martes, 26 de enero de 2010

29. Miguel, canto y vuelo

2010 ha nacido con nombre y apellidos propios: Miguel Hernández Gilabert (1910-1942) pues este año se celebra el centenario del nacimiento del famoso poeta oriolano. Se presentan ante los lectores del escritor interesantes meses plagados de actos conmemorativos. Ayer, 25 de enero, tuvo lugar el pistoletazo de salida con el estreno nacional de Miguel, canto y vuelo en el Teatro Principal de Alicante -ciudad en la que, como es sabido, reposan los restos mortales de Miguel-. Se trata de un espectáculo multidisciplinar dirigido por José Luis de Damas y producido por Paco Marsó en el que se conjugan la recitación de poemas, el diálogo teatral y la danza al son del acompañamiento musical en directo de piano, violoncello y percusión.

Con un decorado austero formado por elementos tan simbólicos en la vida del poeta como son la higuera, la luna y las ventanas enrejadas de la prisión, el director del montaje logra crear un ambiente íntimo capaz de envolver al espectador a través del lenguaje corporal de Josefina Manresa -interpretada por la bailarina Macarena Vargas- y del verbal, basado éste en la palabra. ¿Y qué mejores palabras que las escritas por el propio poeta? Por ello, son los poemas de Miguel Hernández los que ocupan el grueso de la representación/recitación. La obra comienza con el encuentro casual de dos Migueles, uno que regresa de Madrid y otro que se dispone a emprender su viaje a la capital. Este desdoblamiento del protagonista explica el título, pues uno de ellos -Alberto Delgado- representa a "Miguel Canto"- el poeta ingenuo que desea triunfar con sus escritos, generoso y optimista que acaba resignado- mientras que el otro -Miguel Molina- da vida a "Miguel Vuelo" -el luchador infatigable que desea ser libre-. A partir de aquí, Canto y Vuelo mostrarán al público algunos de los momentos más importantes en la vida del poeta-pastor declamando, como ya se ha señalado, varios de sus poemas más conocidos: "Llegó con tres heridas", "Me llaman barro aunque Miguel me llame", "Nanas de la cebolla", "Elegía a Ramón Sijé", "Eterna sombra", "Después del amor", "Sino sangriento" y "Vuelo".

Por otra parte, el texto propiamente teatral está basado en el cuento inconcluso El gorrión y el prisionero, un relato entrañable que muestra el sufrimiento del poeta en la cárcel. En el escenario, Miguel Canto está encadenado y recibe la visita de un gorrión con el cual conversa. Son palabras desgarradoras de un hombre conocedor de la cercana tragedia que le acecha: "Al cabo de un día y una noche me voy a morir. Me matarán. Dicen que soy una mala persona y que es preciso que muera. No sé qué habré hecho. Ni en sueños ni despierto me acuerdo de haber sembrado ni cosechado el mal. Sólo una mujer pudiera salvarme, pero su casa está lejos de aquí, en la región más soleada de estas tierras (...) Mañana no viviré... Lo siento por mi hijo, ¡quién tuviera tus alas, gorrión loco!". Entre el pajarillo y el prisionero se establece una comunicación especial y es éste el encargado de volar hasta los brazos de Josefina para hacerle entrega de un desgarrador escrito que le envía su esposo. Cumple, de este modo, el deseo de Miguel Canto de ver por última vez a su familia, pues el gorrión no es otro sino Miguel Vuelo, capaz de romper hasta los barrotes más duros de la cárcel. El desenlace inventado para este cuento en las tablas es, realmente, estremecedor.

Miguel, canto y vuelo combina, por tanto, la danza, la recitación y el diálogo teatral para mostrar al público la figura de Miguel Hernández en profundidad, con todos sus matices: como esposo y padre, como amigo, como escritor, como luchador infatigable, como alma libre, como persona resignada, como un ser generoso... Su figura queda así ensalzada positivamente y se consigue que el espectador sienta empatía hacia él. En este sentido, es encomiable el trabajo de los actores, que declaman e interpretan con la intensidad justa, sin caer en la exageración patética del drama que están representando. Buena muestra de ello fueron los intensos aplausos con los que el público asistente reconoció el mérito del montaje, así como las lágrimas de la nuera del poeta.

