lunes, 18 de marzo de 2024

642. Viajes literarios: Pratdip

 


Conviene llegar a Pratdip en un día gris y ventoso. El ulular del viento entre los callejones medievales alentará en la imaginación la presencia agazapada y amenazadora del dip, el animal fantástico que se ha quedado a vivir en el topónimo y en el escudo del pueblo, como si estos perros vampiros reclamasen el señorío de la villa, y sus habitantes, temerosos de su ira, hubieran aceptado un vasallaje secular. Y quizás el visitante se tope realmente con alguno de ellos, dispuestos como están por el ayuntamiento en once zonas del tortuoso callejero para regocijo de los amantes de las yincanas. Nada más llegar, se recorta en lo alto el castillo en ruinas y nos da la bienvenida, como otro Can Cerbero, la escultura vanguardista del montrogense Santi Fuchs. La empleada de la oficina de turismo nos facilita, con eficacia burocrática, los lugares de interés del municipio. Pero la expresión de su rostro cambia cuando le confesamos que nos ha llevado hasta el pueblo la lectura de Les històries naturals, de Joan Perucho. Entonces su entusiasmo de lugareña orgullosa escala por sus palabras de regocijo y hasta se aventura a localizar la casa que debió de inspirar al escritor barcelonés el palacio de la baronesa de Urpí, la aristócrata que reclamará los servicios del naturalista Antoni de Montpalau para liberar al pueblo del vampiro que asola la vida de sus habitantes. Anoto en mi memoria la emoción de la empleada al conocer que los dos forasteros que arriban allende el Ebro han leído en catalán la novela, y lo poco que cuesta ser uno más cuando se estrechan los lazos de la cultura y la comprensión y admiración del otro.

El callejeo sin itinerario concreto es la mejor fórmula en Pratdip. Sin esperarlo, hallaremos sugestivos vestigios de su pasado, como las arcadas de Cal Sisa y las torres de defensa –restos de la antigua muralla medieval–, la iglesia de la Natividad o los antiguos lavaderos. Hay que subir, claro, al castillo, donde Joan Perucho imaginó la tumba de Onofre de Dip, el atribulado vampiro condenado a cobrarse la sangre de sus víctimas para poder sobrevivir. Perucho, que ambienta su novela en plena guerra carlista, parte de hechos reales para su posterior fabulación. Onofre de Dip adquiere todas las características del vampiro atesorada por el imaginario colectivo pero, está basado en los perros vampiros de Pratdip que, exagerados por la leyenda, aluden a las jaurías de lobos que acababan con los rebaños alimentándose de la sangre nutricia de las reses con un dentellada en el cuello. La enfermedad del propio general carlista Ramón Cabrera fue real, pero Perucho la atribuye al mordisco de Onofre. Montpalau liberará a Pratdip del vampiro y el pueblo celebrará la gesta con una romería al santuario de Santa Marina, donde el visitante podrá reparar la sed de la caminata con el agua salutífera de los famosos caños de su fuente.

Les històries naturals no empiezan ni acaban en Pratdip, aunque sea el pueblo del Baix Camp el que catalice la narración. En el viaje de Montpalau hasta Pratdip destacan las descripciones impresionistas de la topografía tarraconense como la propia Tarragona, L’Arboç, Arnes, Falset, Reus u Horta de Sant Joan, entre otras. La aparición de personajes históricos es también muy evocadora y para el filólogo que esto escribe fue muy emocionante toparse con Milà i Fontanals. La novela es, además, un precioso tributo a la lengua catalana, de la que Perucho sabe extraer sus mil y un matices y un acervo léxico que sorprende incluso a los que estamos familiarizados con el idioma.

La novela de Perucho alcanzó en su día gran éxito, especialmente en los años 80, entre el lector adolescente. No había instituto que no prescribiera su lectura. Hoy me cuentan los profesores de Lengua Catalana que sería imposible su inclusión en los planes de estudio porque el alumnado ya no es capaz de entender una palabra de la novela. Las leyes educativas. Esas sí que son un sangría y no las de Onofre de Dip.

lunes, 4 de marzo de 2024

641. ¿Qué haces ahí, García Mateos?

 


Ramón García Mateos ha obtenido el Premio Internacional de Poesía António Salvado Cidade de Castelo Branco por su última obra, Retratos y figuraciones. El libro, en edición bilingüe en portugués y español, y publicado por la editorial Labirinto, es uno de los poemarios más hermosos que he leído en los últimos tiempos. Ya la solapilla biográfica de la cubierta es toda una declaración de intenciones. García Mateos, a cuya dilatada trayectoria la jalonan numerosos títulos y premios, queda reducido en la solapilla a su mera condición de profesor: «Ramón García Mateos (Salamanca, 1960). Catedrático de Lengua y Literatura Españolas». Y a mí se me antoja que esa humilde solapilla, donde Ramón renuncia a describir la relación de sus méritos literarios, es el primer poema del libro. Porque en Retratos y figuraciones quienes importan de verdad son los poetas allí homenajeados, un precioso muestrario de los nombres más queridos por el autor salmantino, a cuya advocación se acoge con un amor conmovedor y un sentimiento sincero de deuda en cada verso.

