domingo, 26 de septiembre de 2010

59. El naufragio de Labordeta

El pasado miércoles acudí a la Biblioteca Pública de Tarragona con la esperanza de releer algunos de los poemas de Antonio Labordeta porque, después de todo lo que se ha escrito esta semana sobre su vida y obras, he pensado que mejor sea él, con sus palabras, quien me oriente sobre cómo debo despedirlo yo también. Su muerte ha multiplicado la presencia de sus versos en Internet pero leerlos en una pantalla de ordenador es como emprender uno de aquellos viajes a los que nos tenía acostumbrados y contemplar los pueblos, sus parajes, sus gentes y su historia a través del cristal de un autobús que pasara por allí. Yo prefiero mezclarme con Labordeta en la autenticidad franca del papel, de tú a tú, que es como a él le gustaba tratar a las personas. Pero ocurre lo que siempre pasa en estos casos; que la biblioteca le ha preparado durante este mes un expositor con sus obras, y los lectores, unos por simple curiosidad, otros por verdadera estima, han desmantelado en pocas horas el epitafio bibliográfico. Por suerte, a nadie le llamó la atención su Diario de náufrago (1988), lo que es un gran despiste, ya que en esta obra de madurez se resumen los grandes temas de la poesía de Labordeta, dedicación eclipsada por su éxito como cantautor, por los libros de viajes o por la ya manida anécdota de su paso por la política. Y sin embargo, Labordeta concibió su creación poética como uno de los momentos más privados y, por ello, más apreciados de su vida, porque un libro “guarda las más bellas notas del sublime concierto de la vida. Lo abres, lo cierras y toda la plenitud de un hombre solitario te acompaña bajo los árboles dorados del otoño”. El tono de Diario de náufrago transmite una inevitable sensación de despedida anticipada, que estremece aún más si se lee con la también inevitable sugestión de su muerte tan reciente. Entre las principales preocupaciones del poeta en este libro, destacan: el paso del tiempo (“Los ayeres, los ayeres. Los venideros ayeres de todas las mañanas.”); la nostalgia de la infancia, cuyos días infinitos nunca vuelven; el recuerdo de los ausentes, como en aquellos poemas escritos el día de ánimas (“Nunca como hoy toda la voracidad del tiempo en las ausencias”) o la exaltación de la libertad, representada en aquella brújula que marca todos los puntos cardinales pero “nunca hacia ningún lado”. A veces, esa libertad se tiñe de símbolos políticos como aquel martillo que abre “en la pared, un hueco para mirar el final de la intemperie” o la solidaridad con “el Chile lejano y torturado” de Pinochet.  Por supuesto, aparecen temas sociales (“¡Ay del horror a la última soledad de los abandonados!”) y el amor a su tierra aragonesa “curtida por ásperos paisajes desolados”. También tienen cabida algunos versos más socarrones, próximos a la greguería, como los que dedica al clavo ardiendo. Pero los verdaderamente sobrecogedores son los que hablan de su propia muerte. La vejez es para Labordeta como otoños interminables: “En el ocaso, mi cuerpo se cubrirá de mansas latitudes” y la muerte esconde su misterio insondable. Instalado en un desesperanzado escepticismo religioso, como se aprecia en el poema “Navidad”, sólo queda la certidumbre de que “nunca sabremos la soledad de nuestra propia ausencia. Es un consuelo magnífico y terrible”. El penúltimo poema reza: “Un día de estos ocultaré la puerta de mi casa a los vecinos y huiré, definitivamente, con los míos hacia la tierra prometida donde los hombres, liberados del tedio de ser hombres, plantan campos de miel sobre sus ojos. Un día de estos, si es que llega”. Y ya llegó. Ya llegó, Antonio Labordeta.

