martes, 18 de agosto de 2009

14. Larra y Mérida

Cuando, en 1835, Larra visita Mérida, el panorama que describe de la otrora segunda ciudad del Imperio romano no puede ser más desolador:
La caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de los godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela el «aquí yace» de un procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un carácter respetable de antigüedad que difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un arqueólogo.
Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.

Escribe Larra estas palabras en uno de sus artículos de viajes, publicados en la Revista Mensajero. El gran analista de la sociedad matritense abandona la capital, que ya le ahoga (no quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de la Revista Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de Madrid! ) y decide atravesar Castilla, esa infeliz mendiga [que] despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Una vez en Mérida se hace con un cicerone, una verdadera ruina, no tan bien conservada como las romanas. Éste le guía por entre los vestigios emeritenses y pronto se descubre su ignorancia hacia el patrimonio autóctono: confunde el anfiteatro con una plaza de toros, la naumaquia son unos baños árabes y asegura que antes de los romanos, ya habitaban Mérida los godos y los moros. Larra, con su habitual ironía, asiente con melancólica guasa a los absurdos de su peculiar guía y junto a él recorre el puente romano, el acueducto, el anfiteatro (que Larra llama "circo"), el circo (que Larra llama "hipódromo"), los restos del teatro (que Larra llama "anfiteatro"), las calzadas romanas, el arco de Trajano, la capilla de Santa Olalla, el templo de Diana y el conventual. Todo en las descripciones que Larra hace de lo que observa denota la honda tristeza que le produce testificar la desidia, la dejadez a la que han sido abandonados los tesoros arqueológicos de la ciudad extremeña. Cuenta Larra la anécdota de un labrador que, cavando en su corral, encuentra un precioso mosaico perteneciente a una antigua domus romana; y que notificado el hallazgo al Gobierno y demorándose tanto las diligencias (el famoso "vuelva usted mañana" de la burocracia española), ha quedado a la intemperie el pavimento descubierto hasta la presente [y] el polvo, el agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante echan a perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la excavación.

Qué diferente esa Mérida anémica, consumida entre las ruinas de la que nos habla Larra, de la Mérida de nuestros días, tan entregada a su patrimonio, tan viva. Larra apenas reconocía el circo por la presencia de la meta; hoy se respeta su arena de 440 x 115 metros de planta y se ha recuperado la spina, las carceres, la porta pompae y parte del graderío. Del teatro Larra dice lacónicamente que está peor conservado. Hoy es, como dijo Menéndez Pidal, director de su reconstrucción desde 1964, príncipe entre los monumentos emeritenses. Larra, que no llegó a conocer la excavación del teatro, iniciada en 1910, quizás sólo pudiera contemplar las legendarias Siete Sillas, parte superior del graderío de un teatro soterrado durante siglos. Hoy está completamente habilitado y en ese magnífico marco presidido por Ceres, se organiza el famoso Festival de Teatro Clásico, que este verano cumple su 55 aniversario y por el que han pasado grandísimos artistas, desde el primer certamen en 1933 en que Margarita Xirgu interpretaba a Medea en la versión de Miguel de Unamuno. Los museos no son ya las cuadras de marras, sino edificios que albergan en su seno riquísimas muestras de su historia. Así, el Museo Nacional de Arte Romano y el Museo Visigodo. Y los cicerones no son unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las habitan, sino ciudadanos orgullosos de su ciudad, comprometidos con el legado del que son depositarios. Las oficinas de turismo se vuelcan en la promoción e información que el turista curioso necesita; las tiendas nos emborrachan con cráteras romanas y nos alumbran la imaginación con la luz de sus lucernas. Larra se deja en su descripción innumerables monumentos. No es este el lugar de repasarlos todos. Quien lo desee puede repetir el viaje de Larra pero, a buen seguro, ya no volverá a su casa, como él, lleno de aquella impresión sublime y melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron, para volver a entrar en ella más tarde o más temprano.