Queda inaugurado el año hernandiano. Serán muchos los actos que se celebren en su honor, los congresos, las conferencias, los conciertos... , todos ellos merecidísimos pues, más allá de consideraciones políticas, es incuestionable su valía como poeta y su integridad como persona -paradigma de fidelidad a sus principios y de coherencia- mas no olvidemos que el mejor homenaje que se le puede rendir a un poeta es leer su obra.

lunes, 18 de enero de 2010

28. Tranvía a la Malvarrosa

Vuelven los tranvías. Desde que en 1994 Valencia lo recuperase para sus calles, han sido numerosas las ciudades españolas que se han añadido a la restauración del mítico transporte. ¿Qué tendrá el tranvía, que imprime una misteriosa sugestión, entre decadente y elegante, a los cascos urbanos por donde su armatoste metálico, rudo pero venerable, se abre paso para herir las calzadas con su progreso pesado, penoso y, sin embargo, firme y decidido? Existen ciudades que no podríamos imaginarlas sin su presencia. Lisboa, por ejemplo, no sería la misma sin el sonido de su viejo tranvía, tan quejumbroso como la melodía de un fado. El tranvía evoca señores con sombrero de copa y bastón, y coches con carrocerías de líneas antiguas, como los de los gánsters de las películas; los hay famosos como el que atropelló mortalmente en Barcelona a un despistado Gaudí, abstraído, dicen, en los planos de la Sagrada Familia mientras caminaba. En literatura, el tranvía más famoso es el que condujo Manuel Vicent hacia la playa valenciana de la Malvarrosa.

Tranvía a la Malvarrosa está ambientada en los años 50 y narra el paso de la adolescencia al mundo adulto de Manuel, un joven de Vilavella (Castellón) y trasunto del propio autor, que se marcha a Valencia a estudiar Derecho. A lo largo de la novela, Manuel Vicent aborda diferentes temas muy de época. Uno de los más prolíficos es el de los tabúes sexuales. El protagonista se debate entre la pureza y la lujuria, personificada la una en Marisa, la misteriosa chica de cara angelical que veranea en Vilavella y a quien compara con la actriz italiana Inés Orsini; y la otra en la voluptuosa Gracia Imperio, la famosa y trágicamente malograda vedette madrileña, paradigma del erotismo de aquella década. Las coercitivas visitas a los prostíbulos para desvirgarse, promovidas por Vicentico Bola, como si de un obligado ritual viril de bautismo sexual se tratase, chocan con la íntima censura de la religión en el alma del protagonista, contradicciones que vertebran toda la novela. Dichos tabúes adquieren matices humorísticos en algún momento como aquel donde una masturbación de Manuel hizo que coincidieran en un mismo éxtasis mis propios gemidos y los alaridos del locutor ¡¡Gol de Gaínza!! ¡¡En el último minuto del partido, gol de Gaínza!! ¡¡El Valencia Club de Fútbol eliminado!! La pasión que sentía por el equipo del Valencia aquellos años de la adolescencia era muy intensa y a partir de aquel partido de copa la derrota de mi equipo iría unida a mi pecado.

Otro tema de la novela es el de la llamada España profunda, marbete aplicado aquí a sucesos truculentos o bárbaras costumbres patrias. Así, durante las fiestas de agosto de Vilavella, tras haberse corrido un toro, a unos pasos [del dosel de San Roque, patrón del pueblo] colgaba el toro desollado y su sangre aún goteaba en la acera en medio de un gran corro de devotos que velaban al santo; dijérase que el toro allí colgado era el animal expiatorio ofrecido a algún dios terrible. También se aprecia el tema de la España profunda en la descripción de los famosos crímenes que se sucedieron durante aquella década, a veces con un exceso de crudeza y morbo, como el de la cabeza sin cuerpo que apareció en un cine de Valencia. Pero el más llamativo de todos, no sólo por la forma de su ejecución sino por el estilo literario en que Manuel Vicent nos lo acerca, es el del violador Semo:

