domingo, 28 de noviembre de 2010

70. El sillón "ye" de la Academia

¿Sabían ustedes que los dos únicos sillones de la Real Academia Española de la Lengua que aún siguen vacantes son los correspondientes a las letras “W” e “Y”? Ignoro la razón del desprecio a la “W”, pero el abandono del sillón “Y” está clarísimo. ¡¿Quién va a tener estómago para querer ocupar el sillón… “YE”?! Se rumorea por los pasillos del vetusto edificio de la madrileña calle Felipe IV, que se lo ofrecieron a Soledad Puértolas, última en incorporarse al comité de sabios, y que ésta, viéndole las orejas al lobo, rehusó el ofrecimiento y prefirió el sillón “g”, aunque fuera en minúscula, para sus académicas posaderas. Así pues, todo sigue igual: el sillón “ye” sigue vacante y los demás siguen bacantes.

Porque en esto de la “ye” algo dionisiaco hay de por medio. El argumento que parece aducirse es el de utilizar la nomenclatura fonética para unificar el criterio onomatopéyico que en mayor o menor medida rige a las demás letras del abecedario. O lo que es lo mismo: que el nombre de las letras se parezca al sonido que representan. El error de la Academia es, sin embargo, querer buscar sistemas coherentes en algo, el idioma, que por su naturaleza misma, es imposible atar teóricamente sin que se abran fisuras. Por ejemplo, la “y griega”, déjenme llamarla todavía así, pierde su sentido consonántico cuando se utiliza como conjunción, que es las más de las veces, invalidando así el criterio fonético. Lo que ocurre con la Academia es que, acomplejada como está por esa condición de trasnochada que se le atribuye con frecuencia, quiere ahora apuntarse el tanto de la modernidad pero escogiendo de ésta sus peores cualidades: el desprecio por la tradición humanística, representada en la eliminación de los adjetivos “griega” y “latina”; la cultura de lo cómodo, ilustrado en ese silabeo pueril sin elegancia ni solera con el que quieren que pronunciemos el nombre de la “y griega”, como hacen los niños del parvulario; y la falta de rigor y exigencia porque dice no condenar a quien use algunas de las normas previas a las modificaciones. Es decir, que podemos hacer lo que nos dé la gana. Bonita manera de fijar, limpiar y dar esplendor al idioma, como reza su lema.

Otro tanto pasa con la eliminación de la tilde de “guión”. Responde esta iniciativa al hecho de que esta palabra es monosilábica y, como tal, no debe acentuarse. Pero en la pronunciación todo hablante intuye dos “tempos” con intensidad de la voz en la segunda secuencia; de ahí el tradicional acento. Es decir, intuimos un hiato. Es el mismo fenómeno que ocurre con palabras como “tontería”, donde la última sílaba, según las reglas, forma un diptongo (-ria) pero como en la pronunciación intensificamos la letra “i”, marcamos este hecho con la tilde sobre la vocal cerrada y formamos dos sílabas. En “guión”, se desea eliminar la tilde porque las reglas dicen que los hiatos sólo se marcan acentuando la vocal cerrada, no la abierta. Sin embargo, nada dice la Academia de palabras como “huida”, sin tilde, debido a la convergencia de dos vocales cerradas, cuando el hablante vuelve a intuir que en su pronunciación se marca la intensidad de la “i” como si se tratase de un nuevo hiato. ¿Por qué no proponer un cambio en estas palabras?

Respecto a la eliminación del acento en la palabra “solo”, no entiendo la razón; precisamente una norma que evitaba ambigüedades en determinados contextos. Ahora no sabremos si cuando “hago solo el amor”, soy una persona de grandes virtudes cristianas o es que practico el onanismo. Y, en cuanto a adaptar el quorum latino al “cuórum” español, la verdad yo siempre la había escrito así, en cursiva y sin acento sin necesidad de estas estampas algo ridículas, como las de “uesebé” o “cederrón”.

Pero bueno, ya que la Academia no nos condena si usamos la ortografía antigua, para mí siempre existirá la “y griega” y la “i latina”; y creo que en esto no debo estar muy solo. Sólo espero que entre los amantes del castellano, haya quorum para evitar semejante surrealista guión.

jueves, 25 de noviembre de 2010

69. La olvidada reina Matute



Pero ya terminó el olvido. La eterna candidata al Cervantes por fin vuelve a sentir que la literatura la redime de las miserias de la vida. No lo digo yo, son sus propias palabras; y, cuando las pronuncia así, con ese desamparo conmovedor de los escritores que cifran su existencia en el mero acto de la escritura, se asemeja ella misma a uno de sus personajes.