domingo, 19 de septiembre de 2010

58. El centenario olvidado de Luis Rosales

El pasado mes de junio, el profesor Javier Angosto escribía en el Diario de Teruel un enjundioso artículo titulado “Temarios cojos”. En él se quejaba de la criba que, a lo largo de los años se ha ido estableciendo en los planes de estudios de literatura. Un filtro cuyo criterio estaba más bien sujeto a consideraciones políticas que estéticas. Este fenómeno ha ido apartando de las aulas a determinados escritores, cuya presencia en las mismas resultaba, cuanto menos, inoportuna. Así, la Generación del 27 durante la dictadura o, en la actualidad, los escritores vinculados a la derecha. Por eso, todo el mundo sabe que este año es el centenario del nacimiento de Miguel Hernández y pocos se acuerdan de que también lo es el de Luis Rosales. Este poeta granadino no tiene un Serrat que le cante, ni un congreso internacional donde se discuta sobre su vida y obras, ni recibe apenas homenajes, salvando algún caso muy local, ni se le han hecho multitud de ediciones conmemorativas. Los medios de comunicación apenas  han dado difusión a la efemérides. Y, sin embargo, Luis Rosales es uno de los mejores poetas españoles del siglo XX. Su adscripción a la Falange durante la Guerra Civil le ha condenado al ostracismo. De poco parece haberle servido arriesgar su vida dando cobijo a Federico García Lorca en su propia casa o enfrentarse en el Gobierno Civil de Granada con el infame Ruiz Alonso al enterarse de la detención de Lorca durante su ausencia. Es más, como bien dice Javier Angosto en el mismo artículo, si La calumnia, obra que exculpa a Rosales de cualquier responsabilidad en la muerte de Lorca, la hubiera escrito alguien de derechas, en lugar de Félix Grande, todavía el lastre de la sospecha estaría amarrado a la figura de nuestro poeta. Luis Rosales representa, como hicieron otros, el proceso de rehumanización poética cuando las tesis de Ortega y la poesía pura de Juan Ramón Jiménez entraron en crisis. La vía que adopta Rosales para esta rehumanización es la religiosa, lejos, eso sí, de la pomposa retórica del nacional-catolicismo franquista. Así, el íntimo fervor de Abril (1935) y Retablo de Navidad (1940) o el panteísmo de algunos poemas de Segundo Abril (1972), como aquella hermosísima “Égloga de la soledad”, de raigambre garcilasista. La fase más esencial de su poesía la encontramos en La casa encendida (1949), Rimas (1951) y El contenido del corazón (1969). En ellas, Rosales raya en lo surrealista, introduce elementos cotidianos y busca la esperanza y la identidad en la recuperación de su pasado. También hallamos contenido social, como aquel “Tú sí los llamarás” de Rimas, donde el poeta se solidariza con los “muertos que enferman de los vivos / los muertos naturales” y poesía amorosa como en “El deshielo”, también de Rimas, que evoca el temor del poeta ante la posibilidad del final de una relación: “cuando despunte el sol, se hará el deshielo/que desate mi cuerpo sobre el agua”. En Diario de una resurrección (1979), Rosales experimenta la plenitud y renovación del vivir antes de convencerse en La carta entera (1984) del desamparo del hombre actual, incapaz de alcanzar la libertad total. En la sucinta semblanza que acabo de hacer de la obra de Luis Rosales, no caben todos los méritos y matices de este escritor cuya expresión poética alcanza complejidades que darían muchas páginas de análisis. Bástenos con recuperar su figura en este año de su centenario olvidado. Rosales, que nunca mostró gran afición hacia la política, sólo cometió el error de tener que elegir en una España donde obligatoriamente había que posicionarse. Esa fue la gran tragedia de muchos. Quizás cuando escribió “La voz de los muertos”, donde lloraba la desgracia de las dos Españas, ya presentía que también su voz acabaría siendo la de uno de ellos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

57. Lope de Vega en el cine

Lope de Vega ha pasado de las tablas del siglo XVII a la gran pantalla del siglo XXI. Con ello se culmina la vieja aspiración del dramaturgo de convertirse en protagonista de sí mismo, como lo demuestran las múltiples composiciones donde Lope habla de su propia vida, literaturizando no pocas veces su figura y, por lo mismo, haciendo confusa para sus biógrafos la frontera entre la realidad y la ficción. La película, narra los años de juventud de Lope de Vega, incluyendo sus dos primeros amores conocidos, Elena Osorio e Isabel de Urbina, las Filis y Belisa de sus poemas, respectivamente, aunque en el caso de la primera también la hallamos bajo el nombre de Zaida o Celindaja. El director, Andrucha Waddington, ha querido ofrecernos una imagen más benévola del Fénix de los Ingenios, castigada muchas veces por la lógica intransigencia de quienes han visto en su desbordante vida amorosa, una indisculpalbe inmoralidad. Así, durante su relación con Elena Osorio, Lope no conoce la existencia del marido, el cómico Cristóbal Calderón, y cuando aparece en escena Perrenot (sobrino del cardenal Granvela) con el que el padre de Elena quiere casarla, Lope no soporta la humillación. Sin embargo, sabemos que Lope era consciente del adulterio y que, incluso, aceptó de la dama ayudas económicas procedentes de los regalos de Perrenot. Sí es verdad que más adelante compondría sus poemas difamatorios contra toda la familia de Elena, aunque seguramente, éstos circularían por Madrid como pliegos sueltos; la escena de la película en la que Lope lee las diatribas es improbable y exagerada y sólo se justifica si lo que se pretende es demostrar la complicidad y amparo de su público, que lo adoraba. Respecto a Isabel de Urbina, no conocemos que fuera pretendida por el marqués de las Navas, de quien Lope era secretario. Los versos que Lope le escribe para hacerlos pasar por obra del marqués deben ser un recuerdo de los que escribió, con el mismo fin, para el duque de Sessa, al que conoció mucho más tarde.