La mayor parte de los autores que conforman esa nómina casi elegíaca tiene en común su dramática experiencia vital. Por las páginas del libro desfilan condenados a muerte como Villon; perseguidos como Juan de Yepes; encarcelados como Quevedo; desterrados y exiliados como Pedro Garfias o Vallejo; suicidas como Antero de Quental o Rigaut; derrotados y atribulados como Unamuno; desengañados como José Agustín Goytisolo; asesinados o deudos de asesinados como Roque Dalton o el «Piojo» Salinas; nostálgicos de Florencia, como Aldana… Todos estos retratos recrean una estampa del escritor tributado en algún momento especialmente significativo o doloroso de su existencia. Otras piezas, en cambio, son meros poemas celebratorios entelados de nostalgia: el poema con ecos manriqueños a Violeta Parra; Estellés y Ovidi Montllor en Alcoy; los dos versos de Ferlosio sin necesidad de glosa; Josep Igual entre volutas de tabaco; y, por supuesto, los poemas a los amigos, como el dedicado a Juan López-Carrillo, divertido e hiperbólico, perfecto trasunto del propio autor catalán; o el maravilloso poema tripartito a Antonio Carvajal, donde García Mateos juega con los títulos de los libros del poeta granadino y con el apellido materno de éste. Una preciosidad.

En otras piezas se imbrican literatura y vida como en el homenaje a Ángel Guinda («Escribir como se vive») o como aquella otra que penetra en el estudio de Maruja Mallo para que los versos de Miguel Hernández estallen como rayos que no cesan; intertextualidad que se repite en el poema lorquiano a Belmonte o en algún poema autorreferencial. Lo popular (piedra angular en la poética de García Mateos) se manifiesta en el uso del metro de algunos poemas pero también en el poema dedicado a Blas de Otero, en la mención a Labordeta o en los versos dedicados a los payadores. No faltan tampoco las alusiones a las injusticias sociales, algún verso acerado de ironía epigramática y una enorme generosidad para con los desahuciados.

El libro, que es, en definitiva, un apasionado reconocimiento a los maestros del poeta, como nos recuerda el último poema, no podía soslayar, claro, la inmensa figura de Ramón Oteo, destinatario de una de las composiciones más emocionantes del poemario.

Mención aparte merece la versión portuguesa a cargo de la traductora Leocádia Regalo, donde los versos de Ramón, tan cargados en realidad de saudade, encajan natural y primorosamente.

Con su acostumbrado estilo inmersivo, rebosante de intensidad, de bien entendida solemnidad desgarrada, de esa que te coge de la camisa y te zarandea, evocador, nostálgico, vehemente, auténtico, secular, doloroso, fraterno y esperanzado, García Mateos debe saber que, él también, y pese a la solapilla, es retrato y figuración de quienes aspiramos a parecernos, aunque sea remotamente, a su ejemplo.  

lunes, 19 de febrero de 2024

640. La mejor crítica literaria está en Facebook

 



A principios de año, leí con estupefacción una declaración del profesor y crítico literario Ernesto Calabuig donde denunciaba la manipulación de la que había sido objeto una de sus reseñas en la revista cultural «La Lectura», de El Mundo. Según Calabuig, las partes de su texto donde no dejaba en buen lugar la calidad de la novela reseñada habían sido alteradas por otros juicios de valor mucho más elogiosos. Dicho de otro modo, a Calabuig le hacían decir en su reseña lo contrario de lo que él, desde su honestidad intelectual, había escrito. Exonerado el jefe de redacción, de cuya honorabilidad Calabuig no duda, nuestro crítico ató cabos y pensó en alguna mano negra que, obedeciendo instrucciones «de arriba», había modificado su texto para no perjudicar al libro que –oh, casualidad de las casualidades– pertenece al mismo grupo editorial que el periódico de marras. Calabuig, en un acto valiente que lo ennoblece, anunció su renuncia a seguir colaborando con ese medio.

