lunes, 18 de mayo de 2009

8. Mario Benedetti

Cuando el mundo pierde a un poeta pierde al hombre pero gana al Poeta. El carácter mitificador de la muerte sustituye al hombre que escribe con su máquina de escribir o que lleva en su maleta unas cuartillas con versos; o que asiste a un certamen para hablar de literatura; sustituye las investiduras honoris causa y los premios literarios. Y en su lugar queda el Poeta asido a sus palabras, blincando su espíritu sobre los versos, esparcido el hombre en las páginas de sus libros. Si uno lee un texto de este poeta trascendido a Poeta, las palabras ya no son aquellas con olor todavía a tinta de este mundo cuyo sentido aún puedo conocer leyendo alguna entrevista en un periódico o, si tengo esa suerte, preguntándole directamente. Las palabras del Poeta son ya un arcano, elevadas a categoría de misterio sólo con el tránsito de su creador. Pero es que quien se nos ha ido hoy ha sido Benedetti. Y a Benedetti no le hubiera gustado elevarse hasta esas esferas tan lejanas. Hubiera preferido seguir estando entre las gentes, enseñándonos el amor, la amistad, la solidaridad y el goce de vivir como siempre hizo: con un lenguaje cercano, llano, cariñoso, de amistosa complicidad. Muy mortal. A Benedetti le hubiera gustado oírse recitar entre los oficinistas, las cajeras, los mecánicos de coches, los vendedores, los taquígrafos; entre el tarareo de una canción de Serrat en un concierto o de Daniel Viglietti desde un viejo transistor colocado en la ventana de cualquier modesta casa de Paso de los Toros. Lo otro quede para los exiliados. Benedetti es un "desexiliado" de la muerte. Prime, pues, su alegría:

Defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar,
y también de la alegría

lunes, 11 de mayo de 2009

7. Dos menos (y eran los únicos)

El pasado viernes 8 de mayo llegó al Teatro Principal de Alicante la obra Dos menos, dirigida por Óscar Martínez y protagonizada por José Sacristán y Héctor Alterio. En principio, la obra reunía todos los ingredientes para satisfacer al público alicantino. Por un lado, la historia dramática de dos enfermos terminales, compañeros en la habitación del hospital que, ante la noticia de su inminente fallecimiento, deciden fugarse para vivir intensamente los últimos días de vida, en una especie de viaje iniciático. Lo atractivo del motivo temático venía avalado por el éxito de taquilla de la película Ahora o nunca, con Jack Nicholson y Morgan Freeman de la que la obra de teatro puede considerarse su remake sobre las tablas. Por otro lado, la presencia de dos buenísimos actores como son Sacristán y Alterio para quienes el papel parecía pintiparado, completaban la promesa inicial. Sin embargo, el guión empequeñeció las expectativas. Ignoro si la representación se mantuvo fiel al texto original de Samuel Benchetrit o ha sido demérito de sus versionadores, Fernando Masllorens y Federico González Pino, pero lo cierto es que la obra desmereció bastante. Salvando el primer cuarto de hora, donde los protagonistas asumen la fatalidad de su destino con un fino sentido del humor, el resto del guión se desvanece entre la nebulosa de un pobrísimo argumento, inconsistente y muy poco elaborado, que en ningún momento dio la impresión de estar hilvanado y cuya meta nunca pareció clara. La fuga del hospital, de tanta importancia simbólica, se pierde en un anecdotario insulso, estirado como para llenar los minutos con algunos episodios que son meros parches. Qué lejos de aquella lista de “cosas que hay que hacer antes de morir” de la película de marras, tan llena de lirismo y cuyo contenido redunda en una introspección profunda de los personajes. También perdió la obra la oportunidad de crear ese contraste tan efectista que supone combinar el sentido del humor con el drama de los personajes. La sombra de la muerte casi nunca está presente en la obra, de modo que el espectador corre el riesgo de olvidarse de ella y, ni mucho menos, sentirá compasión por los protagonistas. La muerte misma de los personajes se limita a una despedida sin emoción hacia una luz de fondo proyectada sobre el escenario y se produce casi de golpe y porrazo sin transición alguna, hasta el punto de que el espectador duda sobre si ese es el final o no de la obra. Se porá reparar en el error que supone comparar la película con la obra de teatro, siendo ambas pertenecientes a géneros distintos, con sus propias pautas. Pero es inevitable pensar que por encima de los géneros está la categoría artística de quien se somete a sus leyes. De vuelta a Tarragona, como para recordar esa máxima, pusieron en el tren la película de Nicholson y Freeman. Si las comparaciones son odiosas, algún Hermes del Parnaso quiso que así fuera. Algún sentido tendrá si los dioses así lo disponen. No obstante, la obra de teatro salvó los muebles, como suele decirse, por la innegable calidad de la intepretación por parte de Sacristán y Alterio (a éste, no obstante, con problemas para oír su voz), lo que demuestra una vez más que, utilizando el símil futbolístico, son los jugadores quienes hacen bueno o malo al entrenador. En este caso, el aplauso se lo llevaron los actores, no el guión. En la novela, el fenómeno es más complejo. Los personajes que actúan en la novela dados a la vida por la propia minerva del autor, ¿pueden llegar a salvar al autor mismo? Unamuno ya trató este tema en Niebla. ¿Don Quijote salvó a Cervantes? ¿La Andrea de Nada, salvó a Carmen Laforet? ¿Podrá escribir algo más J.K. Rowling que no sea sobre Harry Potter? ¿Existen Sacristanes y Alterios que salven a sus creadores? Y si es así, ¿es metafísicamente posible que una criatura literaria pueda oscurecer incluso a quien la creó?