A Isabel la rapta (con el consentimiento de la dama) después de conocer la sentencia del destierro y no antes. Se casa con ella 5 meses después, en Valencia. Su estancia en Lisboa para alistarse en la Armada Invencible es anterior a la boda y con él no está Isabel, a quien parece que le fue infiel en la capital lusa. Por lo demás, la película recuerda aspectos conocidos de la vida de Lope, como su esfuerzo por reivindicar para sí un puesto en la nobleza; se trata de la escena en la que se cubre el féretro de la madre con el escudo nobiliario de las 19 torres, acto que realizó en realidad imprimiéndolo sobre la portada de su Arcadia (1598) y que fue motivo de aquellos mordaces versos de Góngora: “Por tu vida, Lopillo, que me borres / las diez y nueve torres del escudo , / porque, aunque todas son de viento, dudo / que tengas viento para tantas torres”. Sus ideas revolucionarias sobre la comedia están bien representadas, aunque se exageran las puestas en escena, cuya aparatosidad no llega hasta Calderón.

Por lo demás, la fotografía es bellísima, y crea escenas de claroscuro que representan el arte pictórico barroco como ya se hiciera en Alatriste. Existen pasajes muy emotivos como cuando Lope entra por primera vez en el corral de comedias de Velázquez y experimenta la llamada del teatro o las escenas donde se describe la intimidad de su escritura voraz. También cuando le ofrece a Isabel una de las piezas de su escribanía como anillo de compromiso, como un símbolo que vinculase obra y vida. La imagen final, galopando camino del destierro es también muy simbólica. Como un nuevo Cid de la literatura, Lope volvería a la corte, engrandecida ya su figura para toda la eternidad.

domingo, 5 de septiembre de 2010

56. Miguel Hernández y el fútbol

Vuelve la Liga. Y para algunas mentes bienintencionadas la vuelta del fútbol tras el Mundial, debe ser una especie de suplicio que hay que llevar con resignación. A ellos, nada les reprocho y hasta, aficionado al fútbol como soy, les puedo llegar a entender. Pero existe otra clase de mentes, intelectualoides del tres al cuarto, cuya cruzada contra el deporte rey estriba más en una afirmación de su aristocratismo cultural que en otra cosa. Y su desprecio altivo sólo es el pretexto postizo para instalarse en esa minoría selecta y sobreinterpretada, y para, además, dejarle claro a la galería que se pertenece a ella. A este grupo de sensibilidades refinadas, tan en las antípodas de las burdas aficiones del pueblo, les vendría bien leer alguna vez al Poeta del Pueblo. Precisamente. Y quizás entonces entenderían que la volea de Zidane en aquella final europea o la galopada de Messi contra el Getafe, tienen más plástica y más lírica que la literatura nepalí, por decir algo. Porque sí, a Miguel Hernández le gustaba el fútbol. Y es que se puede ser uno de los mejores poetas que han dado nuestras letras y ser aficionado al balompié y hasta practicarlo. Cuenta José Luis Ferris, biógrafo del poeta, que éste formaba parte de un equipo local llamado “La Repartiora”, nombre surgido probablemente por la camaradería entre los jugadores del equipo, que cargados cada cual de comida y bebida, la repartían tras los partidos. A Miguel Hernández lo apodaban “el Barbacha”, porque parece que era algo lento, en alusión a los caracoles llamados barbachos en la zona de Orihuela y Murcia. En el campo de Los Andenes, en Orihuela, se enfrentaba “La Repartiora” con otros equipos locales. Miguel Hernández llegó incluso a inventar un himno para el equipo, remedando la melodía de “Por la calle de Alcalá”, de Las Leandras. Ya en su obra, Miguel Hernández dejó también patente su afición por este deporte. En 1931 escribe su “Elegía al guardameta”, dedicada a “Lolo” (Manuel Soler), portero del Orihuela C.F. El poema, que se inicia con la dedicatoria “A Lolo, sampedro joven en la portería del cielo de Orihuela”, se centra en la estirada que “Lolo” realiza para salvar un gol a la salida de un córner, con tan mala fortuna que golpea su cabeza con el poste de la portería. En el poema, “Lolo” fallece como consecuencia del lance, aunque en la realidad parece que todo fue un susto subsanado por unos cuantos puntos de sutura. El poeta se inspira en una supuesta fotografía en la que el portero es captado justo en el momento de la estirada y segundos antes de su muerte: “Y te quedaste en la fotografía, / a un metro del alpiste,/ con tu vida mejor en vilo, en vía / ya de tu muerte triste, / sin coger el balón que ya cogiste”; y nos deja imágenes tan bellas como ésta: “Inflamado en amor por los balones, /sin mano que lo imante,/ no implicarás su viento a tus riñones/, como un seno ambulante / escapado a los senos de tu amante”.La elegía engarza con otros poemas del estilo, como el que Alberti dedicó a Platko, el guardameta húngaro del Barcelona de los años 20.

Los pedantes a los que me refería al principio de este artículo, argumentarían que si Miguel Hernández aún viviera, probablemente sería alguien muy crítico con el fútbol de hoy en día, especialmente con la inmoralidad que supone manejar las cantidades desorbitadas de dinero que se mueven en ese mundo. Y seguro que tendrán razón. Pero, probablemente también, Andrés Iniesta tendría ya la oda que lo haría eterno.

En la fotografía, el equipo de "La Repartiora". Miguel Hernández está en cuclillas, el segundo empezando por la derecha