El suceso, uno más de los tantos que se producen cada día en nuestra prensa patria, ratifica lo que desde hace tiempo muchos pensamos: la crítica literaria que depende de los grandes medios no resulta fiable, pues su criterio está adulterado por intereses económicos alejados de cualquier consideración estrictamente literaria. Por eso, y siempre tras una meticulosa criba, conviene dejarse aconsejar por aquellos críticos que, desde su independencia, no obedecen más que al imperio de su razón y sensibilidad. Antes los blogueros y ahora los buenos lectores que habitan las redes sociales pueden ser excelentes garantes de la calidad de una obra literaria, porque a nadie se deben más que a su propia libertad.

Entre estos críticos no profesionalizados, hay en Facebook dos nombres que merecen toda nuestra atención. Son Manuel Rodríguez y Salva Robles. El caso de ambos es verdaderamente admirable. Su bagaje de lecturas comprende un espectro estratosférico y sus reseñas en la red están llenas de inteligencia, sensibilidad, criterio y buen tino. Generalmente, publican críticas de libros que les han satisfecho, pero no les duelen prendas a la hora de desacreditar las alabanzas oficiales de los críticos supuestamente reputados. Si el libro que va a la hoguera pertenece a alguno de sus contactos en Facebook, simplemente no lo reseñan, porque nobleza obliga. Su capacidad de prescriptores fiables se la han ganado a pulso. Quien escribe estas líneas, ha descubierto, gracias a ellos, a maravillosos escritores, hasta entonces ignotos para mí, que han contribuido a enriquecer exponencialmente mi acervo literario. Desde aquí mi agradecimiento. Salva, además, acaba de publicar su primera novela (Del desorden y la herida, Talentura), que habrá que leer. Manuel y Salva solo son la punta del iceberg de toda una entusiasta legión de exigentes letraheridos que, como ocurre con el club de lectura Yokni, del que son integrantes, aman la literatura de calidad. Por allí desfilan hasta 200 nombres como Luis Marín Le Drac, Carlos Tongoy, Mario Marín, José Valenzuela, Aitor Arjol, Alberto Masa, Jimy Ruiz, Paco Bescós y tantos otros que no puedo enumerar aquí, muchos de ellos relacionados directamente con la actividad creativa. Yo ya casi no tengo otros prescriptores.

Cuando salgan las famosas listas de Babelia, acuérdense de los yonkis de Yokni. Aquellos están en Babia; estos leen en vena.

lunes, 12 de febrero de 2024

639. Glosar la vida

 


El poeta Ramón Bascuñana ha obtenido con su último libro (Anotaciones a pie de página, Editorial Pre-Textos), el Premio Juan Gil-Albert de Poesía en el marco de los XL Premios Ciutat de València. El poemario ratifica uno de las grandes temas recurrentes que jalonan la larga y laureada trayectoria literaria del poeta alicantino: la reflexión sobre la propia creación poética y su inextricable imbricación con la vida. La estructura unimembre del libro parte en cada poema de la cita de un autor, que da lugar a la propia reformulación poética. Aunque las glosas de poemas ajenos no es algo nuevo, sí me pareció interesante la disposición visual de los versos que, como el título del propio libro indica, aparecen a pie de página, como si de un paratexto se tratase. Y, en todo caso, el libro se convierte también en una preciosa antología.

El tema de la poesía es el más prolífico del libro. Ésta se erige en el refugio donde el poeta halla su propia purificación, a la manera de la catarsis griega o como «legítima defensa /contra la realidad que nos rodea». Otras veces se la asocia al misterio, que subyace en el «fondo abisal de un naufragio» personal y que me pareció emparentar con aquel poema de Aurora Luque titulado «Obra viva, obra muerta». Pero Bascuñana no olvida que la poesía, además, lleva asociada una condición comunitaria, pues la soledad del poeta «incluye a las otras». En ocasiones, al poeta le sobreviene la perplejidad, de raigambre nihilista, de no reconocerse en sus propios versos, como si fuera otro el que los hubiera escrito, pues el espejo «duplica la nada de ser nadie». Hay poemas que reflexionan sobre la utilidad de la poesía, debatiéndose entre lo absurdo del ejercicio de la escritura «para que [al final] nada quede de nosotros» y la necesidad de «esgrimir la palabra» contra el silencio que «protege a los mediocres», pues la explicitación de la herida es un acto valiente, ya que aquella muchas veces es indigna; el cuerpo, entonces, «somatiza la poesía». El libro incluye también algún poema divertido (dicho con todas las reservas, pues su trasunto metafísico trasciende la mera anécdota), que diferencia a los poetas que tienen gato de los que tienen perro. Pero el bloque más numeroso lo conforman los versos que hablan de la imposibilidad del poema, entroncando con la ya clásica preocupación becqueriana. Así, el poema es siempre un «fruto tumefacto», mera intuición de la belleza, donde el silencio puede dar mejor cuenta de él, a salvo de las «impurezas del lenguaje», de la «falacia de ritmo y armonía», hogar levantado con «materiales pobres y deleznables»; la verdad reside, entonces, en el propio acto de escribir, en quien escribe y habita el poema, pues «el poema no nos salva» y «tiende a la derrota».

