino respectivamente de Tío -personaje que recibe el encargo del Sultán y coordina a los ilustradores-.
La novela se presenta, desde mi punto de vista, como una metáfora del choque de civilizaciones que vive Turquía a través de un profundo amor a la pintura, pues en sus páginas Orhan Pamuk da a conocer al lector las claves de este arte tan noble a través de bellas descripciones -en ocasiones demasiado prolijas- como la de la leyenda de Hüsrev y Sirin.
Por otra parte, nos encontramos ante una narración coral en la que en cada capítulo se da voz a un personaje distinto e, incluso, a los objetos y animales que se están retratando en el libro. Se trata de un planteamiento original que ofrece al lector una visión global de la historia y, en ocasiones, sorprendente tal y como sucede en el primer capítulo en el que se escuchan las palabras del asesinado: "Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido".
En definitiva, Me llamo Rojo es una novela de intriga y de amor pero, sobre todo, de reflexión sobre la dicotomía entre Occidente y Oriente que vive Turquía. Este compromiso reflexivo fue uno de los motivos que llevaron a Orhan Pamuk a recibir el Premio Nobel en el año 2006, puesto que "ha encontrado nuevos símbolos para reflejar el choque y la interconexión de las culturas".

domingo, 12 de diciembre de 2010

72. El informe PISA y la lectura

Esta semana he leído con gran sorpresa, y todavía mayor alarma, las reacciones que desde diferentes medios de información y sectores de la Administración pública han suscitado los resultados del informe PISA, que evalúa el rendimiento académico de nuestros estudiantes. Mi asombro procede de la relativa indolencia y, casi diría optimista satisfacción, con que se han recibido dichos resultados.
Muchos titulares se recreaban en la supuesta mejoría que los datos del informe arrojan acerca de las aptitudes de los alumnos; y esa mejoría parece bastar a muchos para persuadirse a sí mismos de que el problema de nuestras aulas no es tan grave como parece. Nadie discute que cualquier avance en materia de educación sea positivo pero, como se suele decir, los árboles debieran también dejarnos ver el bosque. De todos modos, bien mirado, todo esto no tendría que extrañarnos tanto. No es más que la actitud que hace ya mucho tiempo, demasiado tiempo, reproduce nuestra sociedad ante los grandes problemas, ese conformismo abúlico que, lejos de perseguir la excelencia, se resigna a la mediocridad y la da por buena. En nuestros centros educativos pasa lo mismo. Hoy en día, los criterios de evaluación han pasado de la exigencia a la sistemática y mezquina concesión. El alumno no llega a los mínimos exigibles de la etapa pero “es voluntarioso, no molesta, está calladito y, al menos, no da problemas”. Y se le aprueba y se le promociona y llega a la universidad (nunca la universidad había sido el cubil de tanta alimaña intelectual como hoy) y, quién sabe, hasta podrá llegar a ser el profesor que perpetúe la podredumbre.

En Cataluña, el “conseller” de Educación, Ernest Maragall, destaca, a la luz de los datos del informe PISA, que éste “es el mejor anuncio posible contra los tópicos del fracaso escolar”. No importa que en la mayoría de competencias, los estudiantes sigan por debajo de la media europea. Y, en un ejercicio de autocomplacencia, erige al Departamento de Educación como el gran adalid de las mejoras en competencia lectora, gracias a los ejercicios prescriptivos que obliga a realizar en el sexto curso de Educación Primaria. No será gracias a esos ejercicios, no. Para que ustedes se hagan una idea del nivel de las actividades de comprensión lectora a las que se refiere nuestro “conseller”, las preguntas que el alumno deber responder sobre un texto dado se encuentran explícitamente en el mismo texto; es decir, si en el texto dice que “Juanita llevaba puesto en el pelo un lazo rosa”, la pregunta a resolver es: “¿De qué color era el lazo que llevaba puesto Juanita en el pelo?”. Es como preguntar por el color del caballo blanco de Santiago. No obliga al alumno a deducir, a leer entre líneas, a relacionar, a interpretar. Esas actividades no son más que una estrategia política para, una vez corregidas, proclamar a los cuatro vientos que no hay problemas, que los alumnos son unos ases en comprensión lectora. Ese mangoneo político de la imagen pone bajo sospecha, incluso, a la propia Selectividad. Se dice que la dificultad de los exámenes de Lengua Catalana en las PAU es superior a las de Lengua Castellana y, una parte del profesorado está por reconocer que se trata de una estrategia política para acallar las voces de quienes opinan que el castellano recibe poca atención en las aulas y justificar la feroz inmersión al catalán que es hoy su política lingüística. Si los resultados de Castellano son buenos y los de Catalán no lo son tanto, la estadística es el mejor aval para prolongar el sistema. Y es que educación y nacionalismo van de la mano en Cataluña. Lo importante del informe PISA no son sus pésimos resultados, sino que colocan a Cataluña por encima de la media del resto de España. Y con eso comemos. Hace falta una pildorita de Vargas Llosa para esa “religión provinciana de corto vuelo, excluyente”.