El Semo le puso la zarpa en el cuello y aún gruñó su vulgar deseo con cierta timidez, pero Amelita se revolvió bruscamente y la lucha continuó sobre la hierba con una extensión de margaritas. Los dorados insectos celebraban mínimas cópulas de amor muy puro en los árboles. La luz de la tarde iluminaba la lucha de los cuerpos envueltos en voces de auxilio y blasfemias. La doncella logró zafarse: salió corriendo con la cara húmeda de lágrimas y saliva, pero el hombre primitivo la siguió hasta el campo de berenjenas o patatas y en la persecución ambos atravesaron un huerto lleno de mandarinas y cuando el asesino y la víctima chocaron los dos iban cubiertos de pétalos de azahar como novios de una violentísima boda que se produjo al instante [...] [E]lla dejó de gritar al tercer golpe y su silencio fue sustituido por el sonido de los pájaros que se estaban refugiando para dormir en un limonero. El Semo arrojó el cuerpo de Amelita a la acequia en medio de la dulzura de la tarde y el cadáver comenzó a navegar agua abajo como una Ofelia valenciana coronada por una nube de mosquitos, pero antes el violador había tratado de cubrirlo de flores y una de ellas era la herida moral, las más roja que se veía flotando.
El contraste entre el lirismo de determinados pasajes de esta descripción y la terrible violación no deja indiferente al lector.
La superstición es otro tema recurrente, como cuando Manuel es perseguido por un escayolista místico poseído de fanatismo religioso o como aquel otro pasaje donde una prostituta cree que Manuel es su novio resucitado.
Pero la novela es, ante todo, un retrato vivísimo de la ciudad de Valencia, lleno de prolijos itinerarios que se aderezan con escenas de gran pintoresquismo. Contribuyen a ello también la alusión continua a canciones de la época, sobre todo boleros, que son como la banda sonora del libro, así como la inclusión de determinados acontecimientos políticos como la visita de Franco a la ciudad del Turia, no exentos de crítica mordaz: ese día todas las pastelerías estaban llenas de imágenes del Caudillo hechas con mazapanes y confitados [...] [y] había tantos pasteles en las pastelerías como demócratas en la cárcel [...] Algunos marines guardaban cola frente al carrito de un viejo que vendía cucuruchos de cacahuetes. El viejo cobraba una peseta a los indígenas y un duro a los americanos; demostraba tener con los cacahuetes un sentido más patriótico que el que Franco había tenido con las bases

¿Y el tranvía que da título al libro? Manuel ha creído ver en el tranvía que va a la playa de la Malvarrosa la figura de aquella Marisa que despertó en él la pureza del amor. A partir de esa visión cogerá el tranvía siempre que pueda para obrar el milagro de coincidir con ella. Pero esa es una empresa ya vana. La juventud idealizadora ha terminado y Marisa es sólo el recordatorio de la pérdida de la inocencia y del inicio de una nueva vida. Por eso, tras uno de esos viajes a la Malvarrosa, Manuel se enamorará de Juliette.

El final del libro con Manuel y Juliette, una Marisa que se llama Juliette, dice el protagonista, haciendo el amor sobre folletos de Falange en la casa abandonada de Blasco Ibáñez, cierra el relato con una sensación aliviadora de libertad, todavía embrionaria. Y el tranvía volverá a Valencia desde la Malvarrosa. La dirección del tranvía ha cambiado ya.
[En la fotografía, un tranvía que pasa por la Plaza la Reina, de Valencia. Extraida del precioso blog de Julio Cob: Valencia en blanco y negro ]

lunes, 11 de enero de 2010

27. Chiquita

El Premio Alfaguara de novela de 2008 fue otorgado a Chiquita de Antonio Orlando Rodríguez. He de confesar que no conocía a este autor cubano, pero dos fueron los motivos que me empujaron a comprar la obra. En primer lugar, los elogios que la crítica le había dedicado: "Una verdadera obra de arte, que de seguro deleitará a numerosos lectores en todo el mundo" (Cristina Selva) o "Uno de esos milagros que se dan de tanto en tanto en la literatura latinoamericana" (Frank Báez). En segundo lugar, el argumento que, a priori, me pareció atractivo pues Rodríguez recrea la biografía de un personaje real, Espiridiona Cenda, una cubana de veintiséis pulgadas de estatura que a finales del siglo XIX consigue triunfar en Nueva York como artista de vaudeville. La protagonista se presentaba, por tanto, como un ejemplo de superación que despertó en mí la curiosidad lectora. En el preámbulo de la novela, su autor confiesa que supo de la existencia de Chiquita en 1990, cuando conoció a Cándido Olazábal. Éste estaba vendiendo su biblioteca y al tener noticia de que Antonio Orlando Rodríguez era escritor le ofreció la biografía de la liliputiense para que terminara de escribir sobre un personaje que, pese a su diminuta estatura, había sido conocida como la "bomba cubana". He aquí, por tanto, el germen de la novela que no deja de recordarme -salvando las distancias, por supuesto- a esos legajos escritos por un tal Cide Hamete Benengeli.