Otros motivos completan la obra, también muy propios del autor, como son el paso del tiempo y la vida como fracaso y hastío. Así, el presente es un destierro del pasado y la infancia adquiere ecos manriqueños cuando el poeta lamenta el error contumaz de «alejarnos del niño y la inocencia / correr hacia la playa sin salida», que recuerda a aquel «correr a rienda suelta sin parar» de Manrique, mientras la muerte prepara su celada. Transita por los poemas, además, un spleen baudeleriano, minado por el fracaso y el miedo («el motor del mundo es el miedo») que convierte el poema en una mera inercia de la vida, certificación de «la abulia de los días».

Pocos poetas como Bascuñana habrán escrito tanto sobre el propio ejercicio de la escritura. Casi se podría realizar una tesis doctoral con sus apreciaciones. ¿Y de qué extrañarnos? ¿No es la poesía, una glosa de la vida? Bascuñana vive y muere en sus poemas. Y si le sirve de algo a su alma atribulada, yo sí creo, como dice en uno de sus versos, que acabará permaneciendo en el poema.

lunes, 5 de febrero de 2024

638. Francisco Silvera: el último epígono

 


Abro uno de los libros de Francisco Silvera y ya en el epígrafe hallo una declaración de intenciones de clara filiación esteticista: el autor recoge diversas citas de Gabriel Miró, Valle-Inclán, Baudelaire y Schnitzler. Dime con quién andas… Empiezo a leer los primeros párrafos, espoleado por los insignes teloneros de marras (permítaseme la atrevida metáfora pero es que Paco tiene su propia banda de rock) y, efectivamente, la expectativa queda enseguida corroborada.

Nadie escribe ya en España como Francisco Silvera y si hubiere algún escritor que se acogiese aún a esta prosa exquisita en peligro de extinción, habría que rastrear sus huellas en la periferia de las pequeñas editoriales, donde la literatura, tal y como un día la concebimos, resiste la mediocridad homogeneizadora a la que desde hace décadas se prestan los grandes sellos. El libro que leo y que me conduce a los otros del autor se titula La tristeza del mundo y la publica una editorial de Huelva llamada Alud Editorial. Pronto descubro los ecos mironianos pero también resabios de Rafael Azuar, con quien la prosa de Silvera emparenta sorprendentemente (ni siquiera sé si Silvera conoce el fraseo preciosista del autor ilicitano). Supongo que es una escuela que no necesita de camarillas para que sus miembros se sientan emparentados.

La novela, si es que podemos hablar de novela en este libro de Silvera, se estructura a través de una trama apenas accesoria: la aparición del cadáver de un gitano en el solar de un barrio del extrarradio de una ciudad innominada. Al odioso gitano lo sabemos vivo durante las primeras páginas: el autor nos lo ha presentado con un realismo sucio y sin ambages, descripciones que entroncan con el costumbrismo de la literatura tremendista. A partir de esa muerte misteriosa, el argumento prácticamente desaparece. Silvera, a través de estampas breves, evocadoras, sugestivas, de potente lirismo, va haciendo desfilar a una serie de tipos humanos de diferente catadura y extracción social que tienen en común ser testigos de la presencia del muerto en el solar y su indiferencia o su palmaria dejación del deber de auxilio. Así, el cadáver permanecerá a la intemperie mientras dure la novela, a merced del sol, de las alimañas o de los orines de los perros. Aunque detestable, el cadáver en su soledad mueve a compasión, sentimiento que contrasta con la deshumanización de muchos de los personajes que descubren el cuerpo. Esta fenómeno tiene ya su preludio en las primeras páginas del libro, ejemplo como pocos de primor literario, donde se invierte el tópico del locus amoenus para presentarnos una Naturaleza desnaturalizada, si se me permite el poliptoton: la arboleda, «de verde enfermo», está «ordenada, técnicamente podada»; los estambres del azahar se mezclan en el asfalto con la grasa del cemento; los gorriones se ceban con los desechos de la comida basura de un bar. Los habitantes de la ciudad no parecen sino contagiarse de ese extrañamiento de lo natural, de ese destierro de sí mismos, y la sensación de esas espléndidas primeras páginas recuerdan a la desazón de los poemas de Lorca en Poeta en Nueva York. Fruto de esa inercia, algunos personajes parecen desnortados y sin horizontes que deja un poso de amargura en el lector.