El premio Cervantes es el colofón de cualquier escritor, porque reconoce una trayectoria, el conjunto de una vida entregada a las letras. En el caso de Ana María Matute, sin embargo, toda esa trayectoria estaba ya declarada en su primera gran obra, Pequeño teatro, escrita a los 17 años de edad, aunque publicada 12 años más tarde, en 1954. Sorprende que a edad tan temprana, la escritora fuera capaz de trazar con tanta profundidad los grandes temas que caracterizarán su producción posterior: la imposibilidad de entendimento entre los hombres; la soledad; la frustrada y desesperada búsqueda de una identidad que los explique; la inocencia y fantasía de la infancia y el desamparo del ser humano, tintado de escepticismo religioso. En este sentido, Marco, uno de los personajes de la novela, le reprocha a Anderea, dueño de un teatro de marionetas: “Creáis hombres de madera, y luego os reís de ellos. Los obligáis a amarse, y os burláis de su amor. No creéis en sus tragedias, y los sacrificáis a ellas”. A lo que Anderea responde: “¡Oh, no puedo opinar! Yo también soy un muñeco”.

Sea quien sea el que mueve los hilos de la vida, ayer los movió con acierto para Ana María Matute. Quién sabe. Tal vez, en delicioso sortilegio, los haya movido desde su retablo aquel maese Pedro cervantino.

domingo, 21 de noviembre de 2010

68. La novela histórica

La mayoría de los estudiosos coiniciden en señalar como hito inaugural de la novela histórica el título Waverley (1814), de Walter Scott. Y, aunque ello signifique que el género lleva caminadas casi dos centurias de vida, lo que parece cierto es que ha sido en las últimas décadas cuando la novela histórica ha alcanzado su mayor profusión. Ayudan al desmesurado fenómeno la gran demanda por parte del público de este tipo de novelas; el sentido mercantilista, cada vez mayor, de muchas editoriales; y, desgracidamente, un deformado criterio que impide pasar por el tamiz del buen gusto literario, una gran cantidad de obras de muy dudosa calidad.

Lo que parece claro es que el género se está sobresaturando. Cuando uno entra en cualquier librería queda abrumado ante las pilas de libros adornados con sus llamativas portadas de caballeros y manuscritos medievales, pinturas renacentistas, exóticos palacios árabes, estandartes de legiones romanas, sábanas santas, cruces cristianas que anuncian oscuros complots eclesiásticos y demás parafernalia. Porque en esto de la novela histórica, las ilustraciones actúan como fatal cebo ante el incauto lector. Especial protagonismo se están pertrechando los autores que abordan el tema de la guerra civil española. Aunque sea legítimo e incluso saludable recordar nuestra historia más reciente y, llegado el caso, denunciarla, tengo dudas acerca del oportunismo de muchos al acercarse a tan espinoso asunto. Sacar dinero del dolor ajeno, hurgando en las desgracias de las gentes que tuvieron que vivir una guerra, no me parece demasiado ético si, como he dicho, hay más de oportunismo que de implicación honesta en lo que se cuenta. Pienso en Almudena Grandes, que si bien acertó con El corazón helado, se equivoca ahora con su promocionadísima Inés y la alegría, novela maniquea donde las haya, mal construida y peor escrita (incluso con errores gramaticales).
El agotamiento del género se aprecia ya, incluso, en la publicación de obras que lo parodian, como Mercado de espejismos, de Benítez Reyes. Y, aunque el autor gaditano no va a emular a Cervantes en su castigo a las novelas de caballerías, sí es indicativo de cómo están las cosas.

Existen tres tipos de lectores de novela histórica: los que se consideran amantes de la Historia pero, ¡ay, amigo!, no desean acercarse a ella desde los “áridos” trabajos de los historiadores y prefieren ver una película o leer una novela creyendo con ello estar aprendiendo algo; los que simplemente buscan entretenimiento y el pasado les parece un buen marco para la evasión; y, finalmente, los que exigen que la novela reúna aquellos requisitos que la conviertan en una obra de arte. Los tres tipos de lectores encuentran sus correspondencias entre los escritores. A los primeros se les satisface con novelas excesivamente documentadas que, por lo mismo, encallan en lo literario y resultan ser más aburridas que los tratados históricos de los que se rehuía; eso contando con que no existan anacronismos flagrantes. Una novela debe ser siempre una novela, no un tratado histórico; al segundo tipo de lector se le ofrece una novela sin ambición estilística en la que importa lo que se cuenta sin más. Un buen ejemplo pude ser John Steinbeck y su llana versión sobre los asuntos artúricos; por último, el exigente tercer lector disfrutará de una novela donde el marco histórico esté bien construido pero sin convertirse en un fin por sí mismo; gozará de un estilo depurado, elegante y exquisito; leerá, en defnitiva, a Mujica Laínez y su Bomarzo; a Terenci Moix y su desbordado lirismo egipcio en No digas que fue un sueño; amará el idioma castellano al acercarse a los Episodios Nacionales de Galdós o se reconocerá en deuda de por vida por el placer que le produjo El hereje de Miguel Delibes. Por nombrar sólo a unos cuantos principiantes escritores de novela. Histórica. Pero, sobre todas las cosas, novela.