sábado, 1 de agosto de 2009

13. Federico García Lorca y Granada

Granada, 18 de julio de 2009. Dos jóvenes viajeros se apresuran a salir de su hotel en busca de la parada del autobús que les conducirá a Fuente Vaqueros, un pequeño pueblo en el que nació el insigne poeta y dramaturgo Federico García Lorca. Consiguen llegar a tiempo y suben al vehículo no sin cierta ilusión dibujada en sus ojerosos rostros. A través de las ventanillas, ambos contemplan los paisajes de la vega granadina que tan presentes están en la producción literaria del escritor. Poco después, posan sus pies en la citada localidad y ya en la entrada del pueblo hallan la primera prueba del amor que sienten los lugareños por su más ilustre vecino: una estatua del poeta con el rostro apoyado en una de sus manos y las piernas cruzadas. Comienza su particular ruta lorquiana. Expectantes, los viajeros avanzan por el paseo principal de Fuente Vaqueros y encuentran el lugar en el que Federico abrió por primera vez sus ojos al mundo el 5 de junio de 1898. Se trata de una casa de dos plantas con paredes de color blanco inmaculado y con un pequeño balcón adornado con geranios de colores que contribuyen a reforzar la imagen de hogar andaluz por excelencia en el que se respira fragancia a cal y paz. Los visitantes se sonríen y no dudan en seguir al peculiar cicerone de la casa. Franquear el umbral de la puerta supone para ellos iniciar un viaje en el tiempo ambientado por la cálida melodía de la guitarra de Paco de Lucía. Ambos recorren silenciosos las estancias de la casa tratando así de impregnarse del espíritu lorquiano que allí se respira. Contemplan fotos familiares entre las que destaca una en la que un Lorca de no más de cinco años aparece rodeado de chiquillas en edad escolar. Les resulta entrañable poder ver imágenes del dramaturgo en su más tierna infancia e incluso imaginarlo, gracias al mobiliario que se conserva, llorando en la cama en la que nació; durmiendo al compás del dulce traqueteo de una pequeña cuna de barrotes blancos o dando sus primeros pasos en unas peculiares andaderas de madera ante las que los visitantes esbozan una sonrisa, pues son capaces de visualizar a ese niño chico de cara redonda que fue Federico deslizándose por las diferentes estancias de la casa en tan peculiar artilugio.

No falta el patio, corazón del hogar acotado en un extremo por un pozo y por el otro, por una pequeña estatua de bronce del poeta. El antiguo granero se ha convertido en una sala de exposiciones que alberga documentos y fotografías importantes. Otra de las estancias, en la parte superior, está dedicada a la dramaturgia de Lorca. Preside dicho lugar un enorme cartel de la Barraca, el grupo universitario de teatro que codirigió el autor y que realizó la encomiable labor de acercar el teatro clásico a los lugares más recónditos de España. A los viajeros les resulta curioso ver cuartillas de papel manuscritas por Federico en las que hace anotaciones sobre las virtudes o defectos de los actores o aclaraciones sobre las representaciones. El broche final de la visita es poder ver imágenes de televisión en las que aparece Lorca inmerso en su actividad teatral. Son las únicas que se conservan, de ahí el valor documental de las mismas.

Los visitantes abandonan la casa con la impresión de que el poeta tuvo una infancia feliz en el seno de una familia acomodada y con inquietudes culturales que, sin duda, heredaría el primogéntio de la familia.