La tristeza del mundo demuestra la ineficacia de los argumentos trepidantes y de los lances vertiginosos cuando la literatura, en todo su esplendor, se justifica a sí misma. El placer estético sustituye a la curiosidad del evento narrativo. Hay libros, como este, donde no pasa nada y, sin embargo, sucede todo. Y hay, en autores como Silvera, la épica del epígono, que sabe muy bien dónde está y para qué ha sido convocado por la Literatura.

lunes, 29 de enero de 2024

637. Avaro con mi tiempo

 


Quizás una de las peores críticas que pueda recibir cualquier montaje teatral es que al espectador se le haga larga la representación sobre las tablas. Y esa es justamente la sensación que he tenido con la versión de El avaro, de Molière, a cargo de la compañía Atalaya. Había puesto ciertas expectativas en este trabajo de Ricardo Iniesta, más aún tras la última experiencia con la irregular pero sorprendente Elektra.25, con la que la compañía celebró en su día su vigésimo quinto aniversario. Sin embargo, acabé mirando el reloj, más preocupado por si perdía la reserva en el restaurante donde nos íbamos después a cenar que de desentrañar más claves de un producto que, a esas alturas del desarrollo, yo ya daba por fallido.

El problema de El avaro de Iniesta son sus morosas adiciones al texto de Molière. El dramaturgo francés concibió una obra ligera, divertida, algo alocada y con un ritmo narrativo que nunca pierde el pulso. Iniesta, en cambio, tal vez con una voluntad manierista respecto a las cualidades del original, se pasa de rosca. El primer cuarto de hora nada tiene que ver con el texto de Molière y está más pendiente de engarzar el tema central de la obra con apuntes de la actualidad como los desahucios, los abusos de la banca, el ánimo de lucro de los políticos corruptos, etcétera. La intención no solo es legítima, sino loable, sobre todo si pensamos que el texto de Molière se centra en la figura de un avaro sin aparente intención de convertir su figura en trasunto de nada más. Luego, el texto empieza a respetar la deliberada frugalidad del original y la cosa se encauza algo. Pero la estructura híbrida, en la que se mezclan los parlamentos de los personajes con pequeños sainetes musicales, rompe el ritmo y, más que amenizar, demora y hastía. Si alguien quiere añadir nuevos pasajes al texto base, debe hacerlo con un buen ensamblaje y, sobre todo, cuidar que aquello que se agrega tenga un mínimo de calidad que no desmerezca la maestría del autor al que se homenajea. Pero los textos de las canciones interpoladas son pobres y facilones, y la calidad de los versos se reduce a meros ripios escolares. Comparen ustedes, por ejemplo, los textos de nueva creación de Álvaro Tato o de Yayo Cáceres al frente de Ron Lalá o de Ay Teatro, con esta nadería de Atalaya, y reconocerán el mérito de un trabajo talentoso y lleno de rigor. Si no se tiene esa capacidad, es mejor ceñirse al texto original y no tocarla más que así es la rosa. Luego, el histrionismo de los personajes es verdaderamente agotador: cada parlamento es una mueca, un escorzo circense o una dicción estridente y desagradable; cada cambio de escena es una barahúnda de actores corriendo aquí y allá al son de una música irritante; las puertas por donde entran y salen los actores no acaban de abonar ningún simbolismo ni pragmatismo escénico concretos y, todo junto, hace de la representación un ejercicio estéril en lo artístico, aburrido, sobrerrevolucionado y repetitivo en lo rítmico, y soso en la comicidad (casi ningún actor tiene la habilidad de despertar la carcajada).

Nada de lo dicho más arriba es aplicable a la única actriz que salva el montaje. Efectivamente, Carmen Gallardo, en su papel de Harpagón, demuestra tablas, presencia, dicción y gracia naturales, y es ella sola quien llena el escenario sin necesidad de tanta batahola colorista. Insuficiente balance, desde luego, para aquellos espectadores, cuya única avaricia presentida, fue la de su tiempo robado.

lunes, 22 de enero de 2024

636. La buena literatura viaja en Cadillac

 


La incorporación de Antonio Tocornal al catálogo de Sloper demuestra, una vez más, el impecable tino de su director editorial, Román Piña, así como la ceguera contumaz de los grandes sellos, que dejan escapar a excelentes autores a cuya consagración contribuirían de forma decisiva desde sus aparatos privilegiados de distribución. A falta de todo ello, Tocornal se ha granjeado su prestigio a través del boca-oreja y gracias al bastión de las editoriales independientes, desde donde la literatura sigue defendiéndose de los embates del mercantilismo más atroz.