A partir de este momento, el lector es testigo de la andadura vital de Espiridiona desde su nacimiento hasta llegar a su ocaso. Ciertamente, no tuvo una vida fácil pues vivió protegida en una especie de burbuja de la que tuvo que salir cuando sus progenitores fallecieron y, pese a los prejuicios sociales de la época, consiguió triunfar y ser reconocida en la Gran Manzana y en otros lugares de América y de Europa como una pequeña gran artista: "¿Es un atrevimiento decir que me gustaría tener algo más que el honor de estar viva? Lo siento, pero quisiera poder vivir la vida. Gozarla, no sólo mercerla. Probar suerte como artista podría ser una manera de intentarlo. Nunca se sabe (...) puede que más de uno se lleve la sorpresa de descubrir que un gran espíritu puede habitar en un cuerpo insignificante, que la grandeza no tiene tamaño". En efecto, Chiquita cumplió sus sueños y llegó a brillar incluso en la Exposición Panamericana que se celebró en 1901 en Búfalo. Fue declarada mascota oficial y consiguió que en torno a ella se organizasen las filas más largas de admiradores deseosos de ver a la artista. Paralelamente a su vida profesional, se va perfilando su azarosa trayectoria sentimental por la que pasó un número considerable de varones y su vida familiar, marcada por la pérdida de sus seres queridos y por el intento de explotación económica por parte de uno de sus hermanos. La imagen que se ofrece de ella no es maniquea, sino que está llena de aristas, de matices que la hacen aparecer ante los ojos del lector como un ser entrañable a la vez que detestable, que llega a no tener escrúpulos, dependiendo de la situación.

Quizás se deduzca de mis palabras que la novela me ha gustado. Nada más lejos de la realidad, pues lo que ha sido un verdadero milagro es haberla terminado. Su lectura se me atragantaba y mis sesiones lectoras no se extendían más allá de veinte páginas. ¿Por qué un argumento y un personaje tan atrayentes han dejado un sabor tan amargo en mí? Los ingredientes parecían ser de calidad, novedosos, frescos, originales y con buenas críticas mas el pastel se me indigestó. Parece ser que comí sólo con la vista puesto que el sabor me decepcionó. Permítanme este símil culinario tan poco original, pero es que cada sesión de lectura se me antojaba a las cucharadas de comida que nuestras madres nos daban cuando éramos niños y no teníamos hambre.

Puede que uno de los desaciertos de la obra sea el estilo narrativo de Rodríguez. Los hechos se suceden, en ocasiones, de forma tan vertiginosa que no son sino una mera enumeración en la que se echan en falta descripciones y figuras literarias ya que, pese a ser una biografía, ésta no deja de estar novelizada y, en consecuencia, podría haber un tratamiento más cuidado de las palabras y de la forma de narrar. En ocasiones, el autor se dirige directamente al lector con expresiones que, desde mi punto de vista, rozan lo coloquial con un estilo demasiado cercano y dialogado. Puede que el objetivo de las mismas sea lograr la complicidad de los lectores. Juzguen ustedes mismos: "Supongo que conocerás la historia de esos siete tipos que ahorcaron echándoles la culpa del bombazo que mató a unos policías en una huelga. Y si no la conoces, búscala en algún libro, porque este que está aquí no piensa gastar ni una gota de saliva contándotela"; "¡Maldita sea! Otra vez perdí el hilo. No sé por qué rayos empecé a hablarte de los Barcsy, si ellos no llegaron a Estados Unidos hasta 1903". He aquí otro error: la dispersión argumental. Se ofrecen muchos detalles de personajes o hechos que no son relevantes para la historia y ello produce una sensación de pesadez en el lector. Es digno de resaltar el trabajo de documentación que se ha llevado a cabo y que se refleja en las notas a pie de página que hay en la obra así como en los apéndices finales de la misma en los que se recogen textos de diversa índole sobre Chiquita y el mundo de los artistas liliputienses e, incluso, un álbum fotográfico de la protagonista. No obstante, considero que dicha dispersión le hace un flaco favor al argumento ya que éste pierde fuerza.
En definitiva, si tuviera que definir con una palabra la experiencia de haber leído Chiquita ésta sería decepción. Quizás me creé unas expectativas demasiado elevadas al ojear el argumento en la contraportada y el placer que obtuve leyendo fue tan chiquito como las escasas pulgadas de altura de Espiridiona. Supongo que a ustedes también les habrá pasado esto alguna vez ¿o me equivoco?