Es casi mediodía y hace un sol de justicia, mas estos peculiares peregrinos se dirigen a la Huerta de San Vicente, en Granada, una lujosa casa de campo que el padre de Federico regaló a su esposa, doña Vicenta. En ella pasó la familia los veranos desde 1926 hasta 1936 y no es de extrañar que dedicaran su tiempo de asueto a descansar en tan hermoso paraje -actualmente se ha construido un parque alrededor - rodeado de una rica vegetación. La clavera de la casa conduce a los visitantes por las diferentes estancias en las que todo es original. Les resulta, por ello, sencillo imaginar a la familia sentada en el sillón rojo del salón o en la cocina dispuestos a disfrutar de unas ricas viandas preparadas en un hornillo de los más modernos de la época. Las paredes están pobladas de dibujos. Destaca uno en el que aparece Lorca dialogando con Mariana Pineda, protagonista de su homónima obra. Los visitantes continúan pasando su curiosa mirada por las paredes pues no quieren perder ningún detalle. Ambos reparan en el título de Bachiller de Federico con la calificación de "aprobado", una nota que contrasta totalmente con el "sobresaliente" del certificado de su madre. Y es que Lorca como estudiante fue algo irregular, hecho que no le impidió adquirir y desarrollar unas inquietudes culturales de gran magnitud.
El recorrido les conduce a la sala del piano, instrumento que el poeta tocaba hábilmente, una aptitud heredada de sus abuelos. Es un majestuoso piano de cola en el que tan buenos momentos pasó Lorca y tan malos, puesto que debajo de él se escondía junto a su hermana y Angelina, la niñera, cuando la ciudad era bombardeada. En esos momentos no dudaba en verbalizar el miedo que inundaba todo su ser. Otra joya de la casa son los decorados que el dramaturgo y su hermana Isabel pintaron para una representación de títeres que organizaron en la Huerta y en la que contaron con el acompañamiento musical de Manuel de Falla al piano. Todo un lujo de actividad cuya estela se mantiene hoy viva ya que en este lugar se organizan variados eventos culturales.
La visita finaliza en el rincón más emblemático de la casa: la alcoba privada de Lorca. En ella se encuentran su cama y el escritorio en el que engendró el grueso de su producción literaria. Es una robusta mesa de madera con cajones en los laterales, elegante, en la que bien quisieran poder escribir unas líneas los visitantes para sentir, de algún modo, el genio creador del poeta. No sorprende que este mueble se halle en la Huerta, pues tal y como reconocía Lorca era en esta casa donde disfrutaba del sosiego necesario para escribir: "Luego todo el verano lo pasaremos juntos, pues tengo que trabajar mucho y es ahí, en mi Huerta de San Vicente, donde escribo mi teatro más tranquilo".
El peregrinaje lorquiano de los misteriosos viajeros está llegando a su ocaso. Pero aún queda una visita imprescindible: el barranco de Víznar, espacio en el que descansan los restos de Federico, junto a otras miles de personas, tras ser brutalmente asesinado en la madrugada del 17 al 18 de agosto de 1936. A priori bien pudiera parecer que los visitantes desean dar un apacible paseo por la sierra situada entre Alfacar y Víznar, mas el sendero de piedra que siguen les conduce al citado barranco, un lugar rodeado de enhiestos pinos en el que reina el silencio y la tranquilidad. Los nervios se adueñan del estómago de los jóvenes, pues saben que se adentran en un cementerio en el que hace años se imponían el grito y la agonía. Quizá ellos estén recorriendo el camino que muchísimas personas, entre ellas Federico, se vieron obligadas a hacer. Un último "paseo" cuyo fin era la muerte. Les impresiona ver el barranco, dominado por una gran cruz formada por piedras y flores que recuerdan a los asesinados. Al fondo, un monolito de piedra en el que se lee el famoso lema: "Lorca eran todos". Ciertamente así es, pues detrás de cada fusilado había una historia personal, una vida que se vio sesgada por fanatismos absurdos. Un absurdo que acabó con la vida del mejor dramaturgo del siglo XX a la voz de "café, mucho café" para Lorca. Los viajeros se miran silenciosos, no necesitan hablar para saber que, en su mente, ambos están rememorando el horror sufrido por el poeta y ello les produce congoja. Un nudo en la garganta se apodera de ellos, Píramo toma la mano de Tisbe y se alejan del lugar despacio, con paso lento y tranquilo mientras, en voz baja, unos versos se escapan de sus labios: "La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos. El niño la mira, mira. / El niño la está mirando."