Tocornal publica ahora Cadillac Ranch, una colección de 15 relatos, la mayoría de ellos premiados en diferentes certámenes, lo que se podría argüir como aval de calidad si no fuera porque basta con que los haya escrito Antonio Tocornal. El común denominador de todos estos relatos es la integración natural de lo insólito, fantástico o anómalo en el mundo cotidiano de sus personajes, lo que produce la perturbación y la sorpresa en el lector. Esta poética de lo inaudito, la aborda Tocornal en dos relatos metaliterarios: «Lo insólito» y «Cuarto cerrado». La fórmula de marras podría simplemente constituir una demostración de la portentosa imaginación del autor, pero con Tocornal conviene ir algo más lejos. Efectivamente, aunque sería también legítimo, cuesta creer que muchos de los relatos aquí recogidos no aspiren a trascender su propia naturaleza maravillosa para punzar las conciencias, denunciar injusticias o conmovernos el corazón. Así, el tema de la soledad, recurrente en casi todos los relatos, se metaforiza en esa casa que se expande infinitamente dejando a su inquilino en un aislamiento ártico; o en ese empresario de éxito a quien una sobrevenida atonía de la voluntad le impide salir de su coche de alta gama el día que iba a cerrar una operación millonaria, trasunto, probablemente, de la desnaturalización y vacío de la vida de lujo. «Ayúdeme a salir» podría ser un alegato contra la invisibilidad y «Los cacharritos» simboliza la vida detenida de una muchacha que sigue montada, año tras año, en la misma atracción de la feria. En el delicado relato «Hanami», un hombre solitario se dedica a contemplar la belleza de sus flores marcescentes.

Otros temas desfilan por el libro, como la parodia del estilo de vida americano que se aborda en «Cadillac Ranch», una suerte de road movie literaria con visos de redención personal; o la crítica a la servidumbre de los artistas a un fatuo mercantilismo que los explota y los desfigura en «Cara de mujer con tres ojos». En «Un pueblo pequeño y pintoresco», al personaje le crece un pueblecito en la palma de la mano, lo que nos lleva inevitablemente a pensar en una especie de alegoría religiosa, el dios caprichoso que juega con los hombres. Y en «Ya no hay luciérnagas» asistimos al sobrecogedor desdoblamiento de una madre y su hija muerta, con el que aquella mantiene viva a ésta. La importancia de lo azaroso se refleja en «La misión» y hay un halo de misticismo exótico en «Cundi Macundi».

Con su habitual estilo preciso y quirúrgico, su sentido de la ironía y el lirismo de sus estampas, Tocornal (o sus moscas) nos regala un tesoro de contento para quienes siguen creyendo que la literatura debe aunar la forma y el fondo. En este sentido, Tocornal ensambla ambos conceptos con el magisterio con el que lo hacen los escritores que no se conforman con viajar por las carreteras de la literatura con menos que con un Cadillac.

lunes, 15 de enero de 2024

635. Cuando 'Collage' dejó de sonar

 


José Antonio Corrales Ponce de León tiene apellido de viajero intrépido. Y seguramente lo es, a su manera. Si el famoso conquistador exploró con enorme audacia el Nuevo Mundo, Corrales surca con sus novelas el proceloso piélago de la mente criminal, y lo hace desde su experiencia como inspector de policía, que le ha proporcionado no pocas situaciones inquietantes. El autor ilicitano publica ahora en Atlantis Ediciones La ceguera del murciélago, con la que quedó finalista del Premio Auguste Dupin de novela negra en 2022.

Lo que más llama la atención del libro de Corrales es, sobre todo, esa capacidad de observación, atenta a la minuciosidad y el detalle, que tiene la virtud de orillar por momentos la trama argumental para centrarse en la psicología de su principal personaje y en analizar el germen de su comportamiento. Efectivamente, lejos de los trepidantes excesos argumentales de algunas novelas negras, repletas de lances y cambios de rasante, a Corrales le interesa, sobre todo, bucear por las causas que determinan, como un fatum inevitable, el destino de los protagonistas, y solo en el último tercio de la novela asistimos al vertiginoso desenlace donde la acción casi no da cuartel.

La novela narra las vicisitudes de Atanasio, cuya infancia transcurre entre la violencia del padre y la locura de la madre, situación familiar de trágicas consecuencias que marcan la vida y la concepción del mundo del futuro adulto. He aquí, uno de los leit motiv de la novela: el determinismo, a la manera en que lo concibieron los autores naturalistas decimonónicos, con Émile Zola a la cabeza, que promulga el destino inapelable del individuo condicionado por su origen social o biológico, y abocado a la fatalidad. Atanasio, que antes de ser victimario, ha sido víctima, pasa irremediablemente de una infancia inocente y llena de buena voluntad, al mundo de la delincuencia, adoptando los postulados filosóficos roussionanios. En efecto, Atanasio tiende a la bondad y se siente feliz al amparo de aquel profesor que dedicaba una parte de las clases a poner discos de Collage, momento que él aprovechaba para bailar Due ragazzi nel sole apretado a la Chari, la niña de la que estaba enamorado. Toda esa etapa de ingenuidad desparece cuando se ve obligado a delinquir y a pasar parte de su vida en prisión, espacio que acaba convirtiéndose en un refugio seguro, alejado de la sociedad prejuiciosa y pervertidora. Especialmente simbólico es el apodo que Atanasio adopta desde ese momento, el apocorístico «Tana», con esa raíz griega –thanatos, muerte– que comulga con su nueva condición. Al salir de la cárcel, el Tana buscará al primer Atanasio a cuyo cobijo aspira a regresar, y en su alocado peregrinaje de redención querrá recuperar a la Chari y el recuerdo feliz del barrio humilde en que se crio, pero a su vuelta, todo ese asidero que anhela no es ya el que ha evocado durante años en su celda: el disco de Collage ha dejado de sonar.