domingo, 5 de diciembre de 2010

71. Fanny Rubio: el dintel del nombre

La palabra es patrimonio de todos. Pero es en la voz de los poetas cuando la palabra se sublima. Atrás quedan las viejas disputas sobre si la palabra poética debe sólo cumplir con su función informativa o, además, debe exigírsele la virtud de producir arrobamiento en quienes la recogen. La palabra, por más que se empeñen quienes quieren ver en ella sólo un sentido práctico, útil, adquiere siempre en poesía una dimensión que trasciende la pura denotación. Da igual que hablemos de poesía social, cuyo contenido coyuntural precisa del “aquí” y del “ahora” y parece negar los virtuosismos accesorios; da igual que hablemos de la poesía de la experiencia, tan cercana a la cotidianeidad y, por lo mismo, tan próxima a lo conversacional. Y, por supuesto, quedan ya obsoletas las antiguas dicotomías entre conceptismo y culteranismo o modernismo y noventayochismo, marbetes que sólo se sostienen todavía por una acomodaticia sistematización escolar. Todos los poetas, en mayor o menor medida, necesitan que su mensaje esté cimentado sobre la arquitectura cincelada de la palabra.

Por eso no nos extraña que, probablemente en la novela más lírica de Fanny Rubio, El dios dormido (Alfaguara, 1998), la palabra sea la piedra angular de la trama narrativa, y no sólo por el uso estético que de ella se hace, sino porque la palabra misma es la principal protagonista de la novela. Ésta narra, en boca de María Magdalena, los 3 días que siguen a la muerte de Jesús en la cruz. Y el recuerdo del Amado durante ese tiempo se sustenta en las conversaciones mantenidas con el Sanador antes del sacrificio, en esas palabras dichas al calor de la confidencia y a la luz resplandeciente de la revelación y de la esperanza. El monólogo privado de María Magdalena que descubrimos en la lectura de esta novela, se construye, de este modo, de palabras que evocan, redimen, gritan, imploran, confiesan, anuncian, proclaman y, en definitiva, se hacen vida restallante, radicalmente vida. Fanny Rubio se ha preocupado bien de hacer apología de la palabra y la ha homenajeado entregándose a una delicada orfebrería. Sin embargo, nos queda la duda de si una novela puede prolongar la intensidad del hecho lírico durante más de 300 páginas. El poema, debido a su, por lo general, corta extensión, constituye un molde perfecto para la condensación de la fuerza lírica. Estirar esa condensación en una novela puede dar dos resultados: la dispersión o el agotamiento del lector. Y, de hecho, los momentos más felices de la novela, aparte de numerosas estampas preciosas de soberbia plasticidad, se producen cuando la narración fluye sin el lastre continuado de su grave carga lírica, a cuya atracción se entrega la autora con tal apasionamiento, que incurre, creo que de manera involuntaria arrastrada por el fragor de su embeleso, en el abuso de la subordinación o en contrastes abruptos de tono. Y, cuando la escritora parece despertar de su propio éxtasis hipnótico, reacciona incluyendo palabras demasiado “actuales” que rompen repentinamente con la atmósfera léxica que hasta ese momento había funcionado como agradable narcótico. Estos reparos que aduzco no desean sino certificar que Fanny Rubio es poeta por los cuatro costados. Y este “mal de la poesía” se testimonia en su narrativa, que no puede sujetarse al cauce canónico del género sin desbordarse, sin desangrarse en versos, que pugnan por desasirse de las pautas que impone la novela.

Símbolos de su compromiso con la palabra poética son sus poemas sobre las ciudades de Sodoma y Dresde, cuya reconstrucción alegórica delega sobre la palabra el poder demiúrgico de la creación. Los asistentes a su recital en Cambrils del pasado viernes, constatamos que leer y escuchar a Fanny Rubio es reconocer en las palabras su origen desnudo, es colocarnos en ese arcano que reza uno de sus versos que es el “dintel del nombre”.