Durante toda la novela, el lector asiste a una perturbadora contradicción entre las conclusiones psicológicas de los forenses, intercaladas entre los capítulos, que pintan a un sociópata irredento, con la empatía que nos produce la asistir a los pensamientos en primera persona del protagonista, por quien sentimos un paradójico sentimiento de solidaridad, lo que demuestra le habilidad de Corrales en la construcción de un personaje complejo y antitético.

Respecto al estilo, llama la atención, como hemos apuntado más arriba, la precisión quirúrgica por el detalle, no exenta de numerosas imágenes retóricas que demuestran una insobornable voluntad de estilo. Así, los pensamientos oscuros de Atanasio son como polillas que acudieran a la bombilla de su cerebro, o un cigarrillo se apaga en el suelo con un movimiento de swing, por nombrar solo algunos recursos de buen gusto literario.

En definitiva, La ceguera del murciélago puede contentar al lector de novela negra, pero también a aquellos que gustan de la morosidad lírica de su prosa y la cirugía psicológica. Me gustaría pensar que, al final del libro, Atanasio oye los acordes de Collage.

lunes, 8 de enero de 2024

634. Viajes literarios: la Tortosa de Despuig.

 


En Los col.loquis de la insigne ciutat de Tortosa (1557), Cristòfol Despuig se queja, en boca de uno de sus personajes, de la escasa atención que el obispo de la ciudad, Fernando de Loazes, otorga a la lenta construcción de la catedral. Efectivamente, Loazes, natural de Orihuela, se mostraba mucho más generoso financiando el convento de Santo Domingo, en su ciudad natal (donde luego estudiaría Miguel Hernández) que la sede catedralicia de su propio obispado. Si 450 años después de su muerte, Despuig volviera a pasear por su amada Tortosa, se rasgaría las vestiduras al comprobar que la catedral sigue inacabada. Qué manía nos ha dado en la provincia de Tarragona de dejar las catedrales desmochadas. En Los col.loquis, uno de los interlocutores, don Pedro, procedente de Valencia, se maravilla, no obstante, de cómo luce el jaspe rosa tortosino en la fachada en ciernes de la Seu. Es el mismo jaspe, dice Lívio, que fue utilizado en el Palau de la Generalitat de Barcelona y en San Pedro del Vaticano. Hoy resulta difícil encontrar en las joyerías tortosinas la preciada piedra, ni siquiera como souvenir. Pero otra piedra, aparte del jaspe, merece la pena contemplarse en el museo catedralicio: la lápida trilingüe, esculpida en griego, hebreo y latín, que sirvió de epitafio a la joven judía Meliosa, hija de Yehudá y Miriam, del siglo VI. Y debe servir de acicate al viajero para adentrarse por el sugestivo barrio judío.

A Despuig, sin embargo, amante de las artes como era, no le habría desagradado saber que su palacio se ha convertido hoy en un conservatorio de música. En ese mismo palacio debió de desarrollarse el quinto coloquio de su libro, cuando los tres interlocutores que pasean por Tortosa inician el espinoso tema de la guerra civil catalana contra Juan II de Aragón, y prefieren conversar con mayor seguridad en un espacio privado.

Durante el paseo, en el que el vehemente Lívio y el ciudadano Fàbio, describen las maravillas de Tortosa a don Pedro, se citan otros enclaves interesantes, que el visitante actual aún podrá toparse en su itinerario. Tal es el caso de los imprescindibles Reales Colegios o del Portal del Romeu, cuyo origen relata Lívio al evocar la memorable hazaña de las mujeres tortosinas en la defensa contra los musulmanes del Castillo de la Suda, ayudadas por un misterioso romero que algunas versiones de la leyenda identifican como Santiago Apóstol (no es el caso de Despuig que, aunque algo obnubilado por su chovinismo, se ajusta bien al caballero renacentista que dialoga con elegancia, respeto y mesura casi científica). Un ejemplo literario de la leyenda lo podemos hallar en el propio castillo, hoy Parador Nacional, en cuyo vestíbulo luce, dentro de una vitrina, la novela de la escritora Verónica Martínez Amat, El juramento de Tortosa. Desde el castillo se divisan las mejores vistas de la ciudad, del Ebro y del impresionante Parque Natural de Els Ports, de cuyos bosques, asegura Fàbio en Los col.loquis, se extraía la madera para fabricar las galeras reales.

Otros muchos tesoros hallará el lector en el libro de Despuig, que arrojan algo de luz sobre la actualidad catalana. Por ejemplo, cómo Lívio se queja de esa Castilla que se arroga la representatividad de toda España, siendo los catalanes –dice Lívio– tan españoles como los castellanos, afirmación que hoy sorprendería algo pero que explicaría una desafección cocida a fuego lento durante siglos. También se queja Lívio de la adopción del castellano, en detrimento del catalán por parte de los nobles tortosinos, inicio de una diglosia basada en el prestigio político y que poco tiene que ver con las lenguas.  Disfrutaremos, en fin, en delicioso catalán, del diálogo reposado y respetuoso que se establece entre los personajes, a pesar de sus diferencias, lo que debería darnos alguna lección a los contertulios de nuestra crispada era digital.

lunes, 18 de diciembre de 2023

633. Vivir en mí: el contrafactum de Santa Teresa

 


Creo que es la primera vez que escribo una crónica sobre una obra de teatro sin haber presenciado antes su ejecución sobre las tablas. La excepción no resulta extraña si pensamos que Muero porque no muero, el montaje de Paco Bezerra, merecedor del XXX Premio SGAE de Teatro Jardiel Poncela, ha sido censurado ya en Madrid y está encontrando dificultades para ser aceptado en los programas de otros circuitos teatrales. La razón, que es un relato supuestamente subversivo, provocador y ofensivo, basado en una reformulación posmderna de la vida de Santa Teresa de Jesús. Y remarco el adverbio «supuestamente» porque una lectura menos cerril que la de los nuevos inquisidores del siglo XXI hallará en el texto un enfoque respetuoso y reivindicativo con la figura de Teresa de Cepeda y Ahumada. La visión pacata y santurrona de la obra solo reparará en la Teresa 2.0, pordiosera, prostituta, presidiaria y drogadicta que construye Bezerra, sin atender el juego sincrónico de espejos y su simbología dignificadora.

El primer gran hallazgo de la obra de Bezerra es esa Teresa rediviva que trata de recuperar las partes de su cuerpo que, como reliquias santas, fueron repartidas por media España y parte del extranjero. La anécdota podría haber dado un título alternativo a la obra de Bezerra basado en otro verso de la inmortal abulense: «Vivo sin vivir en mí». Efectivamente, la reunión de los miembros amputados resume ella sola el gran objetivo de la obra: Teresa vuelve a ser dueña de su cuerpo y, por lo tanto, es capaz, por primera vez, de explicarse a sí misma, lejos de la manipulación espuria e interesada de quienes han manoseado su figura a su antojo: «Sí, esta misma mano, que fue repudiada por la cristiandad, volvió a mí convertida en doctora de la Iglesia; esta misma mano, que hizo voto de pobreza, volvió a mí engalanada de joyas y piedras preciosas; esta misma mano, que fue educada como judía, volvió a mí convertida en Santa de la Raza; esta misma mano, que se opuso al matrimonio, volvió a mí convertida en patrona de la Sección Femenina. ¿En qué me han convertido?»

Tras una primera parte donde la protagonista explica la historia de su vida, Teresa resucitada se incorpora a la existencia moderna. Si los clásicos místicos usaron el Romancero popular para crear el contrafactum o «poesía a lo divino», Bezerra hace lo propio a la inversa: la luz divina son ahora los faros del camión donde será violada; la Inquisición que la persiguió por sus reformas es ahora la policía que la detiene por escándalo público al pintar las paredes del congreso con frases de Larra y Cernuda sobre el desprecio de las instituciones a la labor de los escritores y por vocear el nombre de las escritoras olvidadas; la clausura es ahora la cárcel; los accesos místicos, la heroína (sugestiva explicación de los éxtasis de la Teresa renacentista es la putrefacción del pan de centeno que comía, que produce efectos alucinógenos); el trance, la música electrónica de los 90; la apropiación de su figura, la prostitución; el conocimiento total, la ingesta de drogas con su función iniciática. Y en mitad de todo ese juego, un alegato precioso sobre la libertad de expresión y la condena de los prejuicios que debiera pender de las paredes de todas las aulas de este país.

 

A la meva estimada companya, Carme Cases, apassionada iconoclasta